El agente Lowry le acababa de comunicar que el Mercedes blanco cuya matrícula había anotado Nicky Weaver había sido encontrado abandonado en el polígono industrial de Stowerton. Por supuesto, se trataba de un coche robado que habían dejado delante de una fábrica en desuso, sin testigos, con el parabrisas hecho añicos y los neumáticos desinflados.
Lowry se acercó de nuevo a él.
– ¿Puedo hablar un momento con usted, señor?
Lowry parecía un Marión Brando negro, se dijo Wexford, pero Brando en la época de Un tranvía llamado deseo.
– Diga.
– Su mujer ha mencionado a un hombre que siempre llevaba guantes. Se me ha ocurrido que quizá se debe a que sus manos son como las mías.
Lowry alargó sus manos finas de dedos largos, del color de ciruelas tempranas cuando aún quedan vestigios de flor en el árbol.
– Quiero decir que quizás es negro.
– Buen razonamiento -alabó Wexford antes de dirigirse al antiguo gimnasio, donde Dora seguía escuchando el sonido de su propia voz como si jamás la hubiera oído con anterioridad.
Al cabo de un rato, Tarling rompió su silencio, a diferencia de Royall. Pese a las discretas sugerencias de India Walton de que no estaba obligado a contestar a tal o cual pregunta o de que tal insinuación resultaba indignante dadas las circunstancias, Tarling habló y habló. No contestó a ninguna de las preguntas ni parecía oírlas siquiera, sino que se limitó a hablar como si pronunciara un discurso encendido, como si no se hallara frente a un interrogador, sino ante un público silencioso y receptivo.
Habló de su hermano Craig, de sus elevados principios, su amor por los animales y su equiparación de todos los animales, desde el más pequeño hasta el más grande, con la raza humana. En consecuencia, si los animales podían utilizarse en vivisecciones, bajo la misma regla de tres era legítimo volar por los aires a un puñado de seres humanos. A sus ojos, la única diferencia residía en que los seres humanos morían con mayor rapidez. Habló de la injusticia de la suerte que había corrido Craig Tarling, de su valentía y la entereza que demostraba en la cárcel. Tras acabar la biografía de su hermano mayor pasó a hablar del menor, que había resultado gravemente herido al caer bajo las ruedas de un camión que transportaba ganado ovino vivo a Brightlingsea. Permitió cortésmente que Nicky le hiciera una pregunta y acto seguido contestó hablando de sí mismo, de su historia, del amor que profesaba a la campiña inglesa y lo que denominaba la «restauración de la Naturaleza».
– Resulta muy interesante -comentó- que cada uno de los tres hijos de unos padres burgueses y conservadores, productos de prestigiosas escuelas privadas y de las dos grandes universidades de este país, haya consagrado su vida a una rama distinta de la protección de las cosas creadas: mi hermano Craig, a los mamíferos pequeños maltratados, mi hermano Colum, a las bestias del campo, y yo, al conjunto del mundo natural. Se preguntarán por qué ha sucedido…
– Permítame que le pregunte si usted mismo inventó el nombre Planeta Sagrado -lo atajó Nicky-. De hecho, encaja muy bien en todo lo que nos ha contado. A fin de cuentas, se llama usted el Rey del Bosque Sagrado.
– …y cuál es la naturaleza de la inspiración que nos embargó a cada uno y nos impulsó a rechazar todo lo que nuestra sociedad considera la vida «normal» para abrazar la desdeñada causa de los vulnerables, los indefensos, los frágiles, sin los cuales la vida tal como la conocemos en este planeta estaría condenada a la más terrible destrucción…
Su rostro había cambiado. Sin lugar a dudas, volvería a la normalidad al cabo de un rato, pero de momento, en su rostro no sólo se pintaba una expresión aturdida, sino como desenfocada, algo borrosa, como si hubiera perdido el control y las facciones se hubieran tomado desaliñadas. Parecía una persona dormida con los ojos abiertos, una sonámbula que no andaba.
Karen debía de haber salido un momento, tal vez a buscar más té. Dora no lo había visto. La voz que hablaba, su propia voz, enmudeció y dio paso al silencio. Wexford la vio alargar la mano para apagar la grabadora, pero no sabía cómo, de modo que se encogió de hombros, se volvió y lo vio.
– Dora.
Dora recuperó al instante su expresión normal.
– Es increíble, Reg -exclamó con una sonrisa radiante-. No sólo no sabía que sabía todas estas cosas, sino que tampoco sabía que las había dicho. No hasta que me han vuelto a poner la cinta. Y lo curioso es que mi voz suena completamente normal.
– Me alegro de que no te haya trastornado.
– En absoluto. El doctor Rowland ha sido muy amable. Sólo me ha pedido que me pusiera cómoda y me relajara cuanto pudiera. Luego me ha dicho todas esas cosas típicas que dicen los hipnotizadores, sólo que no me ha parecido tonto, como suele pasarme cuando leo sobre ello, sino muy tranquilizador. Creía que sería como cuando el dentista te da esa droga que no te duerme, sino que te amodorra, y cuando te han sacado el diente o te han matado el nervio, tienes la sensación de que sólo ha pasado un segundo. Pero no ha sido así, sino más bien como un sueño. Sí, como un sueño cuando no sabes que estás soñando. Y cuando me han puesto la cinta me he dado cuenta de que había hablado de la cosa azul.
– ¿La qué?
– Ahora me acuerdo, por supuesto, pero creo que no lo habría recordado de no ser por la hipnosis. ¿Quieres que te lo cuente o prefieres escuchar la cinta?
– Las dos cosas -repuso Wexford-, pero ahora no puedo. Tengo que salir por la tele.
Los equipos de televisión ya estaban entrando. En un extremo de la sala les habían montado una mesa de caballetes. El jefe de policía estaba sentado en medio, con Wexford a su izquierda, Audrey Barker a la derecha, Andrew Struther junto a ella y Clare Cox con Hassy Masood a la izquierda de Wexford.
Habían ordenado a los familiares de los rehenes que no dijeran nada que pudiera sonar a súplica dirigida a Planeta Sagrado.
Fue Andrew Struther quien se alzó en portavoz de todos ellos, lo que no estaba mal teniendo en cuenta que era el más coherente.
– Lo estamos dejando todo en manos de la policía -dijo en respuesta a la pregunta inevitable-. Es lo mejor, lo único que podemos hacer dadas las circunstancias. No es el momento ni el lugar para expresar el dolor y la angustia que todos sentimos. Lo único que podemos hacer es esperar y dejarlo todo en manos de los expertos.
Audrey Barker rompió a llorar. Eso quedaba bien en la televisión, pero no contribuía a crear el ambiente sereno y resuelto que Wexford quería. Alguien preguntó si era cierto que la esposa del inspector jefe Wexford había sido uno de los rehenes y, en tal caso, por qué la habían liberado. Cortaron la escena antes de que alguien pudiera contestar.
Los teléfonos, que en las últimas horas se habían calmado un tanto, empezaron a sonar de nuevo tras las noticias. Un hombre de Liverpool había visto a Roxane Masood entrando en un cine con un hombre moreno, probablemente indio. El señor y la señora Struther acababan de salir de un restaurante de la cadena Little Chef en Chelmsford. ¿Sabía la policía que estaba a punto de empezar una enorme protesta ecologista organizada por Planeta Sagrado cerca del bosque de Glencastle?