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– No llames mala suerte, tú -le reprendió López. -Tranquilos, que no se van a asomar -apostó Klemper.

Ganaron el camino y subieron hacia donde estaba Balaguer, muy tieso, con los dos fusiles apoyados en los hombros y cruzados tras la cabeza. Miraba la luna y el paisaje que ésta alumbraba como si acabara de hacer un alto en mitad de una plácida excursión campestre. Había que reconocer, con todo, que hacía una hermosa noche.

– Nada. Dos panolis -informó el mulato a sus compañeros, cuando alcanzaron su posición. Balaguer tenía debilidad por aquella palabra. Le había hecho gracia cuando la había oído por primera vez, ya en el Tercio, y la usaba siempre que podía. Ocasiones no le faltaban.

El sargento emergió entre las sombras. Venía carraspeando y limpiando el machete con un trozo de tela mugrienta.

– No se lo esperaban -dijo-. Buen tiro, Faura. Y a tiempo.

El sargento señaló, con un gesto que a Faura se le antojó algo irónico, el impacto en el árbol. Pero la felicitación parecía sincera. Faura vio a Gallardo inclinado sobre uno de los cuerpos. Casals estaba más allá, agachado junto a un pozo de tirador. Pronto comprendió lo que estaban haciendo. Casals agitó algo en dirección a ellos. Gallardo, con esmero pero no demasiada soltura, aplicaba el filo del machete sobre la carne que intentaba seccionar. A la luz de la luna, Faura distinguió los ojos espantados del moro, el tajo en la garganta. No había pánico ni asombro más grandes que ésos, los de los ojos de los degollados.

– Se le ha ocurrido a Casals explicó Balaguer-. Cortarlas y llevárselas a ese de la segunda compañía que las colecciona.

Casals ya venía hacia ellos, envolviendo sus cartilaginosos trofeos en un trozo de venda que había cortado del turbante de su muerto. A Gallardo la operación se le resistía, pero se lo tomaba con buen humor:

– Coño, voy a tener que afilar mejor este puto machete. Las tienen bien pegadas, los muy cabrones.

Bermejo volvió la mirada hacia donde se afanaba el gaditano.

– Vamos, Gallardo, acaba de una vez -le ordenó el sargento-. Si queréis recoger esa porquería, allá vosotros, pero ándate un poco más vivo, que todavía nos queda camino por delante.

Faura no quiso acercarse a los muertos. No sentía excesiva curiosidad por ellos. Sí por el parapeto que había ímprovisado uno al pie del árbol. O por el pozo de tirador desde el que había estado disparando el otro, con el frente protegido por un rudimentario través de ramas. Entre los dos había un zurrón, del que al abrirse se habían escapado unos cuantos higos secos. Los imaginó cuando aún estaban vivos, llevándose de cuando en cuando a la boca el dulzor correoso de los higos, entre tiro y tiro al bulto del blocao; bromeando entre ellos con el miedo o la exasperación que debía producirles a los soldaditos encerrados el ruido de las balas al morder la madera de las defensas laterales o la chapa acanalada del techo. Pensaban pasar la noche así, distraídos, y acaso charlando también de sus cosas. De alguna Fátima a la que le habían echado el ojo, de los españoles a los que se habían cargado o se esperaban cargar. Pero aquella noche no estaba de Alá que pudieran cumplir su plan, sino que cayeran bajo el filo de los machetes. Los hombres, pensó entonces Faura, no eran más que el último de los insectos. Y estaba bien que fuera así. Que a uno lo acabaran sin esperarlo, cuando andaba ocupado en minucias. Así quería terminar él. No les envidiaba el segundo de horror, el de sentir desparramarse la sangre y la vida sobre el pecho. Pero el resto, y sobre todo lo que eran ahora, sí. Estaban en paz, y desde algún sitio se reían de los bobos carniceros que se entretenían en rebanarles las orejas y seguían jugando a ser alguien bajo la mirada de un Dios que lo despreciaba todo. Por eso, y también porque le daba asco, Faura observó sin el regocijo de los otros el despojo que les enseñaba Casals. No pensaba participar en su fiesta carroñera.

Gallardo, al fin, había acabado lo suyo. Vino precipitadamente, tropezándose. El sargento, sin aguardar a que llegara, meneó la cabeza y echó a andar hacia el camino. El pelotón se fue alineando tras él.

– Mi sargento -dijo Balaguer-. ¿Qué hacemos con sus fusiles?

– No cargues con ellos -resolvió Bermejo-. Sácales el cierre y tíralos.

Balaguer cumplió la orden con presteza y eficacia. Sin los cierres,, los dos fusiles eran chatarra inservible, y como tal los arrojó, tras quitárselos, sobre el cadáver de uno de los tiradores. Quiso el capricho que las dos armas quedaran en forma de cruz, sobre el cuerpo arqueado del moro muerto. Faura, que reparó en la simbólica coincidencia, no se planteó ni por un instante que significara algo. Nada significaba nada. De la nada venían y hacia la nada caminaban, y, congruente con aquella nada absoluta, el vano canturreo de Gallardo volvió a marcar el paso del pelotón, bajo la luna falsamente compungida.

8

Dejaron atrás el blocao. Libres de los dos pacos, quienes lo ocupaban acaso pudieran aquella noche conciliar el sueño durante unas pocas horas. Siguiendo el camino y la determinación del sargento, los legionarios se fueron metiendo en la tierra enemiga. Aquí y allá divisaban sobre el costado de los montes la mancha blancuzca de los aduares, parcialmente escamoteada por la salpicadura oscura de las chumberas que se apelotonaban a su alrededor. Ni un alma se asomaba, pero todos iban con cien ojos y procurando no hacer ruido, porque sabían que en cualquier momento se podían tropezar con una partida de enemigos que les aguara la noche. En lo más alto del Uixan se veía el resplandor de alguna hoguera. Así se llamaban los unos a los otros a la rebelión. Alrededor de aquellos fuegos, encendidos como un desafío sobre la cresta de los montes, se convenían estrategias y se transmitían instrucciones. Pasmaba a Faura, como a los otros, que aquella gente pareciera indisciplinada y desastrada en casi todo y, que sin embargo, mostrara tal grado de compenetración a la hora de organizarse para combatir. Su ejército, la harka, se hacía y deshacía para cada ocasión, pero actuaba con una contundencia y un coraje que hacía olvidar su carácter accidental. Si uno los observaba superficialmente, nadie parecía obedecer a nadie y cada cual se movía al dictado de su propio impulso y conveniencia: no era extraño que de pronto los combatientes que defendían una posición la abandonaran sin razón aparente; porque se aburrían, se cansaban o de repente les apetecía irse a otra parte. Y con todo y con eso, tenían una táctica y unos objetivos a los que servían sin desmayo, y sin arredrarse en ningún momento ante la superioridad en armamento y medios de los españoles. No aflojaban cuando asediaban, ni tampoco cuando resistían en algún sitio que creían necesario defender.

Los legionarios siguieron así durante un buen trecho. Caminando en silencio y sin que nada ni nadie les saliera al paso, cada uno ocupado en lo suyo. Ninguno iba pensando en nada en especial; si acaso, en la comezón que les producía no saber exactamente adónde los llevaba el sargento, y en la perspectiva de lo que una vez alcanzaran su destino se proponían hacer. También ésta era una idea difusa, aunque para unos más que para otros. A Faura, por cierto, esa indefinición no le resultaba antipática. Desde el día en que había traspuesto el umbral del banderín de enganche, se había convertido en un jugador, en el sentido más extremo de la palabra. Le gustaba sentirse a merced del azar, y más cuanto más abultada y crucial resultara la apuesta. Lo que le incomodaba, al contrario, era la certidumbre, en las cosas pequeñas como en las grandes. Por suerte, certidumbres allí había pocas. Y las que había (que siempre les mandarían donde pintaran bastos) daban para cualquier cosa menos para hacerse muchos proyectos,

Caminaron y caminaron, tanto rato y tan absortos en la sola marcha, en su monotonía y en sus invisibles peligros, que acabó sucediendo lo que era habitual en tales casos: perdieron la noción del tiempo. Cuando Faura miró su reloj, ya hacía unas dos horas que habían salido de Segangan. Lo único que tenían ante sí era el camino y los relieves sucesivos que iba atravesando; al fondo sólo se vislumbraba otra montaña tapando todo el horizonte. Pero nadie osaba abrir la boca. El sargento seguía marchando en cabeza, imprimiendo un ritmo endiablado, que los hombres necesitaban de todo su resuello para seguir.

Atrás, por donde iban Navia y López, creyó Faura escuchar un leve murmullo, que le sonó quejoso y contrariado. Pero no entendió lo que cuchicheaban. Al que sí se le entendió fue a Klemper.

– Mi sargento -llamó el austriaco a Bermejo.

– Dime, cabo -repuso el otro, sin volverse ni aminorar la marcha.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Eso depende. Klemper calló durante unos segundos. Era una dudosa invitación.

– Mi sargento -volvió a hablar, con cautela-, ¿está usted seguro de que sabe adónde vamos?

– Tan seguro como que en tu pueblo no sabéis bailar pasodobles -le espetó Bermejo, con chulería.

– Habría que verlo, al cabo, bailando -le rió la gracia Gallardo.

Klemper era el más viejo de todos, y también el que más tiempo llevaba jugándose el pellejo. Haberlo conservado entero hasta entonces atestiguaba que no era hombre que se precipitara, pero también que no le faltaba decisión para hacer o decir lo que creía que debía.

– ¿Y podríamos saber si ese sitio tiene un nombre? -preguntó.

– Lo tiene -contestó Bermejo, enigmático.

– ¿Me lo va a decir?

El sargento se detuvo y se dio la vuelta. El pelotón frenó en seco.

– ¿Tanto te importa? ¿Qué más da un nombre moro que otro?

Klemper le miró a los ojos, sin arrugarse.

– Dijo que sería hora y media. Ya llevamos bastante más y eso que vamos con la lengua fuera. Nos estamos alejando demasiado.

– Bueno, a lo mejor calculé mal. Pero ya no queda mucho.

– Tenemos suerte de no habernos tropezado con nadie desde que pasamos el blocao -insistió Klemper- Pero la suerte se rompe si se abusa. ¿Puede saberse adónde nos lleva?