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Así lo hizo, y se quedó al instante completamente dormido. Cuando apareció el monstruo, la princesa se echó a llorar, y una de sus lágrimas cayó en la cara del muchacho. De un salto él se puso en pie y con la espada le cortó al monstruo, una a una, las siete cabezas. Luego, le clavó la espada en el corazón y allí la dejó hundida. Después, el muchacho se despidió de la princesa y se fue a la ciudad a buscar un lugar donde seguir durmiendo. Al día siguiente, el rey mandó a un esclavo a recoger los restos de su hija, y cuando el esclavo vio al monstruo muerto, sacó su espada y la mojó en su sangre para hacer creer al rey que había sido él quien lo había matado. Pero la princesa descubrió la mentira del esclavo, y el rey llamó a todo el pueblo y proclamó que casaría a su hija con quien fuese capaz de sacar la espada de las entrañas del monstruo. Aunque muchos lo intentaron, ninguno lo consiguió. Entonces alguien vino contando que un joven forastero había llegado a la ciudad la tarde anterior y se había pasado el día durmiendo en la mezquita. El rey pensó que debía de ser el que había matado al monstruo y lo llamó a palacio. El muchacho llegó vestido con una chilaba que le cubría toda la cabeza, pero aun así la princesa lo reconoció como su salvador y se lo dijo a su padre, que le entregó su mano. Sin embargo, la vida del muchacho en palacio no fue fácil. Las hermanas de la princesa se reían de ella, porque se había casado con un hombre común, y estaban siempre comparando a su marido con sus ricos y nobles pretendientes, que para ellas eran mejores. El rey, que se dio cuenta de lo que pasaba, harto de que hicieran de menos a su yerno, llamó a los pretendientes de sus hijas y les puso esta prueba: «A ver si sois capaces de traerme el agua que cura el alma, y que brota entre dos montañas a las que es difícil llegar. Tenéis que adivinar dónde se encuentra y traérmela». Los pretendientes, desorientados, pidieron ayuda al muchacho. Y éste, aunque se reían de él, aceptó ayudarles. A cambio, cada uno de ellos debía cortarse un trozo de oreja y dárselo. Así lo hicieron, y el muchacho sacó la pluma que le había dado la paloma a la que había ayudado contra la serpiente. Vino entonces la paloma, lo cogió por los hombros y se lo llevó por los aires hasta el manantial. Allí el muchacho recogió agua en abundancia, que luego repartió entre los pretendientes. El rey se quedó sorprendido de que lograran tan rápido superar la prueba, pero algo no le convencía y les puso otra: «Ahora me traeréis una manzana cada uno, pero de unas que sólo se pueden encontrar siete mares adentro». Los pretendientes, abrumados otra vez por la prueba, volvieron a acudir al muchacho. Y éste les dijo que les ayudaría, pero con una condición: que se cortaran un trozo de dedo y se lo dieran. Los pretendientes, angustiados por la dificultad de la prueba que les había puesto el rey, aceptaron el trato. Se fueron al mar, y cuando llegaron el muchacho sacó la escama del pez al que había librado del pescador. Y el pez acudió enseguida, le invitó a que se subiera en él y lo llevó a través de los siete mares adonde crecían las manzanas. Volvió el muchacho con una manzana para cada pretendiente, y cuando éstos llegaron a palacio y las princesas vieron que todos traían la manzana, empezaron a burlarse de la hermana otra vez: «Tu marido no es valiente, tampoco ha traído una manzana». Al día siguiente el rey los recibió a todos, y después de que los pretendientes le entregaron las manzanas, uno de ellos preguntó por qué no había puesto también a prueba a su yerno, pidiéndole que trajera él una manzana como los demás, y sí no seria porque temía que no pudiera conseguirla. _Entonces el muchacho, sin poder aguantar más, les dijo a los pretendientes: «Como veo que sois incapaces de reconocer la verdad, os ordeno que os quitéis el turbante y expliquéis qué os ha pasado en la oreja, y que luego enseñéis también los dedos». Así quedaron descubiertos todos, y desde entonces, ya todo el mundo aceptó al muchacho y nadie volvió a reírse de él.

Éste era el momento del cuento que más le gustaba a Munat. Cuando quedaba de manifiesto la astucia del muchacho, y él ponía en ridículo a quienes le habían despreciado tan injustamente. Como había visto hacer a su madre, en ese punto intercalaba un breve silencio, para cerciorarse de que tenía la atención de los que la estaban escuchando, antes de rematar el relato con la coletilla que la tradición imponía: Y después de andar por aquí y por allí, me puse el calzado y se me rompió.

Aquella noche, en la atmósfera tenebrosa de su casa, que de pronto ya no era el refugio donde alimentaba sus ensueños adolescentes, sino la boca del infierno, Munat pensó en la bestia de las siete cabezas y en el muchacho que tenía la suerte y el valor para cortarlas y para salir airoso de las empresas más difíciles. Aquel muchacho que no se llamaba de ninguna manera, porque así era como le había llegado el cuento. Era lástima que a ninguna de las transmisoras anteriores, entre las muchas ocurrencias de cosecha propia que habrían ido enhebrando en el relato, le hubiera dado por adjudicarle al héroe un nombre que ella pudiera pronunciar ahora, aunque fuera para sí, como conjuro contra el temblor que la traspasaba hasta la médula de los huesos.

Munat no había vivido ajena a la crueldad del mundo y de los hombres, porque en la tierra y el tiempo en que le había tocado nacer estaba demasiado presente para que nadie pudiera sustraerse a su influjo. Ella misma había despellejado conejos muchas veces, y había sostenido sus entrañas calientes en la mano, y como todos los niños ayudaba también a desollar las cabras. Los propios cuentos que aprendía y recitaba, incluido aquél, estaban repletos de crudezas: su héroe empezaba aplastando una cabeza de serpiente, continuaba cortando las siete de la bestia y terminaba obligando a mutilarse por dos veces a los pretendientes de sus cuñadas. Tampoco ignoraba Munat los efectos de la guerra. A los seis años había oído tronar a los cañones por primera vez. Había visto surcar el cielo a los aviones de los españoles, que arrasaban los poblados rebeldes con bolas de fuego. Y dos meses y medio antes había asistido, como todos, al horrendo espectáculo de la derrota y masacre de los invasores. Un par de días después del hundimiento del frente, le llamó la atención un griterío no lejos de donde vivía. Se asomó a mirar, aunque su padre, al que notaba inusualmente agitado desde que se había sabido del descalabro de los extranjeros, le tenía advertido que permaneciera encerrada en la casa. Lo que vio entonces le causó una extraña impresión. Uno de aquellos hombres de uniforme, pero desarmado, descubierto, y despojado por completo de ese orgullo altanero con que los había visto pasearse hasta entonces, trataba de desasirse de un grupo de mujeres que lo acosaban. El hombre cojeaba y parecía malherido. Al final las mujeres lo habían reducido y habían ahogado sus chillidos bajo el coro agudo de sus albórbolas triunfales. La imagen del fugitivo que desaparecía bajo los golpes de aquella gente enardecida le había despertado un mal presentimiento. En los días siguientes, Munat se había acostumbrado a otra novedad terrorífica: el hedor, las mutilaciones y las muecas agónicas de los militares muertos que salpicaban el campo; aquellos muñecos al principio hinchados y después acartonándose poco a poco, de los que los niños se reían, sobre los que las mujeres escupían y en los que hurgaban con desgana, por la hartura, los perros y los cuervos. Munat no terminaba de saber si había que celebrar o no lo que había pasado, porque al tiempo que percibía la alegría de casi todos, se daba cuenta de que su padre permanecía preocupado y sombrío, contagiando de ese ánimo al resto de los adultos de la casa, que apenas si alzaban el tono de voz, como si hubiera algún comportamiento ominoso que encubrir.

Ahora, con aquel hombre grande y maloliente encima, mientras otro le tapaba la boca con su mano rugosa e inflexible, a cuyo través a duras penas podía respirar, Munat comprendía que su padre tenía razón y que los demás estaban equivocados. Y a la vez no comprendía nada, no sabía por qué le tocaba a ella vivir aquel cuento horrible en el que no había un héroe que la librara del monstruo de las siete cabezas, tal y como a ella se lo habían contado y ella había aprendido a contarlo a otros: desperezándose de la siesta y sin darle mayor importancia. El dolor físico, insoportable al principio, quedaba ahora relegado en su cerebro. A Munat, mientras aquel gigante enfebrecido la destrozaba, le dolía más sentir cómo saltaban en pedazos las leyes del universo en el que se había hecho a sonar y ser feliz. Ni siquiera podía acordarse de su madre, de su padre, de sus hermanos, que estaban en el patio a merced de la furia de aquellos soldados desalmados que ya habían liquidado a su tía lamna, por tener el valor de intentar defenderla. Ahora no podía decirlo, por la mano que le atascaba la boca, pero en su cerebro siguió repitiendo, como una letanía que era ya su único recurso para evitar que todo se desintegrase: lah, lah, lah. No, no, no.

Luego, fue su propia conciencia la que acabó disgregándose. Alcanzó a sentir y ver que el hombrón de piel oscura y sonrisa de marfil que la había arrancado de los brazos de su madre terminaba de desahogarse, y también fue consciente de cómo tomaba el relevo el que la había estado acallando hasta entonces. Medio aturdida lo vio bajarse los pantalones y encajó su peso cuando le cayó encima, segundos después, buscándola con urgencia y torpeza mientras el negro la sujetaba y cuidaba de impedir que gritase. Pero Munat ya ni siquiera lo intentaba. Le bastaba con oírse a sí misma, dentro de su propia cabeza: lah, lah, lah. Perdida ya casi toda noción de la realidad inmediata, sólo las arcadas que le soliviantaban el estómago la mantenían anclada allí, entre los hombres que en ella saciaban la sed imperiosa de sus instintos.