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Suponía que Brendan Royall se dirigía hacia Myfleet por la ruta de Framhurst. De haber ido a uno de los campamentos, habría girado antes, a buen seguro antes de llegar a Framhurst Cross. De lejos comprobó que Royall tenía los semáforos en contra, por lo que aminoró la velocidad hasta casi detenerse. Royall ya había enfilado la carretera de Myfleet cuando Karen llegó al cruce, y por entonces ya volvía a tener el semáforo en rojo. Le dio la impresión de que no lo estaba haciendo demasiado bien y se preguntó si a Damon se le daría mejor.

Había muchos residentes de los campamentos sentados en la terraza de la tetería de Framhurst. Aun desde el coche distinguió aquellos recipientes de leche de soja. El semáforo cambió a verde, y Karen aceleró para dar alcance a la autocaravana, pero ésta se había esfumado entre las curvas que la carretera trazaba entre terraplenes de cuatro metros. Por supuesto, tuvo la mala suerte de toparse con otro coche. Se vio obligada a retroceder unos cincuenta metros hasta encontrar no exactamente un apartadero, sino más bien un ligero ensanchamiento de la carretera. Se detuvo en él y entonces vio la autocaravana, aquel enorme vehículo blanco, inconfundible, que a lo lejos, en el horizonte, seguía su rumbo por las colinas y estaba a punto de desaparecer en el valle.

No le quedaba otro remedio que continuar en la misma dirección, pendiente abajo, cuesta arriba, por la carretera de las mil curvas hasta llegar al valle, en el cual divisó un campo atestado de coches. La granja Goland. El estacionamiento para las furgonetas y demás vehículos de los moradores de los árboles. Aparcada en el centro del campo, la autocaravana de Royall parecía un cisne en un lago de patitos feos. Karen permaneció sentada en el coche, observándola. No podía llevar allí más de cinco minutos.

Había varias personas delante de la casa, que antaño había sido una capilla. Los observó por los prismáticos. Una mujer y dos hombres, ninguno de los cuales era Brendan Royall. Debía de estar en la cabina o en la caja de la autocaravana, la zona de estar. Porque eso era precisamente, un lugar en el que estar, en el que vivir además de conducir, dormir, comer, leer e incluso mirar la tele. Karen condujo hasta un lugar desde el que poder observar a sus anchas el vehículo. A través de los prismáticos comprobó que la cabina estaba vacía.

La autocaravana tenía cortinas, pero todas ellas aparecían descorridas. Los excelentes prismáticos le permitieron distinguir sin dificultad todo el interior del vehículo. A menos que Royall estuviera escondido bajo la cama, allí no había nadie… Y en efecto, no había nadie. De repente comprendió lo que había sucedido. Lo que Freya le había entregado delante de Marrowgrave Hall era un juego de llaves de coche. Royall había ido a la granja Goland en la autocaravana para luego marcharse en el coche de Freya.

El mensaje podía llegar por correo, como el primero. A Wexford se le ocurrían al menos cien direcciones, empresas y organismos públicos a los que podía llegar semejante carta. Sólo podía confiar en que, si alguien la recibía, se la entregaran. El mensaje no llegaría por fax ni correo electrónico, eso ya lo sabía. Llegaría por teléfono o por carta. Si no, nada.

Nada hasta el siguiente cadáver…

A fin de cuentas, habían hablado de negociaciones, pero en realidad no les hacían ninguna falta. La policía conocía sus exigencias o más bien, su exigencia. No se trataba de aplazar ni interrumpir la construcción de la carretera, sino de cancelarla por completo y para siempre. Era una condición ridícula, pues aun cuando el gobierno estuviera dispuesto a prometer semejante cosa, la promesa no sería vinculante para sus sucesores…, ¿verdad? ¿Y si se mantenía aquel pedazo de tierra en su estado actual, como había oído que sucedía en el caso de algunos bosques reales o de Hampstead Heath, por ejemplo? ¿Y si la compraba el National Trust, [3] por decir algo?

Se dio cuenta de que no estaba familiarizado con las leyes pertinentes, pero a buen seguro. Planeta Sagrado estaría versadísimo en ellas. Cabía la posibilidad de que exigieran al National Trust una promesa respecto al futuro del lugar.

Pidió permiso al jefe de policía para dirigirse a Planeta Sagrado por televisión, rogarles que liberaran a los tres rehenes restantes y expusieran sus exigencias, pero le fue denegado.

– Puede que esos tipos no encajen en la definición de terroristas tal como la entendemos, Reg, pero son terroristas en definitiva, y no podemos negociar con ellos. Son ellos quienes tienen que ponerse en contacto con nosotros.

– Pero es que no se ponen en contacto con nosotros -señaló Wexford.

– ¿Cuánto tiempo ha transcurrido, Reg?

– Cuarenta y ocho horas, señor.

– Y en este tiempo han hecho lo peor que podían hacer.

– De momento -puntualizó Wexford.

Damon Slesar lo alcanzó cuando entraba en el antiguo gimnasio. Wexford se volvió al oír su voz y lo vio cansado. En las personas morenas y muy flacas, la fatiga se manifiesta sobre todo en círculos oscuros bajo los ojos, y los de Damon aparecían hundidos en sendas cuencas grisáceas. Wexford se preguntó cómo se manifestaría su propio cansancio. Suponía que en un envejecimiento generalizado.

– Tarling no se ha movido del campamento de Elder Ditches -explicó-. Ha llegado a casa a media tarde, luego ha ido a echar un vistazo a la evaluación medioambiental, donde se ha encontrado con Royall, y más tarde han vuelto juntos al campamento. Y ya está.

– Convendría que se lo dijera a Karen -espetó Wexford con sequedad-. Le interesará saber dónde está ya que lo ha perdido.

Los ojos de las personas y los cambios sutiles que se producen en el rostro revelaban muchas cosas, se dijo Wexford. Oír criticar a Lynn Fancourt o Barry Vine no habría afectado a Slesar en absoluto, pero el hecho de que Karen fuera objeto de reproche lo tomaba vulnerable como si se tratara de él mismo.

– Se lo diré, señor -fue todo lo que dijo.

Algo en su voz hizo comprender a Wexford que Slesar buscaría una ocasión para hablar con ella, pero que si Brendan Royall salía en la conversación, sería por pura casualidad.

– Muy bien. Después de la reunión puede marcharse.

Los agentes se congregaron ante él con sus novedades, sus éxitos (escasos) y sus ideas (aún más escasas). Captó la mirada que intercambiaban Karen y Damon y se dijo que no era el momento de interesarse por las relaciones humanas, pero casi sin darse cuenta pensó complacido que la exigente, feminista, crítica y perfeccionista Karen tal vez había encontrado por fin a su media naranja.

El día tocó a su fin. Había llegado el momento de escuchar por fin la cinta que habían grabado de Dora bajo hipnosis.

20

Había esperado oír la voz de una sonámbula, una voz aturdida, como la de un médium en trance. Estaba preparado para soportar la inquietud que ello le ocasionaría, pero lo que oyó fue la voz mesurada, firme y completamente tranquila de Dora. Parecía sentirse muy a gusto y sólo variaba el tono de voz cuando desenterraba algo de su inconsciente que de inmediato reconocía como cierto.

– Fue el chico, Ryan -decía en aquel instante-. Estaba como obsesionado con su padre, no para de hablar de él. Su padre murió en la guerra de las Malvinas varios meses antes de que él naciera. ¿Se lo había contado ya?

Silencio. El doctor Rowlands no contestó.

– Qué curioso profesar tanto amor y admiración a alguien a quien no has conocido ni conocerás.

– La gente idealiza a los padres perdidos o lejanos. Esas personas no castigan, nunca dicen no, no se exasperan, no se cansan ni se enfadan.

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[3] Entidad británica encargada de la protección de espacios naturales y demás patrimonio de interés histórico y cultural. (N. de la T.)