– Sí -asintió Dora como si considerara el asunto-. Su padre le dejó un álbum de dibujos sobre… la naturaleza, supongo que podría decirse. Bueno, no es que se lo dejara, sino que allí se quedó, y la madre de Ryan se lo dio al chico cuando tenía doce años. Eran dibujos de lagunas, ranas, tritones, fríganos y todas las cosas que veía cuando tenía la edad de Ryan y que ya no existían, habían desaparecido o estaban en peligro de extinción. Ryan adora ese libro; es su posesión más preciada.
– Hábleme del sótano -pidió el hipnotizador.
– Era grande, de unos treinta por veinte. Me refiero a pies, no metros, porque no me aclaro con los metros. Paredes encaladas. Cinco camas, tres en un extremo, la mía, la de Ryan y la de Roxane, y dos bajo la ventana para los Struther. Fue Owen Struther quien las llevó allí, supongo que para estar lejos del resto de nosotros. Y cuando se llevaron a Owen y Kitty, dejaron las camas allí. El suelo era de hormigón y siempre estaba frío. La puerta era muy pesada, de madera de roble, me parece. Cuando la abrían se veía algo verde y gris afuera, y también ladrillos rojos. Lo verde era hierba, y lo gris, piedra.
– ¿Qué veía al mirar por la ventana? -preguntó la otra voz en un murmullo.
– Verde y gris, un escalón de piedra, creo. Ah, y también algo azul. Pedazos de azul.
– ¿Cielo azul?
– No era el cielo -aseguró Dora tras una pausa-. Era otra cosa, frente a la ventana. A veces más arriba, otras más abajo. No me refiero a que se moviera mientras lo miraba, sino que un día, el miércoles, creo, era un trocito azul a unos tres metros de altura, y el jueves era un trocito de azul más pequeño a un metro.
Otro silencio, en esta ocasión tan prolongado que Wexford supo que la cinta había tocado a su fin. La euforia anterior dio paso a la decepción. ¿Eso era todo? ¿Se había visto sometida a un cambio involuntario (habría sido incapaz de negarse y seguir siendo un miembro responsable de la sociedad) de su consciencia y, por tanto, a la pérdida de su dignidad para eso?
Sintió deseos de propinar un puntapié a la grabadora, pero en lugar de hacerlo la apagó y se fue a casa. Dora dormía, lo que no le extrañó. En el contestador había un mensaje de Sheila, en el que anunciaba que volvería a Kingsmarkham cuando ellos quisieran, pero ¿no le apetecería a mamá pasar unos días con ella en Londres?
– Mira lo que pasó la última vez que lo intentó -dijo Wexford en voz alta.
Se fue a la cama y tuvo un sueño, el primero desde que Dora regresara. Se hallaba en un lugar lleno de edificios inmensos, como almacenes, fábricas, molinos y antiguas estaciones de tren, algunos de los cuales reconoció. El Molino Stucky de Venecia, el Musée d’Orsay de París… Caminaba entre ellos, anonadado por sus dimensiones, por el Pandemonium de John Martin y las Prisiones imaginarias de Piranesi. Era como si se hubiera zambullido por arte de magia en un libro de ilustraciones antiguas y, al mismo tiempo, desde un punto de vista más prosaico, en el polígono industrial de Stowerton. Supo desde el principio que se trataba de un sueño. Caminaba por una calle flanqueada por los tenebrosos molinos satánicos de Blake y al doblar una esquina se hallaba ante la abadía de Westminster. Y entonces supo que buscaba el lugar en que se hallaban encerrados los rehenes.
Despertó sin haberlos localizados a ellos ni su prisión. Era el día de la encuesta post mortem. El periódico publicaba en una de las páginas interiores un artículo escrito por un periodista famoso según el cual seguir haciendo concesiones a Planeta Sagrado equivaldría a humillarse de un modo intolerable ante los terroristas.
– No he dormido muy bien -explicó Dora mientras preparaba el desayuno-. No podía dejar de pensar en todo. La pobre Roxane, encerrada en el cuarto de baño. No creo que jamás llegue olvidar sus gritos y el pánico que sentía. Y los Struther… Qué patéticos, la verdad. Ella se desmoronó; no tenía ningún recurso para soportar aquello. Bueno, yo no hice gran cosa, pero al menos no me pasaba el día llorando.
– No lloraste en absoluto.
– Pues ganas no me faltaban, Reg.
– He escuchado la cinta -comentó Wexford-. Debes de ser un caso único en el mundo.
– ¿A qué te refieres?
– A que debes de ser la única persona del mundo que no tiene inconsciente. Todo está en tu consciencia. Nos lo contaste todo, no te guardaste nada. Bueno, nada salvo lo de la cosa azul.
Dora esbozó una sonrisa cautelosa y lo miró de soslayo.
– ¿Qué clase de azul era?
– Azul cielo -repuso ella-. Azul cielo del auténtico. El azul del cielo a mediodía de un hermoso día de verano.
– Entonces era el cielo.
– No -replicó ella con firmeza.
Pescó dos tostadas de la tostadora con ayuda de los dientes del tenedor, las colocó en un plato y sacó la mermelada de la alacena.
– No era el cielo. ¿Quieres café? Vamos, Reg, siéntate. No se hundirá el mundo porque te tomes media hora libre.
– Diez minutos.
– No era el cielo, sino algo de color azul cielo. De todas formas, ¿ha habido algún día despejado esta semana?
– Me parece que no.
– Cierto. Era más bien algo colgado de una ventana o pintado, pero el problema es que se movía. El miércoles estaba muy arriba, y el jueves, muy abajo. Y el viernes a la hora de comer. Guantes tapó la ventana con más tablones. ¿Lo haría para que no viera la cosa azul?
– ¿No se te ha ocurrido ninguna razón por la que pudieran haberte liberado?
– Si sabían que había visto cosas, lo más probable es que me hubieran retenido… o matado, ¿no? No pongas esa cara, hombre… En cuanto a los Struther, Owen Struther era demasiado joven para haber luchado en ninguna guerra, pero se comportaba como un soldado, con todo ese rollo del coraje ante el enemigo y de la obligación de fugarse. Qué ridiculez.
– A lo mejor fue soldado. Se puede ser soldado sin haber luchado en ninguna guerra.
– No, se lo pregunté. Por cierto, no le hizo gracia que se lo preguntara; se lo tomó como una afrenta. Ryan lo admiraba. Creo que lo habría seguido hasta el fin del mundo. Supongo que el pobre chico anda siempre en busca de una figura paterna. ¿Te parece una observación demasiado psicológica?
– El problema de la psicología -sentenció Wexford con agudeza- es que no toma en consideración la naturaleza humana.
Mavrikiev compareció como testigo experto ante el tribunal de primera instancia. Casi toda su declaración fue extremadamente técnica y críptica, un análisis de las características de ciertas heridas y fracturas. Cuando le preguntaron si, en su opinión, alguien había empujado o arrojado a Roxane Masood desde cierta altura, repuso que no podía asegurarlo. La encuesta fue suspendida, tal como Wexford había esperado.
El silencio de Planeta Sagrado pendía sobre Kingsmarkham como una bruma, o al menos así lo percibía Wexford. Tal vez no era el caso en el resto del mundo o siquiera del país. Alguien le había dicho que la noticia del secuestro había salido incluso en los periódicos estadounidenses. El New York Times había publicado un párrafo en la sección internacional. Wexford tenía la sensación de que los rehenes estaban tan lejos como ese periódico, a miles de kilómetros. Brillaba el sol, hacía un día espléndido, pero Wexford no podía apartar de sí aquella bruma aplastante.
– Sesenta y ocho horas -dijo a Burden-. Han pasado sesenta y ocho horas.
Burden tenía los periódicos matutinos. La policía no sabe nada. Desaparecidos: Ryan, Owen y Kitty. Mi hermosa hija, la historia de un padre.
– Lo que sí sé es cómo murió -constató Wexford-. Creo que sé exactamente cómo ocurrió. El jueves pasado, cuando la sacaron del sótano, la pusieron en otro sitio, pero no con Kitty y Owen Struther. Puede que ni siquiera ellos estuvieran juntos. En cualquier caso, encerraron a Roxane sola en un lugar alto.