– ¿Hay alguna escalera de mano en el garaje? -preguntó Wexford a su mujer.
– Creo que sí. ¿Por qué lo preguntas?
– No te sorprendas si ves aparecer una cara en la ventana. Los medios de comunicación nos han invadido.
– ¡Dios mío, Reg!
La noche anterior, el jefe de policía había ido a visitarla. Vencida por la fatiga. Dora se había tendido en el sofá en bata, pero pese a que le había advertido de la llegada del jefe de policía, había decidido no vestirse. Wexford se había alegrado de que mostrara un espíritu tan independiente y esperado que hiciera lo mismo cuando Ryder le expusiera su petición. Se negaría…, eso sí, con toda cortesía, deshaciéndose en disculpas incluso, pero no permitiría que un comecocos la sumiera en un trance.
No se negó.
Y ahora incluso parecía esperar el momento con impaciencia.
– Tengo que levantarme; hoy me hipnotizan.
Wexford no recordaba haber visto jamás tantos periodistas en Kingsmarkham, ni por el asesino en serie, ni siquiera por el asesinato de Davina Flory y su familia. Tenían los vehículos aparcados en todas partes, y los policías de tráfico habían puesto manos a la obra, anotando matrículas y poniendo multas. No tardarían en empezar a colocar cepos.
Imaginaba las invasiones en la granja de Pomfret, la pequeña casa de la señora Peabody en Stowerton, el asalto a Andrew Struther en Savesbury House. Lo imaginaba todo sin necesidad de presenciarlo. Debían defenderse lo mejor posible, y tal vez todo fuera para bien.
A las nueve, las líneas telefónicas de la comisaría de Kingsmarkham ya estaban colapsadas por llamadas de personas que ofrecían información. Miró por encima del hombro a uno de los atareados operadores sentados ante la pantalla del ordenador en que se introducían todos los datos que se recibían. Roxane Masood no había sido secuestrada, sino que la habían visto en Ilfracombe. Ryan Barker estaba muerto y su cadáver sería entregado por veinte mil libras. Los Struther habían sido vistos en Florencia, Atenas y Manchester, asomados a una ventana del piso superior de una fábrica de Leeds, en un barco en el puerto de Poole. Dora Wexford tampoco había sido secuestrada, sino que la habían infiltrado como espía, como señuelo, como detective. Roxane Masood iba a casarse en Barbados con el hijo de una mujer dispuesta a contarles toda la historia a cambio de una cantidad a negociar…
Wexford exhaló un suspiro. Habría que efectuar el seguimiento de todas aquellas llamadas, que resultarían ser erróneas o maliciosas… A menos, por supuesto, que una de ellas fuera auténtica y contuviera una pista válida…
Había logrado sacar a Dora de casa y llevarla hasta el coche que conducía Karen Malahyde, cubriéndola con un gran sombrero y un enorme abrigo que le tapaba casi todo el cuerpo. Después de lo que había pasado no quería ponerse nada que le cubriera el rostro, y Wexford no había discutido. La prensa los había perseguido unos instantes para tomar fotografías. Al volver del antiguo gimnasio, donde la dejó para escuchar las cintas y verificar todo lo que había dicho, encontró a Brian St. George esperándolo.
El editor del Kingsmarkham Courier estaba ofendidísimo. Embutido en el mismo traje de mil rayas y el sempiterno jersey blanco sucio, se acercó mucho a Wexford. El aliento le olía a gingivitis periodontal.
– No le caigo bien, ¿verdad?
– ¿Por qué lo dice, señor St. George? -replicó Wexford al tiempo que se apartaba un metro.
– Hizo pública la noticia en el peor momento posible, maldita sea. Al hacerla pública un domingo, me quedan cinco días antes de que salga el Courier. Cinco días. Para entonces ya no habrá noticia.
– Eso espero -espetó Wexford.
– Lo ha hecho por despecho. Podría haberla hecho pública el jueves pasado o esperar hasta este miércoles, pero no, ha tenido que hacerlo el domingo.
Wexford fingió reflexionar unos instantes.
– Habría sido peor el sábado – apuntó, y al ver que St. George enrojecía de rabia, añadió imperturbable-: Tendrá que perdonarme, pero tengo mucho trabajo. Sin duda recibirá muchas llamadas de los ciudadanos pese a no contar con las ventajas de los periódicos de ámbito nacional, y queremos que nos los transmita todo directamente, por favor.
Craig Tarling, hermano mayor de Conrad Tarling, cumplía una condena de diez años por sus actividades en defensa de los animales.
– No es un nombre muy corriente -comentó Nicky Weaver-. Lo vi en el ordenador y decidí indagar un poco.
Damon Slesar enarcó las cejas. Se dirigían hacia Marrowgrave Hall, y conducía él.
– Nadie es responsable de lo que hacen sus parientes -sentenció-. Mi padre cultiva frutas y verduras junto a la antigua carretera, y mi madre hace hilo con pelos de animales. La gente le envía los pelajes de sus animales domésticos en bolsas.
– No tiene nada de malo, es completamente respetable -replicó Nicky con frialdad.
Su madre trabajaba a tiempo parcial en una tienda de comestibles y dedicaba el resto del día a cuidar de los hijos de Nicky. Además, no le gustó el tono en que lo dijo.
– Y cultivar fruta también es completamente respetable. No debería hablar así de su familia.
– Vale, vale, lo siento. Ya me conoce, me pierde el ingenio. ¿Qué hizo el hermano?
– Conspiración…, bueno, más bien urdió un plan para hacer estallar cincuenta bombas incendiarias en granjas de conejos y pollos, carnicerías, una escuela de ingeniería agrónoma y una agencia que vendía entradas de circo, entre otros lugares. Supongo que también habría arremetido contra granjas de avestruces, pero hace cinco años aún no existían.
– ¿Qué es lo que falló? Es decir, ¿qué le falló a él en beneficio de la ley y el orden?
– A un dependiente le pareció extraño que un solo hombre comprara sesenta temporizadores y se lo contó a la policía.
En el horizonte, recortadas contra un amanecer amarillo y negro, se alzaban las ruinas de Saltram House, donde largo tiempo atrás, Burden había encontrado el cadáver de un niño desaparecido en la cisterna de una de las fuentes. Nicky preguntó, a Damon si conocía la historia, acaecida aproximadamente cuando murió la primera esposa de Burden, pero Slesar meneó la cabeza con aire contrito.
Entraron en el sendero de coches de casa de los Panick. A la pálida luz matinal, Marrowgrave Hall parecía igual de lúgubre y cerrada que siempre, como aislada del mundo exterior. Nicky se apeó del coche y durante un instante se quedó mirando la fachada, las ventanas, los ladrillos color sangre seca y arcilla cocida.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Damon.
– Nada, sólo que no parece la casa más adecuada para los Panick. Uno esperaría encontrarlos en un bonito chalé a la orilla del mar en Rustington.
Muy endomingados, Bob con traje oscuro y reluciente, Patsy embutida en otra tienda de campaña floreada, los Panick estaban sentados a la mesa. Tal vez siempre estaban sentados a la mesa y sólo se levantaban para retirar los platos de un ágape e iniciar los preparativos del siguiente. Patsy llevó consigo a la puerta una gran servilleta de hilo blanco y aún se estaba enjugando los labios al abrirla. Una vez más los guió tambaleante por el pasillo que desembocaba en la cocina. Ese día olía a desayuno, lo que en las cafeterías de la costa recibe el nombre de «desayuno inglés completo», servido casi a la hora de comer, si bien a buen seguro los Panick tenían sus propias reglas gastronómicas. Frente a Bob Panick se sentaba la mujer llamada Freya, elfa, experta en construcción de cabañas en los árboles y reciente moradora del campamento de Elder Ditches.
Contrastaba en gran medida con sus anfitriones, pues era delgadísima y llevaba ropa muy informal. Su rostro y sus manos mostraban una enfermiza palidez cerúlea, pero no podía asegurarse lo mismo del resto de su cuerpo, pues iba envuelta de pies a cabeza en algo parecido a un sari viejísimo, desvaído, deshilachado, casi andrajoso, que pese a rodearle el cuerpo en capas, no disimulaba en absoluto su delgadez extrema. No obstante, comía con tanto apetito como los Panick el contenido de su plato, consistente en beicon, huevos revueltos, pan frito, salchichas fritas, champiñones fritos, tomates y patatas fritas, el mismo desayuno de que estaban dando cuenta Bob y Patsy.