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– Váyase a casa, Reg -dijo por teléfono el jefe de policía, que ya se había acostado, pues también había tenido un día muy largo-. Váyase a casa; ya no puede hacer nada más, y son las once y diez.

– La prensa lo sabe, señor.

– Vaya. ¿Cómo es eso?

– Ojalá lo supiera – suspiró Wexford.

Dora dormía, de lo que se alegraba, pues de ese modo no tendría que darle explicaciones. La perspectiva de contarle que Roxane había muerto lo horrorizaba tanto como la escena con Clare Cox. Los alaridos de la mujer aún le resonaban en los oídos. Hassy Masood había comunicado la noticia a los medios. Pese a lo que acababa de decir al jefe de policía, estaba convencido de ello. Masood se lo había dicho a la madre de Roxane y sin duda había hecho cuanto estaba en su mano para calmarla, y luego había revelado a los medios de comunicación que su hija había muerto. En fin, Masood tenía más hijos, una segunda familia, una nueva vida, y para él, Roxane había sido la receptora agradecida de su generosidad, una persona a la que llevar a comer de vez en cuando a restaurantes caros. Su muerte no era más que la pérdida de su belleza, una belleza que en su caso significaba capital. Wexford durmió como un tronco gracias a que Dora yacía junto a él. A la mañana siguiente, habría seguido durmiendo de no ser por el despertador, que despertó primero a su mujer.

– Voy abajo -anunció a toda prisa al ver que Dora se levantaba y se ponía la bata.

Tenía que llegar antes que ella a los periódicos. Allí estaba, en primera plana: Modelo rehén hallada muerta; Roxane, la primera en morir, el dolor de un padre… Así que tenía razón. Wexford volvió arriba y se lo contó a Dora.

En un primer momento se negó a creerle. Era demasiado. No tenía ningún sentido.

– ¿Qué le han hecho? -preguntó con el rostro bañado en lágrimas.

– Aún no lo sé. Lo siento, pero dentro de un momento tengo que ir para estar presente en la autopsia.

– Era demasiado valiente -constató Dora.

– Probablemente.

– Se despidió de mí. Me dijo «Adiós, Dora».

Dora sepultó el rostro en la almohada y lloró amargamente. Wexford la besó. No quería dejarla sola, pero no le quedaba más remedio.

Martes. Una semana desde el inicio del secuestro. Los periodistas se lo recordaron mientras lo avasallaban camino del depósito de cadáveres.

– Dos fuera, tres dentro -dijo uno de ellos.

– ¿Cómo consiguió liberar a su mujer, inspector jefe? -preguntó una chica de un programa de televisión. Mavrikiev ya había llegado.

– Buenos días, buenos días. ¿Cómo está? El señor Vine también anda por aquí. ¿Le parece bien que empecemos?

Todos se pusieron batas de goma verde y se ajustaron las mascarillas. Era la primera autopsia de Barry Vine, y pese a que no le afectaba en exceso ver cadáveres, aquello podía ser distinto. El sonido de la sierra resultaba extremadamente desagradable, al igual que el olor, más incluso que la visión de los órganos extirpados uno a uno del cadáver.

Al ver el cadáver expuesto, Wexford observó algo que no había detectado la tarde anterior. El lado derecho de la cabeza aparecía hendido, con el cabello aplastado por la sangre coagulada. Por otro lado, le pareció que las magulladuras del rostro habían remitido un poco, que sus colores eran menos intensos, marcas entre amarillentas y verdosas sobre la piel cerúlea.

Mavrikiev trabajaba deprisa y en silencio. Mientras que otros patólogos extraían un órgano, lo sostenían en alto y comentaban alguna peculiaridad de su estructura o deterioro, él se limitaba a proceder con expresión fría y pragmática. Wexford no observó que Barry Vine palideciera, pues la mascarilla y el gorro verde ocultaban gran parte del rostro, pero al cabo de un instante oyó un «Perdón» amortiguado por la gasa, y su subordinado salió corriendo de la sala con una mano enguantada cubriéndole la boca.

Contraviniendo sus propias reglas, Mavrikiev lanzó una carcajada seca.

– Vaya, él sí que tiene los ojos más grandes que el estómago.

Siguió trabajando y al cabo de un instante extrajo algo con las pinzas de la herida de la cabeza. El estómago, los pulmones, parte del cerebro y lo que había sacado de la herida yacían en sendos recipientes de plástico. Al terminar, Mavrikiev se quitó los guantes y cruzó la estancia hacia el lugar en que se encontraba Wexford.

– Ratifico lo que dije sobre la hora de la muerte. El sábado por la tarde.

– Supongo que ahora puedo formular la otra pregunta.

– ¿Causa de la muerte? El golpe en la cabeza; no hace falta ser médico para darse cuenta de eso. Tiene el cráneo fracturado, y el cerebro ha sufrido daños graves. Ahora no entraré en detalles técnicos, pero lo anotaré todo en el informe.

– ¿Quiere decir que le dieron un golpe fuerte en la cabeza? ¿Sabe con qué?

Mavrikiev meneó la cabeza y alargó a Wexford uno de los recipientes, que contenía alrededor de una docena de piedrecillas, algunas ennegrecidas por la sangre seca.

– Si alguien la golpeó, lo hizo contra un sendero de grava. He sacado estos guijarros de la herida. No creo que la golpearan, sino que se cayó. Creo que cayó desde una altura considerable sobre un sendero de grava.

En ese instante, Barry Vine volvió a la sala con aire avergonzado, manteniendo la mirada apartada de la camilla sobre la que el cadáver aparecía cubierto ahora con una sábana de plástico. Wexford no le hizo el menor caso.

– ¿Se cayó o la empujaron?

– Por el amor de Dios, ya empezamos otra vez. ¿Cuántas veces tengo que decirle que no soy mago? No lo sé. Si espera que encuentre un bonito juego de huellas dactilares en su espalda, está muy equivocado.

– Podría averiguar si opuso resistencia – insistió Wexford con frialdad.

– Piel y sangre bajo las uñas, ¿eh? Pues no. Si lo hizo alguien, probablemente era zurdo, pero no tenemos a ese alguien. Tiene el brazo izquierdo roto, dos costillas rotas, la pierna izquierda rota por dos sitios y la derecha, por uno. Magulladuras en todo el costado derecho. Creo que cayó sobre el costado derecho desde una altura de hasta diez metros. Y eso es todo por ahora, caballeros. Gracias por su atención -miradita desdeñosa a Barry Vine-. Me voy a mi casa a comer.

Vine lo saludó con un gesto.

– ¿Se encuentra mejor? -preguntó Wexford en tono ligero-. Se me acaba de ocurrir que cuando vimos a Brendan Royall, iba vestido de pies a cabeza con ropa de camuflaje. ¿Será coincidencia?

19

Stanley Trotter aún estaba en la cama del piso de dos habitaciones que ocupaba en Peacock Street, Stowerton, cuando Burden fue a verlo a primera hora del martes. Uno de los hermanos Sayem, los propietarios de la tienda de comestibles de la planta baja, lo dejó entrar, lo acompañó arriba y llamó con fuerza a la puerta de Trotter. Tal vez guardaba rencor por alguna razón al inquilino de arriba, porque cuando Trotter abrió la puerta en pantalón de pijama y un chaleco mugriento, Ghulam Sayem esbozó una sonrisita maliciosa y adoptó una expresión muy parecida a la de Burden cuando éste anunció que era policía.

Aquel día hacía un calor bochornoso y sin viento, pero a pesar de ello, todas las ventanas de la casa de Trotter estaban cerradas. El lugar despedía un olor desagradable, exactamente lo que había esperado Burden, una combinación de sudor, orina, comida rápida malaya y moho, el que se forma en las toallas húmedas cuando llevan mucho tiempo sin lavar. A Burden, bastante presumido y cuidadoso con su aspecto, no le hacía ninguna gracia sentarse en el sillón grasiento con quemaduras de cigarrillos en los brazos, pero no le quedaba otro remedio, de modo que pasó un pañuelo por el asiento antes de acomodarse.