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Christine Colville esbozó una sonrisa.

– ¿Del qué?

A él le sonaba igual que Planeta Sagrado. La mujer observó un instante su expresión perpleja y se echó a reír. Cook no tenía la menor idea de qué hablaban ella y Lowry, pero estaba bastante seguro de que al menos la mujer le estaba tomando el pelo. Cuando se adentraron en el bosque, Christine Colville dejó la cesta en el suelo, alzó la cabeza y silbó. Sonaba como el canto de un pájaro, piwi, piwi, piwi.

Varios rostros aparecieron por entre las ramas.

– Quieren hablar con el Rey -anunció la joven.

Fue entonces cuando se presentó el propio Conrad Tarling como si la palabra mágica «Rey» hubiera abierto la cueva de Alí Baba. Salió a gatas de una de las casas y se detuvo en la plataforma. Iba desnudo de cintura para arriba, y su cabeza rapada brillaba azulada.

– Policía -anunció Cook-. Me gustaría hablar con usted.

Tarling desapareció de nuevo tras la cortina de lona que servía de puerta de la cabaña, y mientras Cook se preguntaba qué hacer a continuación, reapareció envuelto en una gran capa de color arena. Por un instante, Cook creía que saltaría desde tan considerable altura para ir deslizándose con manos y pies de rama en rama y descender por las protuberancias del tronco nudoso del árbol hasta el suelo. Sin embargo, lo que hizo fue chasquear los dedos a alguien invisible, y en cuestión de unos instantes, Christine y un hombre ataviado con bermudas y anorak habían apoyado una escalera de mano contra el árbol.

Cuando lo tuvo frente a sí, Cook comprobó que Tarling le pasaba al menos quince centímetros. Tenía la cabeza bastante pequeña y el cuello muy largo. Poseía un rostro fascinante, de facciones duras y bien definidas, como labradas en madera.

Cook le preguntó por Gary Wilson y Quilla Rice, pero el Rey del Bosque quería que se identificaran antes de responder. Tras examinar con toda seriedad la placa de Cook, preguntó muy digno qué quería la policía de ellos.

– Hacerles algunas preguntas.

Tarling se echó a reír. Ahora tenía público, media docena de Elfos acuclillados en las plataformas de sus cabañas, escuchando sus palabras mientras Christine Colville y su compañero del anorak permanecían sentados sobre la hierba con las piernas cruzadas. La voz de Tarling era profunda y suave, pero potente al mismo tiempo. A buen seguro lo oían hasta en Pomfret, pensó Cook con amargura.

– Eso es lo que siempre dicen ustedes, las palabras del totalitarismo. Unas cuantas preguntas… Un interrogatorio, la inquisición. Y luego los jueguecitos en los calabozos de la comisaría, ¿verdad?

– ¿Dónde tienen ustedes sus vehículos?

Otra carcajada, esta vez de cara a la galería.

– ¡Menuda palabreja! Vehículo. Eso es lo que yo llamo un término policial, como «procedimiento» o «pesquisas». Aquellos de nosotros que poseen «vehículos» los tienen aparcados en un campo que muy, pero que muy amablemente, y lo digo en serio, el señor Canning, un agricultor que ha resultado ser un ángel en comparación con otros de su especie y también se opone a la carretera, nos ha cedido.

– Ya… ¿Y dónde se encuentra el campo de ese ángel?

– Entre Framhurst y Myfleet. Es la granja Goland. Pero Quilla y Gary no lo utilizaban porque no tienen «vehículo». Deben de haberse ido en autoestop, como suelen hacer -Tarling se detuvo para coger su cesta antes de agregar con menor agresividad-: Volverán dentro de una semana aproximadamente. Para su información, como dirían ustedes, sin lugar a dudas, han ido a Gales para participar en la manifestación de Especies y no tardarán en regresar. Nadie cree que esta evaluación medioambiental zanje el asunto. Las cosas no son tan sencillas.

– ¿Y usted?

– ¿Cómo dice?

– Que si tiene un… -Cook desechó la palabra ofensiva-. Un coche.

Cook no estaba familiarizado con las obras de Lewis Carroll, pero Lowry sí. Wexford también habría reconocido la cita, pero a Cook se le antojó un verdadero galimatías. Se alejó un tanto disgustado, y las palabras de Tarling y las consiguientes carcajadas de sus súbditos lo persiguieron durante largo rato.

»He contestado a tres preguntas, y ya basta»,

dijo su padre. «No te des esos aires.

¿Crees que pienso tolerar semejantes cosas?

Apártate de mi vista o te arrojo por la escalera.»

– No me gusta nada que presumas de universitario en mi presencia -regañó Cook a Lowry cuando se dirigían hacia el coche.

– Pero ¿qué he hecho? -protestó Lowry, indignado.

Barry Vine esperaba en el coche con Pemberton. Habían ido al campamento de Savesbury Deeps, pero por lo visto habían obtenido menos resultados que Cook. La mitad de los activistas se había marchado, muchos de ellos para participar en otros peregrinajes a la búsqueda de nuevas injusticias.

– ¿Eso es de tu cosecha? -espetó Cook con aire beligerante.

– No, de la suya -replicó Vine con un encogimiento de hombros-. Me voy a Framhurst a tomar el té. Quiero averiguar de dónde sacan esa leche de soja -explicó al ver las expresiones de sorpresa de sus compañeros-. Quiero decir que me gustaría saber si se puede comprar en el supermercado o si sólo se suministra a restaurantes. Y después de descansar un ratito, Jim y yo iremos a hablar con el granjero Canning.

A esas alturas, Nicky Weaver ya sabía mucho de la Winnebago de Brendan Royall. Sabía la matrícula, sabía que era de color blanco, que tenía tres años de antigüedad y que por lo general, aunque no siempre, viajaba solo en ella.

La mejor información de que disponía hasta el momento era que un control policial de velocidad lo había visto aquella misma mañana en la M25, en dirección a la M2. La noticia redujo en gran medida el impacto producido por la llamada que acababa de recibir del sargento Cook, según el cual cabía la posibilidad de que Royall se hallara en una manifestación de Especies en Gales. Por supuesto, Nicky había hecho averiguaciones y descubierto que la protesta daña comienzo el martes siguiente en Neath, cerca del bosque de Glencastle. Por Dios, ojalá encontraran a los rehenes antes del martes…

Si Royall tenía intención de participar en la protesta, lo cierto era que se había equivocado de dirección. No era probable que fuera a ver a sus padres, pero no podía descartarlo por completo. Sin embargo, era casi seguro que visitaría a los Panick.

Nicky se paseó entre las mesas del antiguo gimnasio, escudriñando las pantallas de los ordenadores en busca de cualquier novedad que hubiera podido surgir. Todo el mundo estaba al corriente de la protesta de Especies, un acontecimiento importante en el calendario de los activistas. ¿Debían enviar agentes a la manifestación?

Miró por una de las ventanas alargadas que daban al aparcamiento. Se acercaba un coche que no reconoció, un pequeño Mercedes blanco que probablemente iba a buscar a Dora Wexford. En Myringham, la sede de la Unidad Criminal Regional, reconocía todos los coches que entraban y salían, además de verificar las matrículas de todos los que no le sonaban. Aquí le eran desconocidos casi todos…, pero no estaría de más anotar la matrícula. Más vale prevenir que curar. Nicky apuntó la matrícula antes de que el coche doblara la esquina hacia la parte posterior del edificio y se perdiera de vista.

– A ver si me aclaro -dijo Burden-. Guantes, el de los guantes… A él lo visteis menos que a los demás, sólo el miércoles por la mañana a la hora del desayuno y justo antes de que te fueras, ¿cierto?

– No del todo. Lo vi el miércoles y luego el viernes, eso es verdad, pero a mediodía.

– Muy bien. Ahora pasemos a la comida. ¿Qué os daban de comer? No, lo digo en serio. La comida podría proporcionamos una buena pista acerca del lugar.

– ¿Te refieres a lo que nos dieron el miércoles por la noche?