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– Reg -suspiró Burden.

Wexford se lo quedó mirando en silencio.

– Cabe la posibilidad de que ese baño lleve diez años instalado. Lo podrían haber añadido a ese sótano como…

– Dora dice que es nuevo -lo atajó Wexford-. Y no es un sótano, sino una vaquería.

– Si tú lo dices… Iba a decir que tal vez lo añadieron como parte de una reforma que nunca llegó a terminarse. No tienen que haberlo instalado necesariamente en las últimas semanas, al igual que la leche de soja no tiene que proceder necesariamente de Framhurst ni esa maldita polilla, de Wiltshire. Sherlock Holmes empleaba métodos basados en suposiciones descabelladas, pero nosotros no podemos trabajar así.

– Están en una casa de las inmediaciones -insistió Wexford con obstinación-. Una casa con vistas a la carretera de circunvalación o amenazada por su construcción.

– Voy a llevarte al teatro -anunció Wexford-. Ya sé que es absurdo, pero no quiero que salgas sola, aún no. Jenny puede ir sola si quiere, pero a ti te llevo.

– No tienes tiempo, Reg -señaló Dora en lugar de decir que no iría.

– Sí que tengo.

A media tarde del sábado, cuando ya habían descartado a casi todos los constructores de Kingsmarkham y Stowerton, Nicky Weaver encontró una pista bastante interesante. A. y J. Murray Sisters, una empresa de mujeres con sede en Pomfret y especializada en obras de construcción de poca envergadura, les contó que habían instalado un cuarto de baño para la reforma de una granja de Pomfret Monachorum el mes de junio anterior.

Ann Murray, electricista y la mayor de las hermanas, explicó a Nicky que les había alegrado mucho conseguir aquel trabajo, que habían cazado la oportunidad al vuelo, de hecho. Pese a que la recesión había tocado a su fin, no les había resultado fácil convencer a los habitantes de la zona que las mujeres son contratistas igual de eficaces que los hombres, que todas ellas estaban debidamente cualificadas y que sus presupuestos eran muy ajustados. Los Holgate, una familia de Paddocks, una antigua granja situada en la carretera de Cambery Ashes, cerca de Tancred, las habían llamado porque Gillian Holgate también ejercía una profesión reservada por lo general a los hombres. Era mecánica de automóviles.

La obra había consistido en convertir la despensa de una casita situada junto a la casa principal en un cuarto de baño. La casita, compuesta de una habitación en la planta superior y otra en la planta baja, junto a la cocina, pasaría a ser el hogar de la hija de los Holgate. A. y J. Murray habían iniciado las obras el 10 de junio y las habían terminado el día 15. Maureen Sheridan se había encargado de la fontanería y la electricidad, mientras que Ann Murray había realizado la decoración. Era el momento y el lugar adecuado, o al menos, eso parecía.

Wexford fue allí acompañado de Nicky y Damon Slesar. Bajó del coche delante de la verja de la granja y contempló el valle que se extendía a sus pies. Costaba precisar si desde aquel punto se divisaban o no las obras de la nueva carretera. Entre la granja y el río, que fluía a mucha distancia, se alzaba el bosque de Tancred, por lo que el ruido del tráfico quedaría amortiguado. Cabía la posibilidad de que, una vez construida la carretera, desde la granja se viera un tramo, un triángulo doble de carretera por entre los árboles oscuros y las colinas verdes.

Slesar abrió la puerta, y el coche enfiló un sendero largo y recto de macadán, no de grava. La fachada de la casa principal era de piedrecillas rojas, y el tejado, bastante bajo, era de tejas también rojas. Sobre la superficie dura de color gris oscuro, dos gatos yacían en un rectángulo bañado por el sol, uno dormido y el otro de espaldas, con los ojos verdes abiertos, agitando con gracilidad las patas. Uno de ellos era siamés y el otro, atigrado.

Junto a la casa principal se veía una casita a la que estaban dando una mano de pintura. Encaramada a una escalera baja, una mujer aplicaba con un rodillo pintura de color crema a la pared enyesada.

Wexford y Nicky bajaron del coche, y la mujer, de unos cuarenta años, alta, delgada y enfundada en un mono manchado de pintura, se acercó a ellos con cierta timidez.

– ¿Señora Holgate?

La mujer asintió.

– Somos policías -anunció Slesar.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la mujer con un sobresalto.

– Nada, nada, señora Holgate, nada preocupante.

A esas alturas, Wexford estaba casi seguro de que así era, pese a la presencia de los gatos. La casita era demasiado pequeña para tener el sótano que había descrito Dora. Incluso a aquella distancia se veía que el edificio no medía ni siete por cinco metros. Pero tenía que echar un vistazo. ¿Podían echar un vistazo?

Un poco recobrada del sobresalto inicial, Gillian Holgate dijo que le gustaría saber de qué se trataba. Nicky explicó que tenían entendido que una de las habitaciones de la casita había sido transformada en cuarto de baño tres meses antes.

– Teníamos permiso de obras -aseguró la señora Holgate-. Todo estaba en regla.

A Wexford le pareció bastante gracioso que la mujer lo tomara por un inspector urbanístico. La señora Holgate no les pidió más explicaciones y los condujo al interior del edificio que estaba pintando. Era evidente que alguien vivía allí, si bien su morador no estaba en aquel momento. La habitación de la planta baja estaba amueblada de un modo caótico, pero cómodo, y la estancia medía a lo sumo tres por cuatro.

Wexford se había inquietado al oír que el cuarto de baño instalado por las hermanas Murray contenía una ducha, pues Dora había insistido en que el lugar que había visto sólo tenía un retrete y un lavabo. Por supuesto, cabía la posibilidad de que hubieran retirado o tapiado la ducha antes de encerrar a los rehenes… Era posible, aunque no demasiado probable.

De inmediato se dieron cuenta de que habían llegado a otro callejón sin salida. El cuarto de baño que les mostró la señora Holgate era grande, de paredes embaldosadas y plato de ducha grande. La ventana era de vidrio deslustrado y tenía una cortina. En el salón había un ventanal de dimensiones generosas con vistas al bosque de Tancred.

– Seguro que esto tiene que ver con los rehenes -aventuró la señora Holgate-. Con el Secuestro de Kingsmarkham.

Los policías no confirmaron ni negaron su suposición. Wexford se limitó a asentir enigmáticamente y al salir de nuevo al sol de la tarde estuvo a punto de chocar con una joven que había salido corriendo de la casa principal.

– ¿Es usted el inspector jefe Wexford? -preguntó casi sin resuello.

– Sí.

– Tiene una llamada.

– ¿Yo? ¿Está segura?

Pero si llevaba el móvil. Y además, ¿quién sabía que estaba allí? Nadie.

Siguió a la joven al interior de la casa. El teléfono estaba descolgado sobre la mesilla del recibidor.

– Wexford -dijo.

– Aquí Planeta Sagrado.

– Ryan Barker -constató Wexford.

– No hemos tenido noticias suyas. No ha seguido nuestras instrucciones. Si en las noticias de la noche no anuncian la revisión completa del plan de la carretera de circunvalación, la señora Struther morirá.

Alguien le había escrito aquella perorata. Leía las palabras muy nervioso, con voz estridente.

Wexford maldijo para sus adentros a aquel puñado de desgraciados que no dudaban en explotar de aquel modo a un niño.

– ¿A qué noticias te refieres, Ryan?

– Un momento, por favor.

Wexford lo oyó hablar con otra persona.

– Las de las siete. En caso contrario, la señora Struther morirá, y esta noche les enviaremos el cadáver a Kingsmarkham.

– Espera, Ryan. No te muevas. ¿Estás en el Brigadier?

No obtuvo respuesta, sólo un leve jadeo.

– Lo que pides es imposible y lo sabes -prosiguió Wexford.

– Tendrá que hacerlo posible -insistió Ryan Barker con voz cada vez más fría y distante -. Dígaselo a la prensa y también al gobierno. Dígales que la señora Struther morirá. Estamos dispuestos a matarla. Somos Planeta Sagrado, y nuestra misión es salvar el mundo -añadió con voz forzada, a todas luces acuciado por sus compañeros.