– ¿No le caía bien?
Tanya parecía estar cayendo en la cuenta de que tal vez no le convenía decir a un policía que la víctima de una muerte violenta le resultaba antipática.
– No he dicho eso; no me ponga palabras en la boca.
– ¿Por qué cree que han dejado el cadáver aquí?
– ¿Y cómo quiere que lo sepa?
De repente le pareció que había llegado el momento de revelar una verdad fundamental.
– No soy una asesina.
– ¿Tiene novio, señorita Paine?
– ¿Por qué quiere saber eso? -replicó la chica, atónita.
– Si prefiere no contestar…
Tanya observó que el policía anotaba algo en su libreta.
– Pues ya que lo pregunta, no, ahora mismo no – se apresuró a responder.
Era algo que habría preferido mil veces no tener que confesar. Se removió incómoda en su silla, retorciendo el cuerpo y revelando que, en efecto, no le vendría mal adelgazar.
– En estos momentos, temporalmente, no…, no.
En aquel momento sonó el teléfono.
Ni Leslie Cousins ni Robert Barren supieron explicar a Lynn Fancourt por qué alguien había dejado el saco de dormir con el cadáver de Roxane Masood en el aparcamiento de su empresa. Pero mientras que Barrett se limitaba a reiterar con voz monótona que no había visto ningún coche desconocido en las inmediaciones, Cousins afirmó con rotundidad que no estaba allí a medianoche del sábado, cuando regresó de llevar a un cliente de la estación de Kingsmarkham a Forby.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Porque fui allí, a la valla de atrás.
– ¿Por qué? ¿Vio algo?
Lynn se dio cuenta de que el hombre no quería contestar y de que se ruborizaba. La agente recordó el comportamiento que observaban en ocasiones su padre y sus hermanos, y se maravilló de que los hombres, pese a disponer de lavabos privados o públicos en las cercanías, se dedicaran a…
– Fue allí con fines naturales, ¿verdad, señor Cousins? ¿Para orinar contra el seto?
– Sí, bueno, es que…
– Las cosas eran más sencillas cuando todos los policías eran hombres, ¿verdad? Uno no pasaba tanta vergüenza -comentó Lynn al tiempo que le dedicaba la sonrisa dura que había visto a menudo en el rostro de Karen Malahyde-. Fue a la valla para orinar y en ese momento, a medianoche, no había nada al pie de los árboles, entre las ortigas, ¿verdad?
– Verdad -asintió Cousins con un suspiro de alivio.
Tanto habría dado que la terminal de autobuses se hallara a varios kilómetros en lugar de a pocos metros, porque la pared de ladrillos impedía toda visibilidad a sus empleados. Al otro lado, el zapatero remendón había cerrado la tienda y se había ido a casa a las cinco de la tarde del sábado, el peluquero, a las cinco y media y el dueño de la copistería, a la misma hora. Sólo la aromaterapeuta vivía allí mismo.
Las ventanas del piso en el que vivía, situado en la primera planta, daban por un lado al pub Engine Driver, lo que la había impulsado a instalar doble vidrio en todas ellas, y por el otro, a la tranquilidad relativa del descampado. Invitó a Lynn a entrar en un salón muy perfumado que a todas luces también hacía las veces de consulta. Las paredes aparecían cubiertas de fotografías y dibujos muy estilizados de flores y hierbas. También se veía una fotografía mucho más grande de la propia aromaterapeuta, en la que parecía extasiada por el aroma procedente de un frasco que sostenía bajo la nariz.
Dijo a Lynn que se llamaba Lucinda Lee, lo que sonaba rarísimo, pero lo cierto era que la gente tenía nombres muy raros.
– Muchas veces no consigo pegar ojo -se quejó-. Entre el pub de enfrente y todos esos coches entrando y saliendo por la parte trasera… Me han amenazado con subirme el alquiler, y cuando lo hagan, me iré.
¿Había visto algo inusual entre medianoche del sábado y última tarde del domingo? Para asombro de Lynn, así era.
– Por lo general no trabajan tan tarde -explicó Lucinda Lee-. O tan temprano, según se mire. Estaba a punto de dormirme, era casi la una, y de repente llegó ese coche armando un escándalo tremendo.
– ¿Qué clase de escándalo?
– La verdad es que no me gustan los coches. Quiero decir que son la primera causa de contaminación. Yo no tengo coche, ni se me ocurriría, y tampoco entiendo mucho… Ni siquiera sé conducir. Pero en fin, ése que entró daba la sensación de que no podía arrancar.
– ¿Se refiere a que se había calado?
– ¿Me refiero a eso? No sé, si usted lo dice. Bueno, me levanté y miré por la ventana dispuesta a gritarle. Era más de medianoche, ¿comprende? Esos tipos usan ese rincón como si fuera un retrete… ¿No está prohibido hacer eso?
– Me contaba que miró por la ventana -la atajó Lynn con delicadeza.
– Bueno, la cuestión es que no grité. El coche estaba parado, y el hombre estaba haciendo algo en el rincón. Qué vergüenza, ¿no le parece? Peor que los perros. Al menos en los perros es algo natural.
Había que desviarla de sus temas predilectos, a saber la contaminación, Contemporary Cars y los hábitos higiénicos.
– ¿Podría describirme el coche y al hombre? -volvió a interrumpirla Lynn.
Al cabo de un rato dilucidó que el coche era pequeño y rojo. En un principio, Lucinda Lee había creído que se trataba de Leslie Cousins, pero era demasiado alto y delgado. Llevaba vaqueros y cazadora con cremallera.
El domingo por la mañana, a media mañana concretamente, miró de nuevo por la ventana y vio el saco de dormir, pero estaba tan acostumbrada a ver basura en aquel lugar que no le prestó mayor atención.
Brendan Royall había pasado la noche en Marrowgrave Hall. Karen Malahyde dejó el coche junto a la verja y se adentró en la finca, deseando contar con más camuflaje que esos arbolillos nuevos y las ubicuas ortigas. En cierta ocasión, Wexford le había comentado que eran afortunados en el sentido de que la campiña inglesa no entrañaba los peligros que encerraban otros lugares, pues lo más dañino que vivía en ellas eran víboras y ortigas, y ¿cuántas víboras veía uno en la actualidad? Por suerte, Karen no era demasiado sensible a las ortigas.
Había conejos por todas partes, centenares de ellos, calculó Karen. Habían mordisqueado la hierba hasta tal punto que parecía segada, pero seguían comiendo los restos. Cuando llevaba un cuarto de hora en la finca, Royall salió por la puerta principal con una cámara fotográfica. Empezó a fotografiar conejos, que estaban tan lejos que sin duda no parecerían más que puntitos oscuros en las instantáneas. Al terminar avanzó unos pasos, y Karen lo oyó emitir un silbido extraño y estridente. Si con él pretendía tranquilizar a los conejos, no lo consiguió. Por el contrario, los animalitos quedaron paralizados un instante antes de salir corriendo para cobijarse entre los arbustos.
En aquel momento salió Freya, vestida como las estatuas de los frisos romanos. Dijo algo a Royall y le entregó un objeto. Royall se colgó la cámara del cuello y subió a la autocaravana. Karen regresó corriendo a su coche. Cuando la caravana salió de la propiedad, la policía ya había escondido el coche en la cuneta, a salvo bajo las ramas de los árboles. Royall dobló a la izquierda en dirección a Forby. Era un vehículo muy aparatoso para aquellas carreteras tan estrechas. Royall conducía muy despacio, y Karen lo seguía a una distancia más que prudente.
No había forma de rodear Kingsmarkham desde aquella carretera, de modo que Royall atravesó la población, ocasionando un grave atasco en York Street, donde había coches estacionados en doble fila. Se dirigía hacia la zona de obras de la nueva carretera, creía Karen, o al menos cerca de allí. Se preguntó cómo le irían las cosas a Damon Slesar…, Damon, quien por pura casualidad se encargaba de la otra vigilancia, la de Conrad Tarling. Si le daban la noche libre, si remitía un poco la caza de Planeta Sagrado, cenaría con Damon en Kingsmarkham a las ocho. No sería la primera vez que salían juntos, pero sí la primera que no se encontraban por casualidad, sino que quedaban para verse.