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Por supuesto, cabía la posibilidad de que fuera un actor consumado; Wexford no lo sabía. Salió de la casa en compañía de los demás, pero los Tarling permanecieron en el salón, sentados frente a frente, cambiando miradas desesperadas por encima de la destartalada mesita de la ultima época victoriana.

¿Con qué fin habían instalado el silo? ¿Había sido la propiedad una granja en otros tiempos? De los tejados de los establos faltaba la mitad de las tejas, y las puertas aparecían desquiciadas. El reloj funcionaba, pero nadie se había molestado adelantar las manecillas en marzo, y la hora estaba a punto de cambiar de nuevo. Wexford y Burden escudriñaron el interior mientras Vine abría la puerta de un lugar que podría haber sido una vaquería, una leñera o incluso un granero. De él salió volando una polilla gigantesca; Wexford le echó un buen vistazo, pero no era una Rosy Underwing, sino que más bien parecía una esfinge del aligustre gigante.

Por lo visto, nadie utilizaba aquel anexo desde hacía cincuenta años o más. El suelo era de piedra, a lo largo de las paredes se alineaban hileras de estantes, y bajo la única ventana se veía un gran fregadero de piedra. Sin embargo, no había ningún cuarto de baño ni plantas superiores. Wexford miró por la ventana, pero no daba a nada verde y gris con ocasionales parches azules, sino a una pared de ladrillo con tablones de madera.

– Es una vaquería -constató-. El sótano en el que los tienen encerrados es una vaquería.

– Sí, pero no ésta -replicó Vine.

– No, no ésta.

El sonido de unas ruedas que se acercaban hizo volverse a Wexford. El hombre se acercaba por el patio desaliñado empujando su silla de ruedas tan deprisa como si de una bicicleta se tratara. Guardaba un parecido tan asombroso con Conrad Tarling que podría haber sido él. ¿Eran gemelos? Bastaba con imaginar al Rey del Bosque desprovisto de su porte, reducido a la persona sentada ante ellos en aquella silla, sin la capa dorada, despojado de toda fuerza física…

Al igual que Conrad, llevaba la cabeza rapada. Sin duda había sido tan alto como su hermano en los buenos tiempos, pero ahora su cuerpo aparecía encogido y encorvado, con las rodillas dobladas bajo la manta que las cubría. Sobre aquellas rodillas apoyaba las manos grandes, pero de dedos rechonchos. El rostro era casi idéntico al de Conrad, pero aún más parecido al Ultimo Mohicano, penetrante, oscuro, como moldeado en bronce y contraído de dolor.

– ¿Qué buscan? -preguntó con una voz profunda y bella, aunque llena de resentimiento.

– Inspección de rutina, señor Tarling -explicó Burden, lo que hizo reír a Colum Tarling.

Su risa era amarga, sin sentido del humor alguno, forzada y artificial. Resulta mucho más fácil forzar la risa que el llanto.

– De ésas tenemos muchas -exclamó-. En fin, no les entretendré… Bueno, tampoco podría aunque quisiera, ¿eh? La verdad es que ya no puedo hacer nada. No se puede hacer nada con la médula espinal destrozada.

Desde luego, las personas que se hallaban en semejante situación tenían el poder único de incomodar a los demás si eso les proporcionaba satisfacción, y a todas luces era el caso de Colum Tarling.

– Te gustan todas las cosas buenas, trabajas para defender y proteger la civilización, los seres vivos, la decencia y la humanidad, y lo que hacen es castigarte seccionándote la médula espinal bajo las ruedas de un camión. ¿Le gustaría decir algo al respecto?

A Wexford le habría encantado; de hecho, podría haber hablado durante media hora sin vacilación alguna.

– Puesto que ha tenido la amabilidad de permitimos que continuemos con nuestro trabajo, creo que aprovecharemos su generosidad.

Colum Tarling no había esperado semejante cortesía.

– ¡Vaya! -exclamó-. Un auténtico caballero en la profesión equivocada.

Su padre había salido de la casa y se había detenido tras la silla de ruedas. Wexford observó una mueca de dolor en su rostro al oír que su hijo hablaba con tanta brutalidad de su médula destrozada. En aquel instante apoyó una mano en el hombro de Colum y le susurró algo al oído.

– Entra en casa, Colum -añadió en voz más alta.

– Se limitan a hacer su trabajo -dijo Colum-. ¿Es eso lo que me has susurrado? Es que no te he oído bien.

Acto seguido dio la vuelta a la silla y regresó a la casa más despacio que antes. Sin lugar a dudas, su padre soportaba más de lo mismo cada día, conjeturó Wexford, y aún más cuando el Rey del Bosque iba de visita tras recorrer cien kilómetros por el campo, durmiendo bajo los setos, y aún más cuando iba a ver a su otro hijo a la cárcel. La madre escucharía día y noche historias del horror de quedar aplastado bajo las ruedas de aquel camión, las secuelas fisiológicas de la desgracia, los detalles clínicos, el dolor… Así transcurrirían las conversaciones en esa casa, con la pobreza aristocrática como telón de fondo. Se le antojaba una vida insoportable, pero…

El padre seguía allí.

– Está bastante trastornado -murmuró-. No piense que…

– No estoy pensando nada en particular, señor Tarling.

– Quiero decir que no tiene la médula exactamente «destrozada», en absoluto. Se rompió la espalda, pero hoy en día saben arreglar esas cosas, y claro que ha perdido bastante estatura, pero es su pobre mente la que…

Wexford asintió con un gesto.

– Me gustaría echar un vistazo a esos cobertizos -pidió-, y luego iremos arriba si nos lo permite.

– Por supuesto -espetó Tarling entre desairado e indiferente.

Por lo visto, su hijo Colum creía o fingía creer que buscaban explosivos. Estaba sentado en su silla de ruedas al pie de la escalera, sermoneando a sus padres y a los cuatro policías sobre la vivisección, las especies en peligro de extinción, la caza y la destrucción del dodo.

Puesto que ni Charles ni Pamela Tarling interpusieron objeción alguna, los policías registraron las dos plantas superiores. También allí, de un modo curioso, casi sobrenatural, las características de Queringham Hall se parecían a ciertos aspectos del lugar que Wexford imaginaba como encierro de los rehenes. No, no es que se parecieran, sino que más bien eran… ¿imágenes reflejadas? Era como si Queringham Hall se hallara en una dimensión, y la cárcel de los rehenes, en un universo paralelo donde las cosas eran parecidas, pero con diferencias sutiles porque los acontecimientos y las estructuras habían evolucionado por caminos distintos.

Al igual que el sótano se presentaba como una vaquería en desuso, en el desván encontraron lo que bien podrían haber sido la última prisión de Roxane Masood, un habitáculo pequeño, chato y de techo bajo. Sin embargo, la ventana era demasiado pequeña para que se colara por ella siquiera una mujer muy delgada, y a menos de dos metros de distancia, el tejado de un cuarto de baño sobresalía lo suficiente para amortiguar una caída.

No, aquella sensación se debía a que las casas de campo inglesas con frecuencia se parecen mucho entre sí, pensó Wexford. Sin embargo, ahora sabía algo con certeza. Lo que buscaban era una casa de campo, no una fábrica, un taller o un granero.

Si había mostrado desaprobación hacia aquella habitación o su ocupante en su anterior visita, Karen Malahyde no se había dado cuenta. Siempre procuraba comportarse de forma neutra, sin importar la suciedad ni la pobreza o, para el caso, el lujo y la ostentación de los lugares que visitaba. Pero debía de haber exteriorizado sin darse cuenta sus verdaderos sentimientos, debía de haber hablado en tono reprobatorio o delatado desdén en la mirada, pues Frenchie Collins se negó en redondo a hablar con ella.

– No pienso decir una sola palabra a una estreñida como usted -espetó antes de volverse hacia Damon-. Mírele la cara, con la nariz arrugada como si hubiera pisado una mierda.

– Lo siento, señora Collins -se disculpó Karen con voz tensa-, pero le aseguro que no tiene usted razón.