Wexford se levantó cuando Barry Vine asomó la cabeza y le preguntó si podía hablar con él un momento.
– Se trata de la comida, señor -explicó en cuanto salieron de la sala-. Malas noticias. ¿Recuerda la leche de soja de la tetería de Framhurst?
– Por supuesto.
– No sé por qué, pero me empeñé en que si ese lugar era el único punto de venta de ese producto en todo el sur de Inglaterra… En cualquier caso, no importa, porque se puede comprar en cualquier parte. Como las tiendas abren los domingos, he efectuado una verificación bastante exhaustiva. Se puede comprar en el Crescent de Kingsmarkham y en todas las tiendas de la cadena, es decir, en todo el país.
– Otra pista que se esfuma -suspiró Wexford.
Wexford estaba sentado en el salón de la casa del jefe de policía, situada en las afueras de Myfleet, comiendo pistachos y bebiendo whisky de malta. Lo había llevado Donaldson, que también lo llevaría de vuelta a casa y que en esos momentos estaba sentado en el coche, comiendo un bocadillo de jamón y bebiendo una lata de Lilt. Ya nadie tenía tiempo para comer como Dios manda.
Wexford había ido a ver al jefe de policía para hablar de la revelación del secuestro a los medios de comunicación. Se haría a la mañana siguiente, pero habían acordado un modo de hacerlo que determinaba lo que se diría y lo que se callaría, la hora de la publicación y las medidas defensivas a adoptar. Y ahora Montague Ryder quería hablar de Dora. Había escuchado todas las cintas, la última de ellas dos veces.
– Lo ha hecho muy bien, Reg, excepcionalmente bien. Es una mujer observadora, pero aun así…
No me gusta el «aun así», citó Wexford mentalmente. Ah, sí, Cleopatra.
– Lo sé -se apresuró a responder-. Hay mucho y muy poco al mismo tiempo.
«Pero ¿lo habría hecho usted mejor? ¿O yo?» Con una misoginia que por lo general le era ajena, Wexford pensó que la mayoría de las mujeres a las que conocía se habrían derrumbado en la situación de Dora, se habrían quedado totalmente paralizadas.
– Han sido muy inteligentes, señor -prosiguió-. Inteligentes y osados al correr el riesgo de dejarla marchar.
– Sí. Qué extraño, ¿verdad? ¿Seguimos creyendo que se debe a que descubrieron quién era?
Wexford asintió sin demasiada convicción. El jefe de policía alzó la botella de Macallan con expresión interrogante, y Wexford se sintió tentado de aceptar otro trago, pero se contuvo. Podría haber seguido bebiendo toda la noche, pero ¿para qué? Tenía que moderarse para estar en forma a la mañana siguiente.
– ¿Sabe en qué estoy pensando, Reg?
– Creo que sí.
– Hipnosis. ¿Accedería Dora?
Se trataba de un método que se había puesto de moda, dirigido a obtener información sepultada que a buen seguro seguiría sepultada si no se extraía por métodos distintos de la voluntad y la intención del sujeto. Wexford no sabía gran cosa al respecto, pero había oído que con frecuencia surtía efecto. De repente, la idea de someter a Dora a una sesión de hipnosis le repugnó. ¿Por qué tenía que sufrir semejante… ataque? ¿Por qué tolerar que le arrebataran la voluntad? Le parecía un atentado contra la dignidad.
– No sé si accederá -advirtió.
Para su sorpresa, no sabía cómo reaccionaría su mujer, si con horror o interés, recelo o incluso deseo.
– Debo decirle que…
Estaba a punto de decir algo que resultaba muy difícil expresar ante una persona de tanto rango y poder, pero si no lo hacía, sería incapaz de pegar ojo.
– Debo decirle, señor, que no estoy dispuesto a intentar convencerla.
Montague Ryder lanzó una carcajada bondadosa.
– ¿Y si se lo pido yo? -propuso-. ¿Y si se lo pido esta noche y, en caso de que acceda, convoco al psicólogo para que la hipnotice mañana mismo? ¿Le importaría?
– No, no me importaría -repuso Wexford.
16
La televisión se adelantó a la prensa, y la noticia del secuestro de Kingsmarkham salió en las noticias de las nueve menos cuarto de la ITN y en las de las nueve y cuarto de la BBC 1, precedida en cada caso de las palabras: «Acabamos de recibir la noticia de que…».
Más tarde. Dora se fue a la cama con un gin tonic y la insinuación de su marido de que el lunes por la mañana tal vez se sometería a una sesión de hipnosis. Wexford lamentaba ahora que se hubieran hecho públicos los nombres de los rehenes o más bien, el nombre de una rehén liberada. Pero pese a saber lo que ello podía implicar, no esperaba oír sonar el timbre a las siete de la mañana y encontrarse delante de la puerta a tres periodistas y cuatro cámaras.
Los dos periódicos a los que estaba suscrito ya habían llegado. Ambos publicaban la noticia del secuestro en primera plana. De algún modo, uno de ellos se había hecho con una fotografía de Roxane Masood, la cual, junto con fotografías de las obras de la carretera, un facsímil de la primera carta de Planeta Sagrado y una fotografía del propio Wexford, el odiado retrato que guardaban en sus archivos y en el que, todo sonrisas, sostenía en alto un barril de cerveza, dominaban la primera página del rotativo. Estaba ojeando el texto cuando el timbre de la puerta lo sacó de su ensimismamiento.
Por fortuna ya se había vestido. Sólo le faltaba ver publicada otra fotografía suya con el batín de terciopelo púrpura. Sabía de quién se trataba antes de abrir la puerta. La cadena estaba puesta, ya que siempre la ponía desde que Dora regresara a casa, y la puerta sólo se abrió unos centímetros. Su abuela, oriunda de Pomfret, abría la puerta de su casa un par de centímetros cuando se presentaban visitas indeseadas y espetaba: «Hoy no, gracias». Wexford era muy pequeño cuando murió, pero aún recordaba sus palabras y estuvo tentado de repetirlas en ese momento.
– Habrá una conferencia de prensa en comisaría a las diez -anunció en cambio.
Siguió una lluvia de flashes y chasquidos de disparadores.
– Antes querría una entrevista en exclusiva con Dora -exclamó uno de los periodistas con impaciencia.
«Y yo querría que me sirvieran tu cabeza en bandeja», pensó Wexford.
– Buenos días -dijo antes de cerrar la puerta.
En aquel instante sonó el teléfono. Wexford descolgó, masculló las palabras de su abuela, «Hoy no, gracias», colgó y desconectó el teléfono.
Un fotógrafo había rodeado la casa y miraba adentro por la ventana de la cocina. Por primera vez, Wexford se alegró de que Dora hubiera hecho instalar persianas el verano anterior. Las bajó, corrió las cortinas, preparó el té, sirvió una taza para Dora y un tazón para él, y subió al dormitorio. Dora estaba sentada en la cama y escuchaba la radio. La noticia del «secuestro de Kingsmarkham», nombre que prevalecería a partir de entonces, había relegado a segundo término todo lo demás: Palestina, Bosnia, las disputas entre partidos políticos, la princesa de Gales…