– El polvo era de color rosa y marrón, Mike.
– ¿Y? Hay muchas mariposas de color rosa y marrón.
– ¿Ah, sí? Pues a mí no se me ocurre ninguna. Negro y rojo, blanco, amarillo y naranja…, pero ¿rosa? El único insecto marrón con alas de color rosa… con la cara inferior de las alas de color rosa que se me ocurre es la Rosy Underwing, una mariposa muy inusual. Vive en Europa y Japón, pero en este país sólo se encuentra en algunas zonas de Hampshire y el este de Wiltshire.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque últimamente me han interesado bastante estos temas. Debe de ser por la maldita carretera de circunvalación. Bueno, la cuestión es que he leído bastantes cosas sobre la Araschnia levana y por el camino me he topado con muchos otros bichos.
Burden lo miró con una sonrisa. El inspector jefe nunca dejaba de sorprenderlo.
– No sé por qué recuerdo lo de la Rosy Underwing, pero la recuerdo. Por supuesto, lo verificaremos. ¿Qué te parece por Internet? Lo que sí recuerdo es que en Wiltshire hay algunos ejemplares. ¿A quién conocemos en Wiltshire?
– A la familia de Conrad Tarling -repuso Burden tras breves segundos.
– Exacto. ¿Tenemos la dirección?
– Sí, en el ordenador.
Al cabo de veinte minutos disponían de toda la información sobre las mariposas británicas y europeas, así como sobre el historial familiar y la biografía de los Tarling. Los padres de los tres hermanos Tarling vivían en Queringham House, Queringham, Wilts. Wexford ya había consultado el Gran Atlas de Carreteras de Gran Bretaña para calcular las distancias. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza al pensar que tal vez habían encontrado una pista…
– Queringham está justo en la frontera con Hampshire, Mike, a medio camino entre Winchester y Salisbury.
– Eso no está en la costa, ¿verdad? Y además está demasiado lejos. Recuerda que nos movemos en un radio de unos cien kilómetros.
– Está a cien kilómetros, quizás ciento cinco o ciento seis. Tu amiga la actriz se equivocó al decir que Tarling recorría ciento veinte kilómetros para verlos… La exageración típica de los súbditos serviles, diría yo. Debe de ser una gran casa de campo, Mike, con muchos anexos, en pleno hábitat de la Rosy Underwing…, el polvo de cuyas alas han encontrado en la falda de Dora.
– Cuna de activistas famosos y de un terrorista -agregó Burden-. Cuna de un hombre que estuvo a punto de matarse en una protesta contra el transporte de animales.
– Llamaremos a la policía de Wiltshire y en cuanto obtengamos su autorización, haremos una visita a Queringham Hall. Pongámonos en marcha. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
21
¿Necesitaban refuerzos?
La policía de Wiltshire tema vehículos de respuesta armada patrullando por sus carreteras, al igual que la policía de Mid-Sussex. Si Wexford necesitaba alguna clase de ayuda… Todo el país estaba en alerta roja a causa del secuestro de Kingsmarkham.
Wexford repuso que no necesitaba su asistencia, gracias, que sólo iría a echar un vistazo. Ni siquiera pretendía registrar el lugar a menos que la familia Tarling se mostrara de acuerdo, porque no pensaba pedir una orden de registro por el momento. Irían cuatro: él y Burden, acompañados de Vine y Lynn Fancourt. Wexford incluso experimentó cierto alivio ante la perspectiva de alejarse de la comisaría y de la sala de crisis instalada en el antiguo gimnasio. Lo avisarían de inmediato si llegaba algún mensaje de Planeta Sagrado, pero al menos se ahorraría la agonía de esperar.
Setenta y dos horas desde el último.
No encontraron tanto tráfico como había temido. Cruzaron la frontera de Wiltshire a las seis y media, y el río Avon al cabo de unos minutos. Queringham se hallaba entre Mownton y Blick, tierra bucólica de colinas y prados tranquilos rodeados de parajes de belleza excepcional protegidos por Medio Ambiente.
Aquellos terratenientes de toda la vida, observó Wexford, sabían ocultar sus fincas de las miradas curiosas de la plebe. Resultaba imposible divisarlas desde la carretera. Habían construido las casas, dondequiera que se hallaran, doscientos años atrás para luego rodearla de árboles. Por ello, lo único que uno veía al aproximarse era el bosque. Al entrar en la propiedad, uno tenía la impresión de que no podría abrirse camino, de que el sendero acabaña en un muro de follaje.
De repente, el bosque acababa para dar paso a un pedazo de tierra en el que se alzaba la casa. Sin embargo, en este caso no había jardines de plantas exóticas con vistas panorámicas. Aquello no era más que un claro del que habían arrancado toda vegetación a excepción de algunos setos bajos y unos enormes tiestos de piedra en los que crecían a duras penas sendos cipreses. Wexford estaba en lo cierto respecto a los anexos. Se veía una hilera de establos con un campanario en el centro y a la izquierda, detrás de la casa, un granero enorme con un silo cilíndrico aún más enorme y extremadamente feo.
Lo primero que le asombró fue que su visita, la visita inesperada de cuatro agentes de policía, dos de ellos de graduación bastante alta, no extrañó en lo más mínimo a Charles y Pamela Tarling. Al igual que los Royall, estaban acostumbrados a aquella clase de cosas. Por humildes y respetuosos de la ley que fueran, sus hijos no cesaban de atraer la atención de la policía. A buen seguro, muchos agentes de otros cuerpos, probablemente de todos los confines de Inglaterra, se habían acercado por el camino y habían llamado a su puerta para hacerles las mismas preguntas.
Bueno, no exactamente las mismas preguntas.
Los invitaron a entrar y los condujeron a un gran salón característico de las casas de campo inglesas. Ofrecía el aspecto raído, cansino y gastado que sólo aquellos lugares podían tener. La gran alfombra azul y amarilla aparecía deshilachada, gris y pajiza, la tapicería rozada, los largos cortinajes amarillos, cientos de metros de tela, transparentes por el paso del tiempo. En el centro de una mesita se alzaba un descomunal jarrón desconchado lleno de flores muertas, no secas, que salpicaban polen grisáceo sobre la superficie de caoba manchada de cercos blancos.
Los propietarios hacían juego con el lugar. También ellos parecían haber empezado sus vidas con energía, vitalidad y cierto brillo, pero el tiempo, los esfuerzos dedicados a aquella casa y las pruebas a que los sometían sus hijos y el hecho de vivir con ellos habían ajado y desteñido todas aquella cualidades. De hecho, incluso se parecían, dos personas delgadas, altas, de hombros redondeados, cabezas pequeñas, rostros arrugados y cabello canoso y despeinado.
– Nos interesa sobre todo su hijo Conrad -explicó Wexford.
El padre asintió con aire cansado, como si ya lo supiera. Tal vez había respondido con anterioridad a todas las preguntas sobre dónde estaba Conrad, cuándo lo había visto por ultima vez, si visitaba Queringham Hall a menudo. Al cabo de unos instantes, Burden mencionó a Craig, el de las bombas incendiarias.
Pamela Tarling enrojeció. Un rubor oscuro le tiñó el rostro arrugado y desvaído. Se llevó las manos a las mejillas como si quisiera refrescárselas. De algún modo, uno sabía que tenía los dedos helados.
– Son nuestros hijos -repitió sin duda por enésima vez-. Siempre hemos intentado serles leales. Y… son personas valientes y entregadas, con principios y objetivos nobles, sólo que…, sólo que…
– Tranquila, Pamela -la atajó su esposo-. De hecho, yo apruebo eso… ¿Me permiten que les pregunte qué quieren hacer ahora?
– Echar un vistazo por los alrededores, señor Tarling. Por supuesto, puede negarse, pero me gustaría echar un vistazo a algunos de los anexos.
– Oh, yo nunca me niego -comentó Charles Tarling-. Nunca digo que no a la policía, porque siempre acaban volviendo con una orden de registro.