– Ha hecho un buen trabajo, Reg -alabó el jefe de policía.
– No he hecho un buen trabajo -replicó Wexford-. Podría haber salvado la vida de un hombre y no lo hice.
Dora dijo que debería haberlo sabido, que debería haberse dado cuenta de que los Struther fingían. A fin de cuentas, no eran actores profesionales, ¿verdad?
– Hoy en día todo el mundo es actor -replicó Wexford-. La gente lo aprende en la tele. Fíjate en las personas a las que entrevistan después de una catástrofe. No dan muestras de timidez, se comportan como si recitaran un guión aprendido de memoria o leyeran el texto de un chivato.
– ¿Por qué me soltaron, Reg?
– En un principio creí que porque habían descubierto quién eras a través de Gary y Quilla, pero no era cierto. Sabían quién eras porque Slesar lo sabía. Por cierto, llevaba guantes no porque le pasara algo en las manos, sino para hacerte creer que les pasaba algo. Y no fue porque creyeran que podías haber visto la campánula…
– No entiendo por qué no la podaron -lo interrumpió Dora.
– Probablemente porque Kitty Struther se lo prohibió. Recuerda que ella misma plantó las semillas de esa planta. Seguro que le encantaba. No podéis la ipomea bajo ningún concepto, debió de decirles, y con la jefa no se discute. No, te soltaron porque te habían puesto pistas falsas…
– ¿Que me habían qué?
– Eres mi mujer, así que cuando llegaras a casa, lo primero que haríamos sería interrogarte y someter tu ropa a pruebas forenses. Si hubieran soltado a Roxane o Ryan, ¿quién sabe lo que habría pasado con su ropa antes de que llegara a nuestras manos? Quizás habría aterrizado en la lavadora o habría pasado por el cuidadoso cepillo de mamá.
Se detuvo un momento, pensando en Clare Cox, que nunca volvería a ocuparse de la ropa de su hija. Exhaló un suspiro.
– Sabían que eso no pasaría con tu ropa. Sabían lo que ocurriría, que yo metería tu ropa en una bolsa estéril en cuanto te la quitaras. Te habían llenado la falda de pistas falsas, limaduras de hierro, pelos de gato, que Slesar obtuvo de la colección de pelajes de animales domésticos de su madre. También se aseguraron de que salieras de allí con la imagen de un tatuaje en el brazo de un hombre y un olor parecido al que provocan ciertas enfermedades renales. El tatuaje no era más que una calcomanía, y el olor se debía a que el hombre llevaba en el bolsillo un pañuelo empapado en quitaesmalte. La mayoría de estos detalles fueron idea de Slesar, y en parte, espero no estar siendo demasiado paranoico, creo que se estaba vengando de mí por haberle humillado en público.
– ¿Hiciste eso?
– Digamos que él lo creía.
Dora meneó la cabeza con aire pensativo.
– Reg, conoces la identidad de todos menos del Conductor. Aún no sabes quién es el Conductor.
– Sí lo sé. Mañana lo detendremos, y esos pobres Tarling tal vez se convertirán en los únicos padres de Gran Bretaña con tres hijos en la cárcel cumpliendo cadena perpetua. El Conductor es Colum, el hermano de Conrad.
– Pero ¿no va en silla de ruedas?
– Cualquiera puede ir en silla de ruedas. Dora. Como dijo su padre, gran parte del problema residía en su «pobre mente». Dijiste que caminaba de un modo extraño, como rígido, pero no prestamos atención a ese detalle.
– Así pues, ¿todo ha terminado?
– Sí. Todo ha sido en vano. Una joven con toda la vida por delante ha muerto, al igual que un joven descarriado. Un niño incapaz de distinguir la verdad de la fantasía representará durante años un problema para toda clase de psiquiatras y asistentes sociales. Seis personas acabarán entre rejas. Y la carretera de circunvalación se construirá a fin de cuentas.
– No si podemos evitarlo -replicó Dora-. Esta noche hay una reunión de KCCCV para preparar la manifestación del sábado. Lo único que nos ha enseñado toda esta historia es que el valle del Brede y Savesbury Hill merecen que luchemos por ellos. Veinte mil personas vendrán a Kingsmarkham este fin de semana.
Wexford suspiró y asintió con un gesto. Con toda probabilidad, no era la primera vez que el encargado de investigar un secuestro estaba totalmente de acuerdo con las reivindicaciones de los secuestradores pese a detestar sus métodos. En cualquier caso, poco importaba. Sonrió a su mujer.
– Ah, Reg, y después me gustaría ir a pasar unos días con Sheila y el bebé…, si me llevas a la estación -añadió ella con una media sonrisa.
Ruth Rendell