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Vio casi en sueños cómo el segundo soldado, cumplido el ritual, se levantaba, se subía los pantalones y retrocediendo de espaldas hacía la puerta abandonaba la habitación. Alguien que ya no era ella, que ya no era nadie, contó a los hombres que vinieron detrás. Contó uno, contó dos, contó tres. El que la había forzado el primero siguió allí todo el tiempo, inmovilizándola y tapándole la boca, sin dejar de animar a los que se sucedían sobre su cuerpo y susurrándole a ella, con un siseo pastoso, palabras que no habría podido entender ni aunque hubiera sido capaz de escucharlas. Tan pronto parecía insultarla como ofrecerle consuelo, igual que sus manos tan pronto la aplastaban como resbalaban sobre ella en una lenta caricia, enjugándole el sudor de la frente. Fue el suyo, el de aquel hombre que estuvo presente durante toda la infamia, el único rostro que se le quedó grabado a Munat. Los demás pasaron sin llegar a tener facciones, como sombras o fantasmas confundidos con la oscuridad sofocante que la rodeaba. Pero nunca podría olvidar aquella sonrisa blanquísima, aquellos ojos inyectados en sangre, aquel cuadro invertido de una cara humana que flotaba sobre ella cuando miraba hacia atrás, rehuyendo al individuo que en cada momento la acometía. jamás, en la vida desarticulada que podía quedarle en adelante, dejaría de acompañarla aquel recuerdo, que asomaría una y otra vez en mitad de la noche para devolverla a esa otra noche convertida ya en sumidero inexorable de su existencia.

En algún momento, Munat termino de perder el conocimiento. Se vio a sí misma a la orilla de un lago, delante de un plato de cuscús. Cuando el monstruo salió de las aguas, sus ojos se anegaron de lágrimas, pero se mantuvo firme, porque una esperanza la sostenía. Su llanto iba a despertar al bravo muchacho sin nombre, y las siete cabezas de la bestia caerían a sus pies. Así era el cuento, desde siempre.

12

Cuando Gallardo salió al patio, abrochándose, el sargento Bermejo miró a Klemper y a Faura, los dos hombres, además de él mismo, que aún no habían pasado con la niña. Los ojos de Navia, Casals y López, un poco turbios después de la descarga, también viraron de soslayo hacia sus compañeros. Y otro tanto hicieron los moros amordazados, que aun deshechos en llanto y aplastados por la humillación, conservaban, en su perjuicio, la capacidad de razonar y anticiparse a las vejaciones que estaban por venir. Las mujeres continuaban apiñadas con los niños, abrazadas a ellos y sin atreverse a levantar la vista del suelo. No tenían, estaba claro, nada que ganar si lo hacían.

Pero ninguno de los dos, ni Klemper ni Faura, se movió. Hasta ese momento el turno se había ido decidiendo espontáneamente, después de que el sargento designara a los dos primeros. Cuando salía uno, se arrancaba sin más otro de los que faltaban, el que estaba más cerca o tenía rnás apretura. Ahora, en cambio, los dos entre quienes correspondía dirin-dr quién iba a continuación se mostraban remisos.

– Vamos, cabo, por galones -dijo Bermejo.

Klemper sacudió la cabeza.

– No me apetece, mi sargento. Que vaya Faura, si quiere.

– ¿Y por qué no? El austriaco enfrentó la mirada de su superior.

– ¿No le parece que ya ha tenido bastante esa pobre? Bermejo observó al cabo, pensativo. Volvía a desafiarle, pero no era la insubordinación (por lo demás, discutible, tratándose de lo que se trataba aquella noche y en aquel instante concreto) lo que le pesaba más. Le molestaba que aquel hombre, al que por otra parte apreciaba y en el que confiaba como en ningún otro, se resistiera a participar del espíritu que reunía a los demás y los animaba a seguirle a él, a su sargento. Otro tanto le pasaba, aunque en menor medida, con Faura. No terminaba de gustarle que fuera tan frío y reconcentrado, ni que diera todo el tiempo una cierta sensación de creerse superior al resto. Pero le tenía estima, porque tiraba como nadie y porque el hecho notorio de ser el único del pelotón que tenía estudios y venía de una familia de posición, aunque a veces se le subiera y le hiciera parecer algo displicente, no le impedía dar el callo y jugársela como el que más. Los dos eran por encima de todo sus hombres, y quería demostrárselo.

– Tienes razón, cabo -dijo, conciliador. A Klemper le cogió desprevenido la réplica del sargento.

– Además -prosiguió Bermejo- sería un desperdicio, cuando tenemos ahí a otras dos que todavía están de buen ver. Seguro que tú eres de los que prefieren el vino un poco más hecho, Pues mira, ahí te alabo el gusto. A lo mejor a Faura, aunque sea más joven, le pasa igual y por eso tampoco se anima. ¿Eh, Faura, es eso?

Faura no era dado a pronunciarse cuando creía que el silencio podía constituir una opción más ventajosa, e interpretó que aquél era el caso. El cabo, posiblemente por otras razones, adoptó idéntica actitud. Con ello dejaron al sargento el camino abierto para maniobrar.

– Está bien -dijo-. Faura, elige a la que más te guste de las dos.

El legionario vaciló un instante. El sargento acababa de ponerle en la situación que menos le complacía, es decir, en el centro de la atención de todos. Miró a las mujeres y trató de comparar. Aunque ninguna de las dos llevaba la cara tapada, las ropas que las envolvían y la postura en que se encontraban no contribuían a facilitarle la elección. Atisbó la mejilla de una de ellas, que le pareció más o menos tersa, y eso, sin más, resolvió el asunto. Se fue derecho a ella y le arrancó de las manos al niño al que se aferraba. Tras entregárselo a la otra, tiró del brazo de su elegida. La mujer no ofreció resistencia. A sus pies yacían, una sin sentido y la otra sin pulso, las dos mujeres que se habían opuesto a la voluntad de los vengadores. Lloraba y miraba al suelo, temblorosa y encogida, y Faura, cuando la observó de cerca, la encontró razonablemente hermosa. Si así eran las buyahis, le parecían de las moras más finas que había visto hasta allí. En general, encontraba Faura que la condición natural de las rifeñas no carecía de atractivo, pero casi todas se echaban a perder a edades tempranas por lo mucho que se descuidaban. Difícilmente podían evitarlo en una tierra donde, además de tener y criar a los hijos (arrostrando entre otros el deterioro de los sucesivos partos a vida o muerte), les tocaba asumir en el campo y la casa las más duras faenas. Pero aquella mujer, para su edad, se conservaba bien. Se le sentía al tacto la carne firme, tenía bastante buena planta y Sus ojazos claros, como los de la muchacha, llamaban la atención.

– No es tonto el valenciano, aunque a veces llegue a parecer que no tiene sangre -opinó Bermejo, con regocijo.

Y volviéndose al cabeza de familia, añadió:

– Me voy con mis hombres a probar a esta mujer tuya, jasán, que me ha entrado por los ojos. Espera aquí y no te muevas.

El sargento atravesó el patio para reunirse con Faura. Al paso, le echó la mano por el hombro a Klemper y se lo llevó con él.

– Vamos, cabo, coño, que quiero verte contento. Klemper se dejó arrastrar. Bermejo cogió del brazo libre a la mujer y los cuatro se metieron en la casa. Fueron hasta la habitación donde seguía Balaguer con la niña. Encontraron al cubano meneándosela encima de la chiquilla exánime. Al verlos, paró y ofreció una excusa:

– Joder, como tardaba el siguiente, pues me estaba distrayendo.

– Mira que estás salido, cabrón -juzgó el sargento, sin reprochárselo-. Anda, sácala de aquí y llévala al patio.

El mulato se recompuso los pantalones y cogió en vilo a la muchacha, después de taparla como pudo con los jirones de sus ropas. Cuando pasó junto a ellos, camino del patio, Faura reparó en que la mujer a la que conducían apenas intentaba extender la mano hacia la niña ultrajada. En su semblante, mientras veía cómo se llevaban a la que acaso fuera su hija, había una vacía expresión de mártir. El legionario no podía saber, pero acertó por algún mecanismo de percepción inconsciente a intuir que a la mujer, en aquel instante en que la fatalidad terminaba de cebarse en ella, se le venían a la mente todas las pruebas que había tenido que superar hasta allí; desde su empleo como bestia de carga apenas alcanzada la edad en que las piernas fueron capaces de sostenerla, hasta la boda arreglada por sus padres con aquel hombre mayor, pudiente y desconocido que una noche después de la boda la había arrancado sin miramientos de la niñez. Sólo eso, la costumbre de aguantar que los acontecimientos le pasaran por encima, podía explicar que se dejara empujar así, inerte, callada y como muerta, por aquellos soldados que iban a infligirle un daño del que no le cabía dudar.

Faura ayudó al sargento a tumbarla, en el mismo lugar donde antes había estado tendida la muchacha. La oscuridad, rota sólo levemente por la luz de luna que se metía entre los postigos entornados del estrecho ventanuco abierto al patio, impedía captar los detalles menores, pero en algún momento, durante la operación, los dedos de Faura tropezaron con restos de sustancia viscosa. Se los limpió, sin pensar demasiado de qué pudiera tratarse, en las ropas de la mujer.

– Vamos, cabo -invitó el sargento-. Te la sujetamos.

Klemper la miraba, y alternativamente a Bermejo. Faura, como testigo único del duelo (ella no contaba, sólo estaba ahí para ser usada), advirtió por primera vez que el sargento estaba ganando la partida. En Klemper, como en cualquier otro hombre del Tercio, había una fisura que le rajaba el alma de parte a parte. Sólo había que saber buscársela, y el sargento, que no era ningún imbécil, aunque pudiera hacer y decir las imbecilidades más insignes, estaba acertando a abrírsela.

– Hostias -apretó aún-, ¿es que voy a tener que hacerlo todo?

Y sin encomendarse a nadie, Bermejo le arrancó las ropas a la mujer. No se molestó en sacarlas por donde correspondía. Las desgarró como si estuvieran hechas de papel, arrastrando al hacerlo los miembros de ella, que seguían los movimientos de las manos que los iban desnudando como si carecieran de fuerza propia. La cara de la mujer estaba vuelta a un lado, enterrada bajo la rodilla de Faura, que se mantenía junto a ella para reducirla, aunque casi parecía innecesaria la precaución. Cuando el sargento terminó, un cuerpo blanco, de vientre suavemente ondulado y grandes pechos un poco derramados sobre las costillas, pero aún apetecibles, se ofreció ante la mirada confundida del cabo Klemper.