Por casualidad había llegado otro fax de Gwenlian Dean, la inspectora jefe de Neath. Gary Wilson y Quilla Rice habían llegado a la manifestación de Especies, y la policía había tomado nota del lugar en que habían instalado su tienda de campaña. ¿Quería Wexford que los interrogaran? Wexford le envió un mensaje en el que le decía que estaba impaciente por saber qué habían hecho tras tomar el té con él en Framhurst, cuándo habían partido hacia Glencastle y qué relación tenían con Conrad Tarling.
En su despacho le esperaba un informe sobre el Mercedes blanco matrícula L570L00. Pertenecía a un tal William Pugh, de Swansea, y lo habían robado tres semanas antes delante de una casa de Ventnor, Isla de Wight, donde los Pugh pasaban las vacaciones estivales. El equipo de la oficina del forense estaba examinando el interior.
– Voy a escuchar las cintas de mi mujer y luego iré a casa para que me lo vuelva a contar todo – anunció Wexford.
– Creo que cambiará de idea en cuanto se entere de la noticia, señor -dijo Barry Vine, pálido y cansado.
– ¿Qué noticia?
– Han encontrado un cadáver en el descampado donde aparcan los taxis de Contemporary Cars. Está metido en un saco de dormir y apoyado contra la valla…
18
El descampado en el que antaño se alzara el pub Railway Arms estaba delimitado por una valla de tela metálica contra la que se agolpaba la clase de árboles y maleza que suele encontrarse en semejantes lugares, saúcos, zarzas y serpollos de sicómoros. Abundaban las ortigas, que en esa época del año llegaban hasta la cintura. En la pared de la terminal de autobuses, situada a la derecha, la pintada contrastaba con el rótulo impreso en la pared del edificio opuesto. Mucho antes de la llegada del aromaterapeuta, la copistería y la peluquería, pero no antes del reparador de calzado, se habían impreso las palabras «Zapatería y Fabricación de Botas» sobre el ladrillo pálido. La pintada consistía en una sola palabra, Gazza, y la pintura usada para escribirla se había escapado de la brocha en largos goterones rojos.
Alrededor del módulo de Contemporary Cars, el terreno se había convertido en un descampado polvoriento de hierba seca, salpicado de basura. Los clientes del pub y del supermercado de descuento arrojaban paquetes de cigarrillos y bolsas de patatas por encima de la valla. El saco de dormir, de estampado de camuflaje, yacía en el extremo más alejado, entre las ortigas, medio sepultado bajo las zarzas. La cremallera que discurría a lo largo del todo el saco había sido bajada unos cuarenta centímetros para dejar al descubierto lo que parecía una melena de cabello negro y sedoso.
– Yo no he bajado la cremallera -aseguró Peter Samuels, anticipándose a una reprimenda que no llegó-. Sabía que no debía hacerlo y además vi lo que era enseguida, vi el pelo y todo sin tocar nada.
– La he bajado yo -intervino entonces Burden-. Le han doblado las rodillas para hacerla caber entera en el saco. ¿Cuándo la ha encontrado?
– Hace media hora, poco después de las seis. Estaba dentro, viéndolo en la tele, y luego he salido para ir al coche, he mirado hacia aquí y lo vi. No sé por qué he mirado, pero así ha sido, y he visto un saco de dormir verde y marrón. He supuesto que alguien lo había tirado aquí. Se sorprendería de la cantidad de basura que la gente tira por aquí. Y cuando vi el pelo, primero pensé que sería un animal…
– Muy bien, señor Samuels, gracias. Si me hace el favor de esperar en el módulo, iremos a hablar con usted dentro de un momento.
En cuanto llegó al descampado, Wexford sintió una opresión en el pecho, un temor y una aprensión que no quería ver confirmados, una sensación de la que le habría gustado escapar. Pero por supuesto, era imposible huir o pedir ayuda. Un vistazo al rostro pálido y los labios apretados de Burden había bastado. Vine y Karen guardaban silencio. Se volvieron para seguir a Peter Samuels con la mirada mientras cruzaba la hierba seca en dirección al módulo y acto seguido miraron de nuevo a Wexford, que se abrió paso entre las ortigas hasta el otro lado del saco de dormir, cerró los ojos un instante y luego miró.
El rostro, del que sólo se veía el perfil izquierdo, aparecía muy magullado, y la muerte había teñido los cardenales de lila, amarillo, verde y marrón. Sin embargo, las facciones eran inconfundibles, y Wexford recordó el retrato de un rostro sereno, suave, hermoso, de ojos oscuros y límpidos.
– Es Roxane Masood -dijo.
El doctor Mavrikiev, el patólogo, tardó apenas un cuarto de hora en llegar. El fotógrafo llegó al mismo tiempo acompañado de Archbold, el agente encargado del escenario del crimen. Mavrikiev bajó la cremallera del saco hasta el final y se arrodilló ante el cadáver. Ya podía verificarse que lo que Burden había supuesto era cierto; a Roxane le habían doblado las rodillas en un ángulo de noventa grados. El cadáver llevaba pantalones negros, camiseta roja y chaqueta de terciopelo también rojo. Una de las manos, cerúlea por la muerte pero delicada como el marfil, le resbaló del muslo cuando el patólogo le dio la vuelta con cuidado.
Wexford había llegado a respetar, si no a apreciar a Mavrikiev. Era un hombre joven, de origen báltico o ucraniano, tez muy clara y ojos de cuarzo, un ser imprevisible, grosero o encantador según su estado de ánimo. A diferencia de sus superiores, sobre todo sir Hilary Tremlett, nunca se hacía el ingenioso a costa del cadáver, nunca hablaba del «fiambre» ni especulaba con crueldad sobre el aspecto que habría tenido en vida. Por otro lado, resultaba imposible adivinar qué pensaba o leer nada en el rostro gélido que se antojaba labrado en madera de abedul por su inmovilidad.
– Lleva muerta al menos dos días -explicó-. Puede que más. Por supuesto, podré asegurarlo con mayor precisión más adelante, pero el método tradicional para calcular la hora de la muerte confirma lo que creo, pues el rigor mortis ha aparecido, se ha consolidado y ha vuelto a desaparecer. Fíjense en la flaccidez de la mano. Por si necesitan saberlo ahora, diría que murió a última hora de la tarde del sábado -concluyó, mirando a Wexford-. Lo que no sé es cuándo la trajeron aquí, pero sin duda la metieron en el saco poco después de su muerte, porque una vez aparecido el rigor mortis habría sido imposible doblarle las piernas sin romperle las rodillas. Por cierto, tiene las piernas rotas, pero no se las rompieron para hacerla caber en el saco. En cualquier caso, calculo que la introdujeron en él el sábado por la noche, no más tarde de medianoche.
– ¿Qué me dice de la causa de la muerte? -preguntó Wexford.
– No se da nunca por satisfecho, ¿verdad? Lo quiere todo para ayer. Ya le he dicho muchas veces que no soy mago. A todas luces ha sido víctima de uno o varios ataques violentos. Mírele la cara y la cabeza. Por lo que respecta a la causa de la muerte, observará que no le han disparado ni la han apuñalado, y que no se observan marcas de soga en el cuello.
Llegado a ese punto, sir Hilary habría hecho algún chiste sobre venenos, pero Mavrikiev se limitó a incorporarse sin tan siquiera sacudir la cabeza ni esbozar una sonrisa triste.
– Hagan lo que tengan que hacer y llévensela. Le haré la autopsia mañana a las nueve en punto.
Se tomaron fotografías, y Archbold deambuló por el lugar tomando medidas y sufriendo el asalto despiadado de las ortigas. Con plena libertad para registrar el saco de dormir, Wexford rebuscó en su interior, palpando el acolchado y deslizando la mano bajo el cadáver.
– ¿Qué buscas? -inquirió Burden.
– Una nota. Un mensaje -repuso Wexford al tiempo que se levantaba-. No hay nada. No lo entiendo, Mike. ¿Por qué? ¿Por qué esto? ¿Por qué ella? ¿Por qué ahora?
– No lo sé.
Peter Samuels estaba repitiendo la historia del hallazgo del cadáver cuando Wexford entró en el módulo.