– ¿A qué ha venido, si puede saberse? -espetó Trotter.
– ¿Ha leído los periódicos de hoy, eh? ¿Ha visto la tele? ¿Ha escuchado la radio?
– No, estaba durmiendo.
– Entonces, ¿no le interesa? ¿No quiere saber por qué he venido?
Trotter guardó silencio, rebuscó en los bolsillos de una prenda tirada sobre la cama, encontró un paquete de cigarrillos, encendió uno y sufrió un ataque de tos instantáneo.
– Debería someterse a un trasplante de corazón y pulmón -aconsejó Burden antes de sufrir también él un acceso de tos; por lo visto, era contagioso-. ¿Cuánto tiempo pensaba dejar el cadáver allí? -estalló de repente.
– ¿Qué cadáver?
– ¿Cuánto tiempo pensaba dejar allí tirado el saco de dormir, Trotter? ¿O acaso tenía intención de encontrarlo usted mismo? ¿Era ése el plan?
– No pienso decirle nada si no es en presencia de mi abogado -masculló Trotter.
Dicho aquello, dejó el cigarrillo sobre un platillo, pero sin apagarlo, se metió en la cama y se cubrió la cabeza con la sábana.
Habían enviado el saco de dormir al laboratorio policial de Myringham. Lo había fabricado una empresa llamada Outdoors y, según la etiqueta, el tejido era una mezcla de poliéster, algodón y lycra, con forro de nailon y un relleno delgado de fibra de poliéster.
Entretanto, el examen del coche robado había permitido descubrir gran cantidad de pelos de gato, guijarros de alguna playa de la costa meridional y arena que, en opinión del experto en suelos, procedía de la Isla de Wight. No se encontró una sola huella dactilar ni en el interior ni en el exterior.
El vehículo había sido robado en Ventnor, Isla de Wight, pero los rehenes no podían estar allí, creía Wexford. Dora les habría dicho que habían cruzado una extensión de agua, y de todos modos, sus secuestradores no habrían corrido el riesgo de tomar el ferry, que era el único medio de llegar a la isla.
El propietario del Mercedes era William Pugh, de Gwent Road, Swansea. Wexford lo llamó y le preguntó si tenía gato o, más bien, dos gatos, pues los pelos procedían de un siamés y un gato negro. Pugh repuso que no, pero sí tenía un labrador que siempre permanecía en su jaula cuando él y su mujer se iban, como si Wexford estuviera confeccionando una estadística sobre animales domésticos.
– Supongo que habrá ido a la playa, señor Pugh.
– Pues no. Tengo setenta y seis años, y mi mujer, setenta y cuatro.
– Es decir, que no ha podido trasladar arena de sus zapatos al interior del coche.
– Nos robaron el coche tres horas después de llegar a la isla -explicó Pugh.
Había llegado otro fax de la inspectora jefe de Neath, Gwenlian Dean. Uno de sus agentes había interrogado a Gary y Quilla. En un principio negaron saber nada del encuentro con Wexford en Framhurst, pero cuando les refrescaron la memoria. Quilla recordó a quién se refería, y ambos hablaron con aparente franqueza de la conversación. La inspectora jefe Dean escribía que su agente no tenía razón alguna para dudar de la veracidad de sus palabras, que si habían oído el nombre de Wexford cuando éste se lo dijo, lo habían olvidado casi de inmediato.
No tenían intención de regresar a Kingsmarkham de momento, sino que irían hacia el norte de Yorkshire, donde se estaba organizando una protesta contra la construcción de una urbanización. Sólo un detalle había sorprendido a la inspectora jefe Dean, y es que, a diferencia de lo que le habían hecho creer, Quilla y Gary tenían coche. Habían llegado en coche y viajarían a Yorkshire en coche, un Ford Escort de cuatro años y aspecto respetable. ¿Le interesaba a Wexford averiguar más cosas de ellos?
La encuesta post mortem sobre Roxane Masood se había fijado para el día siguiente, y seguían sin recibir noticias de Planeta Sagrado. Era como si hubieran desaparecido de la faz de la tierra, llevándose consigo a los rehenes. Wexford no cesaba de mirar el reloj, contando las horas transcurridas desde el último contacto, cuarenta, cuarenta y una… Llamó a Gwenlian Dean, le agradeció las molestias que se había tomado y le dijo que ya vería a Quilla y Gary cuando volvieran. Esperaba que para entonces, como afirmó con voz firme, ya no necesitaría verlos.
Ordenó a Karen Malahyde que vigilara a Brendan Royall y a Damon Slesar que siguiera al Rey del Bosque.
Tanya Paine contó a Vine que no había mirado en ningún momento hacia el rincón en que se encontró el saco de dormir. No tenía ningún motivo para hacerlo. Estaban en el módulo, y los teléfonos no cesaban de sonar. En los intervalos entre llamada y llamada, Tanya estiraba y giraba el cuello, se inclinaba hacia adelante y desplazaba la silla en un intento de demostrarle que por muchas contorsiones que hiciera, no podía ver el rincón en el que habían dejado el saco, una zona ahora acordonada con cinta policial blanca y azul.
Vine no había visto en su vida unas uñas como las de Tanya. No alcanzaba a comprender cómo las hacían. Cada una de ellas mostraba un estampado azul, verde y violeta. ¿Estaba impreso o lo habría pintado alguien con un pincel muy fino? ¿O tal vez se trataba de calcomanías que se pegaban sobre la uña y se cubrían de esmalte transparente? Vine apenas podía apartar la mirada de aquellas uñas mientras Tanya estiraba y retorcía el cuerpo.
– No mientras estaba aquí dentro, señorita Paine -puntualizó-, sino cuando llegó o cuando se fue… O quizá cuando salió a comprar la barrita de chocolate y el capuccino -añadió, recordando sus gustos.
– Supongo que podría haberlo visto entonces, pero no fue así -aseguró antes de lanzarle una mirada de resentimiento-. Y ya no como esas cosas. Estoy intentando adelgazar, así que salí a comprar una manzana y una Coca-Cola light.
No se advertía en su conducta ninguna tristeza por la muerte sorprendente y violenta de Roxane. Había visto la noticia en la tele mientras desayunaba y de camino al trabajo había comprado el periódico, la clase de periódico (Vine lo vio tirado entre los teléfonos) con titulares en tipo de letra de setenta y dos puntos y texto casi inexistente. Mi niña preciosa, rezaba el titular de primera página junto a una fotografía de la agencia de modelos que mostraba a Roxane en bikini.
– Era amiga de Roxane, iba a la escuela con ella, ¿verdad?
– Iba a la escuela con muchas chicas.
– Sí, pero resulta que a Roxane la secuestraron y la han asesinado. Curioso, ¿no le parece? Mire, en primer lugar, el grupo que la secuestró. Planeta Sagrado, escoge la empresa de taxis en la que usted trabaja, y cuando matan a uno de los rehenes, dejan el cadáver donde usted trabaja. El cadáver de su amiga. Menuda casualidad, ¿eh?
En aquel momento sonó uno de los teléfonos. Tanya contestó y anotó una hora y una dirección en la carpeta. A Vine se le antojó un método poco eficaz y anticuado. El dibujo del bolígrafo hacía juego con sus uñas.
– Menuda casualidad, ¿eh? -repitió el policía.
– No sé a qué se refiere. No para de decir «mi amiga», pero no era amiga mía; sólo la conocía.
– Siempre pedía los taxis a esta empresa porque usted trabaja aquí. Le gustaba charlar por teléfono con usted.
– Mire, le voy a decir por qué le gustaba hablar conmigo; le gustaba porque así me enteraba de que tenía un padre rico, de que pronto sería modelo, lo que me parecía más que improbable, por cierto, y de que podía permitirse coger taxis cuando la mayoría de la gente tiene que ir en autobús. Y yo pensaba, no crea que me importa decírselo, que al menos mis padres se habían casado y siguen casados.
¿Así que eso constituía un tanto en la meritocracia de la juventud actual? A Wexford le parecería muy interesante, sin duda. Ya nadie se casaba, pero el hecho de que tus padres se hubieran casado y siguieran casados te confería cierta… categoría.