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– Está de vacaciones, supongo.

– Supone mal. En realidad, no estoy de vacaciones, sino que además de participar en la protesta con mis amigos, actúo en la obra de Jeffrey Godwin que se representa en el teatro Weir.

Burden recordó que Wexford se lo había mencionado. Una obra sobre la carretera de circunvalación, el medio ambiente, los activistas… ¿Cómo se titulaba? No tenía intención de preguntárselo a ella… Ah, sí. Extinción.

– ¿Tiene un papel importante?

– Soy la protagonista femenina.

Burden había vivido la única aventura amorosa de su vida, entre la muerte de su primera esposa y su segundo matrimonio, con una actriz. Pero aquella mujer era bellísima, una criatura de cuerpo blanco, llameante melena roja, labios de fresa y ojos verdes. Nada que ver con este ser menudo, compacto y robusto, de rostro redondo y moreno, cabello crespo cortado al cepillo…

– Me estaba hablando del Rey del Bosque.

– Hasta que usted me ha interrumpido -replicó la chica como un relámpago-. La familia de Conrad vive en Wiltshire. A veces los va a ver caminando. Está a ciento veinte kilómetros de aquí, pero él va andando. La gente siempre iba andando hace cien años, recorrían distancias enormes, pero ahora ya no lo hace nadie, sólo Conrad.

– Tiene coche -constató Burden con escepticismo.

– Apenas lo usa; por lo general lo presta. Conrad es una especie de santo, ¿sabe?

Rey, dios, líder y ahora santo.

– Ya… Continúe.

– Su hermano Colum va en silla de ruedas. Jamás volverá a andar. Dio su fuerza y su movilidad por la causa de los animales. Y su otro hermano, Craig, está en la cárcel por luchar por los mismos ideales.

– Ya -repitió Burden-. Querrá decir por pretender volar en pedazos a un par de centenares de personas inocentes.

– Las personas nunca son inocentes -sentenció la joven con una expresión en la que Burden detectó auténtico fanatismo-. Sólo los animales son inocentes. La culpa es un atributo exclusivo del ser humano. -Golpeó la mesa con el puño-. Conrad nunca ha trabajado -prosiguió como si hablara de una hazaña extraordinaria antes de añadir a título aclaratorio-: Quiero decir que nunca ha tenido un empleo remunerado. Pero sobrevive por su propio esfuerzo.

– Como Gary Wilson y Quilla Rice.

– De ningún modo. No se les parece en nada. Ellos son insignificantes. Conrad está muy por encima de los trabajillos que hacen ellos para sobrevivir. Su familia es muy pobre, aristocrática pero pobre. Lo mantienen sus seguidores.

– ¿Quiénes, los otros moradores de los árboles? ¿De cuánto dinero disponen?

– No mucho -repuso ella-, pero no está mal si todo el mundo contribuye.

– No lo dudo -espetó Burden, callando lo que le apetecía decir en realidad, que Tarling tenía un chiringuito muy bien montado-. ¿Tiene contactos por aquí?

Christine Colville lo malinterpretó o al menos eso parecía.

– Todos los habitantes del bosque conocen al Rey.

– Puede que vaya a ver la obra -dijo Burden antes de acompañarla a la salida.

Una avalancha de periodistas y fotógrafos se abalanzó sobre ella. Burden fue al antiguo gimnasio. Wexford había encargado al nuevo restaurante tailandés de comida para llevar que les trajeran el almuerzo. Burden bebió un sorbo de la lata que acompañaba el curry verde con coco e hizo una mueca.

– ¿Qué es esto? -masculló, apartando de sí la lata.

– Me parece que es limonada con alcohol.

– Por Dios -suspiró Burden al tiempo que leía la etiqueta-. ¿Quién ha tenido la brillante idea? Seguro que existe alguna regla o ley que prohíbe introducir bebidas alcohólicas en este recinto.

– De todos modos es asquerosa. Cuando bebo alcohol me gusta que sepa a alcohol, que tenga sabor a alcohol, no a limonada con un chorro de algo no identificado. Cualquier día de éstos sacarán hasta leche con alcohol.

Wexford miró por la ventana. No descartaba la posibilidad de que algún cámara astuto acechara en algún lugar, a la espera de pillarlo con una lata de algo, de cualquier cosa. Pero no había nadie en el aparcamiento.

– Mike, son más de las dos -comentó, mirando el reloj-. No sabemos nada de Planeta Sagrado desde las cinco de ayer. No lo entiendo, no tiene sentido. Deben de tener la sensación, mal que me pese, de que nos estamos plegando a sus exigencias. Primero ordenamos la interrupción de las obras de la carretera y luego hacemos pública la noticia cuando nos lo piden. Ellos no saben que de todos modos pensábamos hacerla pública en ese momento, ¿no? Entonces, ¿por qué, si parece que todo marcha sobre ruedas, no aprovechan su posición aparentemente fuerte y nos hacen saber su exigencia definitiva?

– No lo sé; yo tampoco lo entiendo.

– Voy a ver qué tal le ha ido a Dora con la hipnosis.

17

Burden reconoció a Brendan Royall en cuanto lo vio. No sabía que lo conocía, pero cuando lo llevaron a la sala de interrogatorios número uno de la comisaría, recordó que lo había conocido seis o siete años antes. Cierta tarde en que había ido a buscar a Jenny al instituto de Kingsmarkham, vio a Royall de pie al final de la escalinata de entrada, junto a la puerta principal, pronunciando un discurso ante un grupo de adolescentes agolpados en torno a él.

En aquella época contaba tan sólo dieciséis años; era un muchacho alto y desgarbado con una aureola de cabello claro a lo Harpo Marx. Lo que mejor recordaba Burden eran los ojos, asombrosamente oscuros, como si llevara el cabello teñido, y relucientes en extremo. Eran los ojos de un fanático, sepultados bajo cejas tan pobladas como el pelaje de un animal. También poseía una voz memorable, áspera, proclive a las arengas, con un acento monótono y desagradable, de vocales huecas y finales de palabra ininteligibles.

Su aspecto físico apenas había cambiado en los años transcurridos. Tenía el cabello bastante más oscuro y largo de lo que Burden recordaba, pero sus ojos seguían siendo fieros, con ese fulgor demencial, bajo cejas que aún parecían tiras de pelo de conejo. Burden no recordaba cómo vestía aquel día de su adolescencia, pero ese lunes por la tarde llevaba un uniforme de camuflaje verde y marrón, tal vez para pasar inadvertido en el bosque. En cuanto a la voz, Burden no podía asegurar si había cambiado o no, pues Royall se negaba a abrir la boca.

Había venido acompañado de su abogado, o para ser más exactos, había avisado al abogado, que no era de la zona, por el teléfono de la autocaravana, y el hombre se había presentado en la comisaría al mismo tiempo que Royall. Lo cierto era que no tenía mucho que hacer y que no podría haber dado a su cliente mejores consejos que los que Royall estaba siguiendo por iniciativa propia.

Con aspecto de estar a punto de participar en un asalto en la selva, Royall permanecía sentado en silencio y con expresión solemne en un extremo de la mesa, con el abogado junto a él. Al poner en marcha la grabadora para anunciar la presencia del interrogado, su abogado, el inspector Burden y la agente Fancourt, Burden supo que todo aquello era una farsa. El letrado apenas podía contener la sonrisa.

En la sala contigua, la número dos, Nicky Weaver y Ted Hennessy se enfrentaban a Conrad Tarling, el Rey del Bosque. Su abogada había tardado más en llegar, y Tarling había esperado en aquella estancia casi una hora antes de que apareciera una joven llamada India Walton.

Tarling estaba sentado en la silla envuelto en su sempiterna túnica, con las mangas largas y anchas subidas ostentosamente para dejar al descubierto sus brazos de piel lisa, cubiertos de brazaletes de plata y cobre con motivos celtas. También él guardó silencio al principio, con el rostro imperturbable, la mirada fija en el ventanuco alto como si por ella se divisara un paisaje fascinante en lugar de la pared de ladrillo del juzgado.

Wexford se sintió tentado de asomar la cabeza, pero la Ley de Códigos de Práctica Policial y Pruebas Criminales prohíbe interrumpir los interrogatorios a menos que se produzcan circunstancias extraordinarias. La curiosidad de un oficial de alta graduación no era precisamente una circunstancia extraordinaria, de modo que tendría que conformarse con echar un vistazo por la ventana interior. Lo que vio le recordó una historia que había oído de pequeño en clase de latín, sobre unos estadistas romanos que entraron en el Senado cuando se enteraron de que se acercaban los godos y se sentaron en sus tronos sin mover un solo músculo. Tomándolos por estatuas, los godos los golpearon y pincharon hasta que uno de ellos reaccionó y devolvió los golpes, tras lo cual todos fueron asesinados. Exhausto y frustrado, a Wexford le habría gustado golpear a Tarling hasta hacerlo reaccionar, pero sabía que era imposible.