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– Coño, si lo tiene peladito -exclamó Bermejo-. Qué puta.

Una entrepierna completamente lampiña, en efecto, era lo que tentaba los vacilantes deseos del cabo. Una rareza, que sí, podía observarse en alguna meretriz de campaña que había descubierto las ventajas que en términos de higiene podía reportarle prescindir del vello, pero que ni siquiera entre ellas era frecuente, porque a las mujeres habituadas a servir de desahogo a los ardores de los legionarios no solían quedarles demasiados escrúpulos. Ni Bermejo, ni Klemper, ni Faura podían imaginar que el rasurado, lejos de suponer en aquella mujer la peculiaridad viciosa que les sugería, era una práctica extendida entre las rifeñas casadas. Porque tenían a la vista y a su disposición su intimidad, pero desconocían todo de los usos, el carácter y la mentalidad de aquella gente, cuya vida les habían dado el derecho a destruir, pero ni remotamente alguna posibilidad de compartir o entender.

– Vamos, cabo, a por él, que sabemos que no eres maricón.

No le pareció a Faura que el cabo se arrancara por obra de la burda provocación respecto de su masculinidad que encerraba la frase del sargento. Cuando le vio echarse mano al pantalón y comenzar a desabotonárselo, más bien pensó que Klemper cedía a un impulso que había tratado de eludir, pero que finalmente aceptaba que no tenía sentido, allí donde estaba, y manchado ya por su complicidad en la faena, seguir refrenando. Quién no estaba hambriento de mujeres, llevando aquella vida de polvo y sudor y asomada a la muerte un día sí y otro también. El miembro completamente erecto de Klemper, que se exhibió sin pudor ante sus compañeros, le delató las ganas, la recalcitrante hambre de vivir y hacer vivir que a despecho de todo lo movía, como a cualquier otro animal del barro salido y a ser ceniza condenado.

No era la primera vez que Faura asistía a una cópula ajena. Ni siquiera la primera vez que la presenciaba en circunstancias más o menos bruscas. Los burdeles de campaña no tendían a estar concebidos de manera que se preservara la intimidad de las transacciones carnales, los clientes no eran dados a avergonzarse por la proximidad de testigos y a las profesionales que los atendían más de una vez les tocaba hacer por narices lo que no hubieran hecho de grado. Con todo, ver al cabo (desnudo de cintura para abajo, pero sin quitarse siquiera las cartucheras) entrar y salir con fuertes golpes de cadera de aquella mujer resignada a todo, mientras oía sus resoplidos y jadeos, le produjo una impresión singular y hasta chocante. El circunspecto, el siempre templado Klemper, mostraba en el trance el mismo denuedo fanático que un perro inopinadamente favorecido con una perra consentidora.

La mujer encajaba el ataque sin emitir más ruido que algún gemido ahogado. Faura veía su boca buscando algo que morder, y en algún momento temió que le enganchara la alpargata. Le pareció, o quiso que le pareciera, que no sufría demasiado. Que aguantaba como una parturienta el parto, con la diferencia de que el esfuerzo a que la sometía la cosa que tenía aquel hombre era irrelevante comparado con el que implicaba la expulsión de una criatura, y que tan bien conocía. El dolor para ella podría ser, sería, sobrevivir a aquello, tener que recordarlo y saber lo que significaba frente a los demás; pero en la soledad, inasible para Faura y para los demás hombres, de su conciencia de mujer sufrida y brava, el acto en sí, el zarandeo y el tosco frenesí de aquella soldadesca que la sometía, parecía ser nada, una pantomima ínfima y ridícula a la que no había por qué prestar ninguna atención.

Todo esto caviló Faura mientras se despachaba el cabo, pero también, y sobre todo, cuando le llegó el turno y fue él mismo el que se bajó la ropa y descubrió su propia virilidad alborotada. Quizá le sirvió para sentirse menos vil, pero no le bastó para perder la noción de su vileza. Con ella debió y pudo manejarse mientras buscaba la posición y una vez más, pero en esta ocasión sin pagar dinero y sin mediar consentimiento, daba a su carne enfervorecida el agasajo de una carne recién poseída por otro. Nada en la situación mermaba el vigor de su arrebato. Antes bien, notaba, y tuvo que admitir, que lo incrementaba tortuosamente. Deseaba a aquella mujer, le encendía palpar la consistencia de su cuerpo, observar la forma redonda y hundida de su ombligo y el tierno rizo oscuro de sus pezones que se agitaban con cada embestida. No obtuvo, en aquella escaramuza miserablemente forzada, menos placer que en cualquiera de las ocasiones en que unas piernas femeninas se habían avenido a ceñirle y a acogerle. Incluso era posible que obtuviera más, porque había en aquello, en dar el paso que estaba dando, una manifestación de conformidad con las fuerzas adversas contra las que antaño había luchado inútilmente, una rendición que le proporcionaba una tenebrosa forma de éxtasis. Siguió moviéndose sobre la mujer, hasta que de pronto notó que ella se estremecía, con un espasmo involuntario que contrastaba con la tenaz inmovilidad que había mostrado hasta entonces. Eso aumentó su goce hasta el límite, y tuvo como consecuencia, como rara vez le ocurría ya, que la culminación le sorprendiera y dejara su fruto dentro de la mujer.

Se retiró de tal modo que a los otros, al cabo y al sargento, debió de hacérseles evidente lo que había ocurrido. El sargento no formuló por ello la menor queja. Esperó a que Faura ocupara su puesto y se dispuso a emplearse a continuación. Mientras se colocaba ante la mujer, que seguía con la cara apartada y respiraba entrecortadamente, dijo:

– Ya ves cómo son mis hombres. Como toros. Incluso Faura, que parecía frío. No me dirás que te habían follado antes así, ¿eh, marrana? Pues ahora el sargento, para que no te olvides de la Legión.

Nunca Bermejo le había parecido a Faura tan necio y sórdido como le sonó entonces. Vio cómo se acoplaba con la mujer y comprendió, con una náusea que mezclar en ella sus simientes los hacía para los restos hermanos de algo que era más fuerte y definitivo que la sangre.

13

Después de que Bermejo se vaciara en ella, la mujer quedó desmadejada y en apariencia inconsciente. Podrían haberla dejado allí, seguramente, sin que hubiera supuesto el menor peligro. Pero el sargento les ordenó levantarla y arrastrarla, semidesnuda como estaba, de vuelta al patio. Una vez más, ella se dejó hacer, aunque ahora la vencía el cansancio o la afrenta y tuvieron que llevarla en vilo.

La devolvieron con las mujeres y los niños, entre quienes se derrumbó y con quienes se apretujó en medio de un rumor de sollozos sofocados. De pronto a Faura se le hizo insufrible aquella imagen, todos aquellos seres humanos apiñados y abrazados que se protegían patéticamente de la inclemencia que los tenía a su merced. Y deseó que todo acabara de una vez, aunque sabía lo que su deseo implicaba.

También el sargento, después de aplacar sus más elementales ansías de macho rabioso, pareció sufrir un acceso de lucidez y comprender que llegaba el momento de terminar con la representación.

– Cojonuda, tu mujer -se dirigió al cabeza de familia-. Se nota que le pone interés y yo diría que no era la primera vez que probaba rabo de soldado. Lástima no poder quedamos para darle un poco más. Pero tenemos que ir acabando, que nos espera un trecho hasta el catre.

El hombre pudo oírle y entenderle, o no. La cabeza la tenía hundida sobre el pecho, los ojos ya secos de lágrimas perdidos ante sí.

– Gallardo, búscame por ahí dentro una gumía, que alguna debe de haber -ordenó el sargento-. Casals -llamó al catalán--. A ver, tú que tienes más mano. Ve degollando al viejo y a los chavales.

– A sus órdenes, mi sargento -repuso Casals, sacando su afilada navaja cabritera, la herramienta que prefería para aquel menester.

Casals protagonizó uno de los contados actos de piedad de aquella noche. Degolló al viejo y a los dos muchachos con rapidez, sin darles apenas tiempo al segundo y al tercero a percatarse de lo que sucedía con el primero. Quien sí lo vio, y no pudo aguantarse, fue la mujer que conservaba más fuerzas, y que saltó como un resorte gritando:

– Driss, Muhand, lah, lah, lah.

El sargento apenas cruzó una mirada con Balaguer. El mulato frenó de un bayonetazo seco y apuntado la carrera de la mora. Cuando se vio clavada por mitad del pecho contra el fusil que sostenía aquel negrazo, la mujer quedó suspendida en un pasmo infinito. Balaguer, con destreza y buen pulso, la empujó hacia atrás, y ayudándose del pie le sacó la bayoneta, Constató que tenía suficiente y la dejó agonizar en paz.

El hombre, a esas alturas, terminó de perder el juicio. Eso fue lo que interpretó Faura al verle patalear como un poseso, intentando en balde soltar las manos de las ligaduras y hacer sonar su voz taponada por la mordaza que con meticulosa saña le había anudado entre las mandíbulas el legionario Casals. En el colmo de lo que pudiera esperarse de un ser humano así reducido, llegó a alzar una mirada inflamada de furia al sargento que entre tanto le contemplaba quieto, gastando con desgana su eterna media sonrisa de bordes agrios.

– Vaya, jasán, estás jodido, ¿eh? -observó Bermejo-. Pues yo creo que no deberías, coño. Les estamos dando gusto a tus mujeres, y a los demás te los matamos rápido. Casals es el mejor artista que tengo con el hierro, y ya has visto Balaguer cómo pone la bayoneta en el sitio.

El hombre seguía retorciéndose, y Bermejo sin moverse un milímetro. Puede que fuera en ese momento, al fin, cuando sintió que empezaba a bajarle la ebullición de la cólera por el martirio de su hermano: cuando en su cerebro enardecido por el odio y el sexo brutal, se insinuó una ecuación susceptible de ajustarse a las leyes desorbitadas del álgebra que le dictaba su venganza. A aquellas alturas, la barbarie devuelta casi le compensaba la sufrida, casi lograba hacerle al sargento Bermejo soportable la idea de que a su hermano lo hubieran mutilado y empalado sobre la arena amarilla de Zeluán. Pero aún faltaba un poco. Siempre, aunque eso el sargento no acertara a saberlo, iba a faltar un poco, hasta que se olvidara de la ecuación y simplemente siguiera, a sangre, fuego y cuchillo, con aquella vida nueva que había aprendido a vivir. Porque todo lo que un hombre conoce, se queda en él.