Выбрать главу

– ¿Cómo sabe que no ha estado allí todo el día? -preguntó.

– ¿Todo el día, desde la mañana? No, eso es imposible.

– ¿Por qué? ¿Ha ido a ese rincón? ¿Ha ido a mirar qué había? ¿Ha ido alguno de ustedes? Sin duda estaban muy ocupados con sus carreras, entrando y saliendo todo el día. ¿Se han acercado alguna vez a ese rincón?

– Si lo pregunta así…, bueno, no, creo que no. Bueno, yo al menos no; no puedo hablar por los demás.

– O sea que tal vez lo pusieron allí la noche anterior. ¿Es posible que lo pusieran allí el domingo por la noche?

– Imposible… Bueno, ahora que lo pienso, supongo que no es tan imposible. Quiero decir que lo dudo, lo dudo mucho, pero podría ser.

Wexford sentía tal furia que la cabeza le daba vueltas. No estaba enfurecido con Samuels. Samuels no era nadie, carecía de importancia. La furia que le inundaba la mente y le martilleaba el cerebro iba dirigida a Planeta Sagrado. Sobre todo experimentaba el más amargo de los resentimientos. Cuando todo parecía ir sobre ruedas, cuando pese a la política y la premeditación, los secuestradores tenían que creer que el plan se estaba desarrollando en su beneficio…

Y ahora, no más reivindicaciones, ninguna «negociación» como habían prometido, ni siquiera las gracias por haber satisfecho en apariencia sus exigencias. No, un asesinato. Pero de repente recordó asqueado con cuánta frecuencia sucedía aquello en la historia de los secuestros. Todo iba bien, todo parecía progresar desde el punto de vista de los rehenes y sus secuestradores, y de repente asesinaban a una rehén y enviaban su cadáver a casa para que la descubrieran quienes la buscaban.

Al menos no habían enviado a la pobre niña a su madre. El hecho de que imaginación pudiera concebir semejante barbaridad indicaba la clase de vida que llevaba y la gente con que se topaba, pensó, pero también le recordó el siguiente paso que debía dar. Sí, lo haría personalmente.

No había llegado ningún mensaje telefónico de Planeta Sagrado a la comisaría, si bien sí se habían recibido muchos de otra clase, procedentes de testigos falsos o equivocados que afirmaban haber visto a los rehenes en ciudades lejanas o que vivían en la casa contigua al zulo. Las pantallas que miraba Wexford al pasar contenían lista tras lista de nombres, direcciones, descripciones y delitos cometidos por todas las personas relacionadas estrecha o siquiera remotamente con el activismo en pro de la naturaleza, la fauna y la flora. Referencias cruzadas, posibles conexiones, transcripciones de entrevistas… Por un instante olvidó las simpatías que le inspiraban muchas de aquellas personas, sus objetivos, sus loables deseos, sus ideales y su mundo imposible, y se perdió en una oleada de rabia incandescente. Al cabo de unos instantes respiró profundamente para calmar su corazón desbocado y recobrar la voz con la que efectuar la llamada. Hotel Posthouse. El señor Hassan Masood, por favor.

– El señor Masood está en el comedor. ¿Quiere que lo avisemos?

Como sucede con tanta frecuencia cuando entramos en contacto con una persona razonable y cortés que parece venida de otro planeta, la furia de Wexford se disipó como por encanto. Pensó en lo espantoso que sería apartar a ese hombre de la mesa del comedor del hotel, de su mujer, tal vez de sus hijos, para…

– No, gracias.

Iría en persona. Llamó a su casa, y se puso su hija Sylvia.

– ¿Qué te ha pasado, papá? Mamá lleva horas esperándote.

A sabiendas de que era ella y no Dora quien hacía aspavientos, explicó que lo habían retenido y colgó, dejándola con la reconvención en la boca. Ah, sí, los medios de comunicación. Podían esperar hasta el día siguiente, incluso hasta última hora del día siguiente si hacía falta. Se dirigió hacia el hotel, entró en la recepción de pino, vidrio y moqueta de tweed, y la primera persona a la que vio fue Clare Cox. No se le había ocurrido que también podía estar allí. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Llevaba de nuevo el vestido hasta los pies, el chal sobre los hombros, la densa melena entrecana escapándosele de las peinetas… Masood y ella estaban en el mostrador de recepción, de espaldas a él, pidiendo, como averiguó más tarde, un taxi que la llevara a casa.

– Me he visto obligado a traerla aquí -explicó Masood al verle-. Todos esos periodistas y fotógrafos tenían su casa y el jardín rodeados. Uno de ellos nos siguió, pero la he llevado a mi habitación, y el hotel se ha encargado de impedirles la entrada. Es un hotel excelente; se lo recomiendo. -Dedicó una sonrisa radiante a la recepcionista, que le correspondió con otra bobalicona-. Creo que ya puede volver a casa. ¿A usted qué le parece?

Por lo visto, no se le había ocurrido ver a Wexford en su papel de ángel de la muerte, pero Clare Cox, que parecía una Furia o una Parca con su melena despeinada y sus largos ropajes, palideció sobremanera y se acercó a Wexford con los brazos extendidos.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué ha venido?

La madre no, si podía evitarlo. Era una de sus reglas.

– Me gustaría que viniera conmigo a Kingsmarkham, señor Masood.

Eufemismos, circunloquios… Pero ¿qué otra cosa podía hacer en ese momento?

– Hay… novedades.

– ¿Novedades? ¿Qué clase de novedades? -exclamó la mujer, asiéndole el brazo-. ¿Qué ha pasado?

– Señorita Cox, creo que acaba de llegar el taxi. Si se va a casa, le prometo que el señor Masood y yo pasaremos por allí de inmediato si es necesario.

Sus palabras sonaban a rayo de esperanza, a una promesa de alivio, pero las había pronunciado en tono grave.

– No puedo decirle nada más por el momento, señorita Cox. Váyase a casa, por favor.

El taxi no era de Contemporary Cars, sino de All The Sixes. Wexford experimentó una suerte de alivio. En cuanto el vehículo se perdió de vista, Masood empezó a preguntar por las «novedades». Subieron al coche de Wexford, quien retrasó el momento fatal durante un rato, pero cuando estaban a punto de llegar le contó una versión higienizada de la tragedia. No mencionó el saco de dormir, el descampado ni las piernas dobladas. Masood ya tendría ocasión de ver las magulladuras; no había forma de evitar eso.

En realidad no había cabido duda en ningún momento. Masood echó un vistazo al rostro hermoso y descolorido de Roxane, emitió un leve sonido, asintió con un gesto y se apartó.

Wexford pensó que si una de sus hijas hubiera muerto de aquel modo, tras recibir una paliza en el rostro, se habría vuelto hacia ese policía, loco de dolor y pena, y le habría gritado, tal vez incluso lo habría agarrado de los hombros y le habría chillado: ¿Por qué? ¿Por qué ha permitido esto?

Masood permanecía inmóvil, con ademán sumiso, la cabeza gacha. Barry Vine le ofreció una taza de té. ¿Quería sentarse un momento?

– No. No, gracias -murmuró el hombre antes de ladear el cuello con un gesto peculiar, como si le doliera-. No lo entiendo.

– Yo tampoco -aseguró Wexford.

En aquel instante recordó haber comentado a Burden que tal vez los de Planeta Sagrado se estaban amedrentando, que no sabían qué hacer a continuación… Pues bien, habían hecho algo, desde luego.

– He enviado a mi mujer y mis hijos de vuelta a Londres -explicó Masood en tono sereno, casi casual-. Mi deber es hablar con la madre de Roxane. ¿Me acompañará?

– Por supuesto, si usted quiere.

– Si alguien me hubiera dicho que mi hija moriría joven, se me ocurren muchas cosas que habría respondido, pero no lo que siento en este momento. Lo que siento es la pérdida de tanta belleza, tanto talento.

Recordando las palabras de Dora, Wexford sintió deseos de decirle lo que en ocasiones se dice a los padres de los soldados caídos, que a buen seguro, Roxane había muerto con valentía. Pero no tenía estómago para decirlo; no se veía capaz de pronunciar semejantes palabras.

Clare Cox había empezado a beber al llegar a casa. Apestaba a whisky. Si lo había tomado para salvarse, para anestesiarse contra la noticia que más temía, lo cierto era que no sirvió de nada. Masood se acercó a ella, le cogió la mano y se lo contó. La reacción no se hizo esperar. No hubo ningún shock que superar, ningún asombro que demorara el dolor. Los gritos empezaron de inmediato, como una reacción química, insistentes y penetrantes como los de un bebé que llorara para que desaparecieran las punzadas de hambre.