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Después de llamar al jefe de policía para transmitirle el último mensaje de Planeta Sagrado, Wexford salió de la casa de los Holgate, subió al coche, cruzó la verja de entrada y se apeó de nuevo para contemplar el valle a través de los prismáticos.
En algún lugar, en una casa, una casa grande, una de las casas semiocultas entre colinas y bosques… Había centenares. Y si no la encontraban en las horas siguientes, una mujer moriría. La segunda mujer, en este caso un asesinato deliberado. Y ocurriría porque el gobierno no anunciaría la anulación de la construcción de la carretera bajo ningún concepto, bajo ninguna circunstancia, por graves que fueran las amenazas. Por ello, la tragedia acaecería a menos que Wexford localizara en cuestión de pocas horas la casa en que estaban encerrados los rehenes.
– Ni una palabra a los medios de comunicación -instruyó Montague Ryder cuando Wexford entró en su despacho de la jefatura-. Debemos guardar el secreto mientras podamos.
La expresión «mientras podamos» sonaba siniestra. De hecho, significaba «hasta que aparezca el cadáver de Kitty Struther».
Examinó el mapa colgado de la pared. Era una ampliación de la zona central de Mid-Sussex. Ryder le hizo una seña y trazó con el dedo un óvalo que abarcaba Kingsmarkham, Stowerton, Pomfret y Sewingsbury, las aldeas de Framhurst, Savesbury, Stringfield, Cambery Ashes y Pomfret Monachorum, sin incluir los lugares situados al sur de la población, ya que no resultarían amenazados por la construcción de la nueva carretera. Desde ninguna de las casas de esa zona se vería la vía.
– ¿Y ése es el criterio que aplica?
– Uno de ellos -puntualizó Wexford-, puede que el más importante.
¿Sabía Kitty que tenían intención de matarla? No se lo preguntó a Montague Ryder, porque el jefe de policía no podía más que hacer conjeturas, como él. Kitty había sido y sin duda aún era la más timorata de los rehenes, la más vulnerable, la menos controlada y capaz de sacar fuerzas de flaqueza. ¿Estaba aún con su marido o los habían separado?
Y ahora se hallaba en la espantosa situación de no tener nada que hacer. Durante diez días, todos ellos habían trabajado muy duro, al límite de sus posibilidades, y lo único que habían conseguido era delimitar un radio de unos ochenta kilómetros. Lo único que quedaba por hacer era encontrar la aguja en el pajar o esperar a que apareciera otro saco de dormir con el cadáver de otra mujer.
– Vigilaremos Contemporary Cars -anunció a Burden-. No creo que vuelvan al mismo sitio, pero no me atrevo a correr el riesgo.
– La comisaría es otra posibilidad, al igual que la casa de la señora Cox y la de la señora Peabody. También el edificio de Concreation y el Brigadier.
– Y tu casa, y la mía…
Estaban sentados precisamente en el salón de casa de Burden, o mejor dicho, Burden estaba sentado mientras Wexford se paseaba por la estancia como un oso enjaulado.
– La redacción del Courier -dijo-. El extremo de la carretera que da a Stowerton y el que da a Pomfret.
– Ryan ha hablado de Kingsmarkham.
– Cierto, y además no podemos vigilar todos esos lugares; no tenemos personal suficiente.
– ¿Ha pensado alguien en utilizar un helicóptero para buscar el lugar? Sabemos que están en un radio de ochenta kilómetros, ¿no?
– ¿Qué podrían ver desde un helicóptero, Mike? ¿Casas de campo con anexos? Hay cientos. No creo que los rehenes estén en el tejado, ondeando banderas de socorro.
Burden se encogió de hombros.
– Los de Planeta Sagrado verán las noticias de la tarde de la BBC, que los sábados son a las cinco o a las cinco y cuarto, y media hora más tarde empiezan las de la ITN. Si no emiten ningún comunicado, procederán a matar a Kitty Struther. ¿Es eso lo que ocurrirá?
– No sé si «ocurrirá», Mike -masculló Wexford con amargura-. Ya son las seis menos veinte; es posible que ya esté ocurriendo, y no podemos hacer nada para evitarlo.
Corriente arriba, cerca de Watersmeet, donde el arroyo que pasa bajo High Street, en Kingsmarkham, confluye con el río, el Brede pasa entre anchos prados y serpentea por bosquecillos de alisos y sauces. En un punto del trayecto, los guijarros del río son tan grandes y de forma tan regular que forman una suerte de dique sobre el que el agua inexorable cae hacia el estanque que se forma debajo. Ese lugar se llama Stringfield Weir y lo domina el molino de Stringfield, construido hace muchos años, cuando parte de la tierra era cultivable y se necesitaba el molino para moler el maíz.
La noria había desaparecido hacía mucho. El molino nunca había tenido aspas. El edificio, de tabla de chilla blanca y ladrillo rojo, una estructura enorme y hermosa, había sido convertido unos diez años antes en un teatro donde diversas compañías presentaban sus obras con regularidad. El sendero que conducía hasta allí desde Pomfret Monachorum era bastante ancho y se encontraba en buen estado. Una vez allí, el espectador tenía todo lo que una persona civilizada en busca de cultura podía desear: un gran aparcamiento oculto entre árboles muy altos, un restaurante con vistas al río, una panorámica espléndida del puente Stringfield y los bosques, prados y colinas que se extendían más allá, y por supuesto, un auditorio con capacidad para cuatrocientas personas.
Una de las desventajas residía en que, atraídos por los focos, los insectos voladores, tales como polillas, mariposas y típulas atormentaban a los actores sobre el escenario. Decía la leyenda que un murciélago se había enredado en el cabello de una actriz mientras representaba el papel de Julieta. Wexford, que no había estado nunca allí, creía que el lugar podía estar infestado de mosquitos, por lo que aconsejó a Dora y Jenny que evitaran la terraza situada sobre el río y permanecieran en el interior del edificio para tomarse la copa de vino previa a la representación.
– Vendré a buscaros después de la obra -anunció-. ¿Os parece bien a las once menos cuarto?
– Podemos volver en taxi, Reg -suspiró Jenny-. Tendría que haber venido en coche; la verdad es que no sé por qué no lo he cogido. De todos modos, no tenemos intención de irnos de copas.
– Bueno, pues ahora podéis tomaros unas cuantas…, bueno, no muchas. Vendré a buscaros, así que no os preocupéis.
Extinción, con Christine Colville y Richard Patón, duraba tres horas sin contar los dos entreactos, según leyó Wexford en el programa que distribuían en el vestíbulo. La obra, del propio Jeffrey Godwin, alternaba su texto con una versión moderna de Noche de epifanía o lo que queráis y con Sonata de Espectros, de Strindberg. Una compañía ambiciosa que ponía el listón muy alto.
– ¿Cómo está Sheila? -preguntó una voz a su espalda.
Wexford se volvió hacia un hombre alto y barbudo de cabello castaño rizado y aspecto afable.
– Usted debe de ser Jeffrey Godwin -dijo-. Wexford…, aunque ya lo sabe. Sheila está muy bien. Acaba de tener una hija.
– Lo leí en el periódico -repuso Godwin-. Es estupendo. Espero verlas a ambas en un futuro no muy lejano. ¿Se queda a ver la representación?
Wexford explicó que no, que últimamente estaba bastante ocupado, pero que su mujer y una amiga suya sí la verían. Se despidió de Godwin, regresó al aparcamiento y rodeó los jardines bañados por el sol y por la fragancia de las rosas tardías.
Al llegar a Kingsmarkham se dirigió hacia la comisaría y entró en el antiguo gimnasio. Damon Slesar, Karen Malahyde y tres administrativos se sentaban ante sendos ordenadores. Wexford anunció a los dos sargentos que ya había pasado la hora de las brujas, pues eran las siete y media. Faltaban un par de horas para que llegara el momento de que Planeta Sagrado devolviera el cadáver de Kitty Struther.