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Freya no exteriorizó alarma alguna, a menos que pudiera tildarse de alarmada la mirada larga y penetrante que lanzó a Damon Slesar. Lo más probable era que le gustara, como señaló más tarde Nicky Weaver. Patsy dijo que estaba segura de que no les importaría que volviera a sentarse a comer y que era una casualidad que la policía siempre llegara cuando estaban a la mesa.

– Seguro que tienen hambre -terció Bob con la boca llena-. Dales algo para picar. Hay un excelente jamón de anoche, y si no les importa trinchárselo ellos mismos para no volver a interrumpirte mientras comes, seguro que les vendrá bien con un poco de pan y encurtidos.

– No, gracias -declinó Nicky.

Damon añadió, lo que a Nicky se le antojó inoportuno, que era muy amable de su parte, y para arreglarlo preguntó a Freya si era amiga de los Panick.

– Ahora sí -repuso Patsy por ella al tiempo que se servía más beicon de la sartén-. Espero que todos los que vengan a esta casa y disfruten de nuestra hospitalidad puedan considerarse amigos, ¿no estás de acuerdo, Bob?

– Sí, Patsy. ¿Quedan más salchichas?

– Por supuesto. Dale una a Freya. De hecho, Freya es amiga de Brendan. Una amiga muy especial, ¿verdad, Freya? -Los diminutos ojos de la mujer chispearon desde las profundidades de la grasa acumulada en su rostro, como lucecillas al final de un túnel-. Brendan la trajo anoche, comió algo rápido y volvió a irse.

Nicky recordaba la promesa de la señora Panick de avisarla si veía a Brendan Royall. Le había sorprendido aquella promesa y no le sorprendía nada que no la hubiera cumplido.

– ¿Adónde se dirigía? -preguntó.

La mujer llamada Freya reaccionó como si hubiera perdido por fin la paciencia tras haberse contenido durante los últimos diez minutos. Dejó caer el cuchillo y el tenedor, salpicando de grasa el centro de la servilleta que Bob Panick llevaba anudada al cuello.

– ¿Por qué no lo dejan en paz? – gritó-. ¿Qué ha hecho? Nada de nada. ¿Sabe lo que pensaría una visitante del Espacio Exterior si viniera a este planeta? Creería que todos ustedes son unos psicóticos. No sólo joden el planeta entero, sino que encima castigan a las personas que intentan impedir que lo jodan.

Bob Panick sacudió la cabeza con tristeza y se sirvió más pan.

– A eso se refieren en la tele cuando advierten que un programa contiene lenguaje explícito -comentó su mujer sin dirigirse a nadie en particular-. ¿Se había dado cuenta? -sonrió a Damon Slesar con aquellos ojos brillantes-. Para mí es la señal de que debo venir a la cocina, preparar una taza de té y coger un paquete de galletas. Brendan ha ido a la nueva carretera, querida -explicó a Nicky.

– ¿Por qué se lo dices? -gritó Freya-. ¿Por qué razón, eh? Eso es lo que quiero saber. No tenéis por qué hablar con ellos, ¿sabes? No habéis hecho nada, y Brendan tampoco. Brendan no habla con ellos, se limita a guardar silencio; dan ganas de seguir su ejemplo. ¿Por qué dejáis que os jodan? Brendan no les diría ni una palabra.

– ¿Y dónde está Brendan ahora? -terció Nicky sin perder la paciencia.

– Ha ido a echar un vistazo a… ¿Qué era, Bob?

Bob Panick caviló unos instantes mientras se rascaba la frente.

– Unos tipos de Europa, del Mercado Común, para un medio ambiente que están haciendo. Se fue en su Winnebago.

La evaluación medioambiental. Sí, era evidente que Brendan Royall querría verla de cerca, tal vez incluso sacar fotos del procedimiento tras aparcar la autocaravana en la granja Goland.

En esa zona, los prados eran más bien pendientes pronunciadas en las que pastaban ovejas, con matorrales espesos de color verde oscuro, arboledas densas y de repente, como un golpe bajo al bucólico paisaje, un campo repleto de coches, furgonetas y caravanas, algunas de ellas en excelente estado, la mayoría bastante destartaladas. La granja que habían esperado fuera un edificio pintoresco de obra y madera parecía en realidad una capilla convertida.

Aquellas conversiones se habían popularizado en el sur de Inglaterra a causa de la merma de las congregaciones. Las iglesias se transformaban en casas grandes y cómodas para las personas a quienes no importaba vivir tras ventanas de iglesia y lo que Wexford denominaba «olor a santidad». Aquella, en concreto, se llamaba la granja Goland y era un edificio de ladrillo rojo con tejado de pizarra gris y un montón de ventanas muy poco prácticas. Cualquiera de las edificaciones secundarias podía haber sido la granja original, encajada ahora entre silos enorme y anónimos.

Damon aparcó junto a la verja, y cuando caminaban entre los coches de los moradores de los árboles se toparon con Barry Vine, que contemplaba una Winnebago vacía.

Había llegado un fax de la policía de Neath, de una tal inspectora jefe Gwenlian Dean. Se estaba congregando mucha gente para la protesta de Especies, pero de momento todo transcurría con completa normalidad. La manifestación se desarrollaría al aire libre, y muchos participantes habían llegado con caravanas o tiendas, pero la cúpula dirigente se alojaba en un hotel donde a la mañana siguiente se celebraría la asamblea general. Gary y Quilla no habían llegado aún o al menos no habían sido localizados. Gwenlian Dean volvería a ponerse en contacto con ellos en cuanto tuviera novedades.

Wexford entró en el antiguo gimnasio para ayudar al jefe de policía en la rueda de prensa. Los periodistas empezaron a sacarle fotos en cuanto lo vieron. Le parecía perfecto… Cualquier cosa con tal de que reemplazaran la fotografía del barril de cerveza que volvía una y otra vez para atormentarlo.

Montague Ryder dio una explicación razonable, mesurada y civilizada de lo que había sucedido y de las medidas que había tomado la policía.

– Deben de tener alguna idea acerca de su paradero -dijo una joven rubia de cabello largo y ojos rasgados-. Después de tantos días, deben de tener alguna idea, ¿no?

– Tenemos muchas ideas buenas -terció Wexford en un intento de mantener la calma para seguir el ejemplo del jefe de policía-. Como comprenderán, no podemos revelarlas en estos momentos.

– ¿Se encuentran en la zona de Londres o en algún lugar del sur de Inglaterra?

– No puedo responder a eso.

Y luego la pregunta inevitable que tanto lo enfurecía, formulada en esta ocasión por un periodista gordo que llevaba un traje gris y el cabello canoso hasta los hombros.

– ¿Cómo se explica que liberaran a su mujer?

– No nos lo explicamos -contestó Ryder por él.

– Ya, claro, pero debe de existir una razón. ¿Averiguaron que era su mujer? ¿Cree que les dio miedo retenerla? No estaba enferma, ¿verdad? Quiero decir, que no es diabética ni toma medicación con regularidad, ¿no?

– No, no -repuso Wexford, recobrando la serenidad-. Nada de eso.

Burden llevó a Christine Colville a su despacho, creyendo con razón que si la joven veía el interior de una sala de interrogatorios, llamaría de inmediato a un abogado. Se mostraba menos agresiva y altiva con él que con el sargento Cook, y parecía más que dispuesta a contarle la historia de Conrad Tarling.

– Es usted antropóloga, ¿verdad, señorita Colville?

La joven le lanzó una mirada larga, de las que suelen recibir el apelativo de abrasadoras.

– Soy actriz. Eso no significa que tenga que ser una ignorante respecto a todo lo que no sea arte dramático.