– ¿Qué han estado haciendo durante lo que ella considera un largo rato desde que la ataron?
– No lo sé -repuso Vine-. Lo más probable es que no fuera tanto rato. Estaba asustada, lo que no es de extrañar, y por eso le ha parecido tanto rato. Seguro que no fueron más que un par de minutos.
– O sea que la atan, cierran las dos puertas, cogen la calderilla y tiran un par de cosas por ahí para que parezca un registro… ¿Y todo eso con una pistola?
– Seguro que era de juguete. Nadie ha resultado herido, se han llevado muy poco dinero, no han ocasionado daños…, y sabes muy bien que nunca los encontraremos.
– Qué actitud tan derrotista, sargento Vine -comentó Lynn, que tenía veinticuatro años, acababa de salir de la academia y aún era toda entusiasmo.
– Un momento, joven Lynn. No quiero decir que no vayamos a inspeccionar el lugar para ver si encontramos huellas que coincidan con las de algún villano conocido. Seguiremos el procedimiento de rutina, pero han pasado bastantes cosas parecidas últimamente, aunque reconozco que lo de las máscaras y la pistola es nuevo.
Cuando Burden tuvo noticia del incidente, de inmediato se aferró al hecho de que uno de los conductores de Contemporary Cars era Stanley Trotter. Uno de los asaltantes podría haber sido él.
– Tanya Paine lo habría reconocido -objetó Vine-. Además, ¿por qué iba a hacer una cosa así? Podía buscar lo que quisiera sin necesidad de atar a la chica.
– ¿Dónde está?
– Allí, creo. Todos vuelven a mediodía para entregar el dinero a Samuels. Están todos allí… Bueno, todos excepto Barrett, que está de vacaciones.
Burden fue a Station Road acompañado de una entusiasmada Lynn Fancourt. Tanya Paine volvía a operar los teléfonos sin haber sufrido mengua alguna en apariencia. Los hizo pasar a la cocina, donde Trotter estaba sentado delante de un televisor en blanco y negro, comiendo una hamburguesa y con un plato de patatas fritas sobre las rodillas.
– ¿Qué tal si me cuenta dónde estaba entre las diez y las doce? -empezó Burden.
Trotter dio otro bocado a la hamburguesa.
– Llevando clientes de y a la estación -repuso con la boca llena-. Y después del tren de las diez y diecinueve, Tanya me llamó para que fuera a buscar a un cliente en Pomfret… Masters Street número quince, Pomfret, para ser exactos. Lo llevé a la estación, recogí a otros clientes allí y los llevé a Stowerton. Por entonces ya eran las once y media, así que me tomé un descanso. A las doce menos diez estaba de vuelta en el taxi y luego me quedé en la estación, pero al no recibir ninguna llamada más, me pareció muy raro, porque nunca había pasado.
– ¿Y entonces?
– Pues me vine para acá.
– Me gustaría saber el nombre del cliente al que recogió en Pomfret.
– No sé cómo se llama, ¿por qué iba a saberlo? Tanya me dijo que fuera a Masters Street número quince, y eso es lo que he hecho.
Burden preguntó a Tanya el nombre del cliente, pues suponía que lo tendría todo registrado. La joven se lo quedó mirando sin expresión alguna.
– Para eso tendría que escribirlos -dijo como si escribir pudiera compararse a dominar una lengua dificilísima, como el ruso, por ejemplo-. Pete está pensando en comprar un ordenador si encuentra uno de segunda mano.
– O sea que no sabe cuántas llamadas recibe.
– Yo no he dicho eso. Sé cuántas llamadas recibo porque más o menos las apunto.
Les mostró una hoja de papel con treinta o cuarenta garabatos en lápiz.
– ¿Qué hay del cliente al que recogió en la estación después de eso? -preguntó Burden a Trotter.
– Lo llevé a Oval Road, Stowerton. Al número cinco o siete, no me acuerdo. Pero él se acordará de mí, igual que el tipo de Pomfret.
Trotter se quedó mirando a Burden con expresión gélida. No ofrecía aspecto de culpable, sino de persona que no tiene nada que ocultar. Burden no sabía qué relación podía guardar el incidente acaecido por la mañana en Contemporary Cars con el asesinato de Ulrike Ranke, pero en eso consistía precisamente la labor policial, en hallar conexiones donde al parecer no existían. Regresó al despacho al que se había retirado Tanya Paine y la encontró poniéndose rímel violeta ante un espejo de mano, con los labios fruncidos y la nariz arrugada.
– ¿Considera posible que uno de los hombres que la ató fuera uno de los conductores de la empresa?
– ¿Cómo dice? -exclamó Tanya al tiempo que se volvía y se deslizaba la lengua húmeda por los labios.
Burden se dispuso a reformular la frase.
– Los dos hombres que la asaltaron… ¿Cree que quizás conocía a uno de ellos o a los dos? ¿Le sonaban?
Tanya meneó la cabeza, asombrada ante el nuevo giro que adquiría la investigación.
– ¿Hablaron?
– Uno de ellos sí. Me dijo que me callara y que así no me pasaría nada.
– O sea que no oyó la voz del otro hombre.
De nuevo aquella expresión atónita.
– Entonces el otro iba enmascarado y además no le oyó usted la voz, por lo que no puede asegurar que no lo conociera, ¿verdad? Si no le vio la cara ni le oyó la voz, podría tratarse de alguien a quien usted conoce muy bien.
– No sé a qué se refiere -suspiró Tanya Paine-. Estoy confusa. Me han atado y amordazado. Ha sido horrible y quiero asesoramiento psicológico. Al fin y al cabo, soy una víctima.
– Nos ocuparemos de ello -prometió Lynn en tono comprensivo.
Burden se llevó a Lynn Fancourt a Stowerton, donde averiguaron que en el número cinco de Oval Road no habían llevado a nadie en taxi aquella mañana. En el número siete no había nadie, lo que significaba que habían vuelto a salir o que Trotter mentía, alternativa que Burden prefería. En el número nueve, una mujer les dijo que su vecino se llamaba Wingate, pero que no tenía idea de si un taxi lo había llevado esa mañana a casa desde la estación de Kingsmarkham, ni de dónde podía hallarse en aquellos momentos.
El cliente de Pomfret, si es que existía, podía seguir en Londres, Eastbourne o cualquier otro destino al que hubiera viajado en tren, pero habían transcurrido más de tres horas, por lo que cabía la posibilidad de que hubiera regresado. Lynn llamó a la puerta del número quince de Masters Road, un chalé del período de entreguerras con vistas a la futura carretera de circunvalación.
La mujer que abrió la puerta estaba de bricolaje, sin lugar a dudas. Tenía las manos, los vaqueros, la camisa y el cabello manchados de esmalte brillante color magnolia. Parecía acalorada y de mal humor. No, no tenía marido. Si se referían a su compañero, se llamaba John Clifton y, sí, había tomado el tren de las diez y cincuenta y uno con destino a Londres. Un taxi lo había llevado hasta la estación de Kingsmarkham, pero no lo había oído llamarlo, no había visto llegar el vehículo, no sabía de qué empresa era ni quién conducía. John se había despedido de ella desde la puerta y luego había salido…
– ¿Qué le ha pasado? -preguntó con repentina alarma.
– Nada, señorita…
– Kennedy, Martha Kennedy. ¿Seguro que no le ha pasado nada?
– Quien nos interesa es el taxista -explicó Lynn.
– En ese caso, si me disculpan, me gustaría acabar las puertas antes de que vuelva John.
Burden anunció que llamarían más tarde. La mujer les cerró la puerta en las narices con cierta brusquedad. En el camino de regreso a Kingsmarkham se cruzaron con Wexford, que se dirigía hacia Pomfret Tye para tomar parte en la visita con el jefe adjunto de policía y los ecologistas.