Era una planta de hojas finas, delicadas y puntiagudas, así como zarcillos rizados. Estaba en flor, y a buen seguro, sus flores resultarían espectaculares de día, aunque ahora aparecían cerradas, algunas de ellas como paraguas plegados, otras marchitas y acabadas.
– ¿Qué planta es? -preguntó a Wexford al cabo de un momento.
– Oiga – masculló Godwin al tiempo que se levantaba.
De repente, su voz suave y pensativa adquirió un tono huraño.
– Oiga, si pretende registrar el jardín en busca de alucinógenos o lo que sea, lo lleva claro. Hay cientos de ellas. Amapolas comunes, por ejemplo… Pero esto no es cannabis, ¿eh? Es una campánula, una trepadora bastante complicada de cuidar, porque no es muy resistente, y además con esta planta no tendría semillas ni para llenar un dedal…
– Por favor, señor Godwin, no pertenezco a la brigada de narcóticos. Estoy buscando a dos rehenes que se encuentran en manos de la banda que los secuestró hace diez días. Esta planta… -comentó en un intentó de evitar una explicación demasiado detallada-. Es posible que desde su encierro se divise esta planta o una muy parecida.
– Bueno, aquí no están, se lo aseguro.
Wexford echó un vistazo a los jardines, la luna que se elevaba en el cielo, la pared trasera del molino, cubierta de flores… No había anexos, cobertizos ni garajes a la vista. La luz de luna, extraordinariamente blanca para proceder de aquel gajo dorado, lo iluminaba todo, mostrando cada detalle del jardín.
– Eso ya lo sé -dijo-. No hace falta que se ponga a la defensiva, señor Godwin, no lo estoy acusando de nada, créame. Sólo necesito su ayuda.
De inmediato obtuvo una mirada más pacífica. Para cualquiera que entendiera de aquellas cosas era evidente que Godwin era culpable y se ponía a la defensiva porque habría probado buena parte de esas drogas de jardín; probablemente cultivaba cannabis en algún lugar, fumaba cápsulas de catalpa y mascaba hongos alucinógenos. Como él mismo había insinuado, la lista era interminable, pero no era el momento de ahondar en el tema.
– Hábleme de esta planta, ¿quiere? ¿Las flores son azules?
– Mire -indicó Godwin mientras arrancaba una de las flores, desplegaba los pétalos cerrados y dejaba al descubierto un corazón del azul celeste más intenso que pudiera imaginarse-. Bonito color, ¿verdad? La silvestre que crece aquí como mala hierba es blanca, por supuesto, y su primo pequeño es el convúlvulo rosado.
– ¿Sale cada año? -inquirió mientras buscaba el término exacto-. ¿Es perenne?
– Planté unas semillas -explicó Godwin con renovada afabilidad-. ¿Por qué no entra conmigo en el teatro? Lo invito a una copa mientras espera a las señoras. Ah, una cosa… -añadió en tono desafiante-. Que conste que yo también secuestraría a unas cuantas personas si creyera que eso detendría la construcción de esa maldita carretera…
Wexford rodeó con él el molino, saliendo de las sombras iluminadas por la luna para adentrarse en la intensa luz artificial. En la mano sostenía la flor y la hoja que Godwin le había dado. ¿Dónde había visto con anterioridad flores y hojas como aquellas? Hacía muy poco, de hecho…
– ¿Se mueven?
Se hallaban en el bar desierto. Wexford tomaba agua con gas, Godwin, una pinta de cerveza rubia.
– ¿Cómo que si se mueven?
– ¿Es posible que las flores salgan un día en un sitio y al día siguiente en otro?
– Cada flor vive un día, así que, en términos generales, sí. Es muy probable que un día se abran todas en una zona y al día siguiente, en otra, no sé si me entiende. Claro que en los días muy nublados no salen…
Los días nublados, como los que habían tenido últimamente… ¿Dónde había visto antes aquella planta?
26
El teléfono móvil permanecía en silencio, y no tenía mensajes en el contestador de casa. Después de llevar a Jenny a casa y de que Dora fuera a acostarse y se durmiera de inmediato, Wexford llamó a todos los agentes que montaban guardia. Nada. La población estaba en calma, más tranquila de lo habitual, con menos tráfico, al parecer. Sólo se habían producido dos incidentes: un intento de robo en una tienda de Queen Street y un exceso de velocidad.
Eran las doce menos diez; habían transcurrido casi cinco horas desde el ultimátum fijado por Planeta Sagrado. Se dio cuenta de que calculaba la investigación en minutos. Tiempo, tiempo, todo era cuestión de tiempo. ¿La habían matado? ¿La matarían? Cabía la posibilidad de que el cadáver estuviera a pocos metros de donde se hallaba en ese instante, sentado en la oscuridad de su casa.
Recordó otra medianoche, la noche en que regresó Dora. Lo despertó la luz de la luna en el rostro, o tal vez el sonido de los pasos de su mujer en la grava. Habían encontrado grava en el saco de dormir que contenía el cadáver de Roxane Masood. Tenía que aferrarse a eso. Y en la ropa de Dora habían encontrado polvo de ala de una polilla que sólo vivía en Wiltshire. Pelos de gato y olor a acetona. Un tatuaje en forma de mariposa. Wexford abrió los ventanales y salió al jardín. Acababa de ocurrírsele una idea espeluznante.
La noche en que volvió Dora, Wexford creyó que la habían convertido en mensajera de Planeta Sagrado y que la banda iría a por él personalmente. ¿Y si el cadáver de Kitty Struther aparecía en su casa? Podrían haberlo llevado mientras él y Dora estaban fuera.
La luna en forma de hoz pendía de lo alto del cielo, navegando blanca y plateada en un mar de nubes, no lo bastante llena ni brillante para iluminar demasiado. Cogió una linterna y registró el jardín. Contuvo el aliento, abrió las puertas del garaje y alumbró el interior. Nada, gracias a Dios. Aún quedaba el cobertizo del jardín. Durante quince segundos supo lo que encontraría dentro, pero aun así volvió a contener el aliento, abrió la puerta y encontró lo de siempre, un cortador de césped, herramientas, bolsas de plástico viejas y demás trastos.
Aquello no demostraba nada. Por supuesto que no, pero su mente no opinaba lo mismo. Empezó a ver toda clase de cosas irracionales, por lo que se sentó en una silla para pensar en todo ello.
La cosa azul. Ahora sabía qué era y también sabía dónde estaba. Se le ocurrió de repente, como una revelación, una imagen vaga, pero vista con claridad. Pero era imposible… Al cabo de un rato cogió la sección de la S a la Z de la guía telefónica de Londres, marcó un número y no obtuvo respuesta. Acto seguido llamó a Burden.
Era más de medianoche, pero Burden no dormía; ni siquiera se había acostado.
– ¿La han encontrado? -preguntó al oír la voz de Wexford.
– No -repuso Wexford, completamente seguro de ello-. Y no la encontrarán.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Cuándo prefieres ir a Londres? -inquirió Wexford en lugar de contestar-. ¿Ahora o a las seis de la mañana?
– ¿Tengo elección? -quiso saber Burden tras un breve silencio.
– Claro.
– Bueno, de todas formas no podré dormir porque estoy demasiado nervioso, así que vayamos ahora.
Debió de existir una época en que conducir era siempre así, recorrer carreteras desiertas que olían a campos de camomila en lugar de gasolina y gasóleo. Incluso la autopista fue vacía los primeros diez minutos, hasta que los adelantó por el carril izquierdo un Jaguar que rebasaba en al menos treinta kilómetros el límite de velocidad. Las frías farolas ahogaban el fulgor de la luna. En las afueras de Londres vieron una lechuza posada sobre un cable telefónico, y en Norbury, un zorro cruzó la carretera delante de su coche.
– Ya es domingo -comentó Wexford-. Pero he llamado a Vine y le he dicho que a primerísima hora busque a alguien que le pueda dar una orden de registro.
– ¿Giro por Balham o cruzo el puente de Battersea? -preguntó Burden.
– Puedes torcer a la izquierda o seguir recto. Da igual siempre y cuando crucemos el río más o menos en el centro.