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El sargento dejó que el moro pataleara, hasta agotarse. Esperó a eso, o quizá a que Casals, dejándose llevar automáticamente por su nuevo ímpetu coleccionista, rebanara las orejas de los tres cuerpos que yacían desangrándose a sus pies. Bermejo asistía complacido al trajín de Casals. Faura lo observaba también, con curiosidad no exenta de fascinación, por la limpieza con que la navaja del catalán iba despegando de los cráneos aquellas rebabas de carne y cartílago, sin usar más fuerza de la que se necesitaba para arrancar los higos chumbos de la planta. Espió de reojo a López, a Balaguer, a Navia y a Klemper, que como él presenciaban mudos la operación de Casals. El gesto del serbio era insondable, como si a su juicio no estuviera sucediendo nada digno de mención, y en ese momento Faura creyó más que nunca en su leyenda, en que era de veras un desertor de la Legión Francesa que había ido a refugiarse al Tercio. Trató de imaginar qué horrores habría vivido y cometido antes para llegar a aquel punto de impasibilidad, para quedarse allí, abúlico, dejando que el catalán se luciera, sin sentir la menor necesidad de intervenir ni de demostrar que él ya había hecho cosas como aquélla y aún peores. Balaguer, en cambio, abría unos ojos enormes, como si fuera un niño que acabase de descubrir entre los matorrales un nido con huevos de color azul. Daba la sensación de que también a Navia le impresionaba el espectáculo, pero de manera bien distinta: su rostro se veía amarillento y contraído. Klemper, por último, tenía la expresión de alguien cuya cabeza estuviera en otra parte, tratando de hallar la salida de laberintos cada vez más irresolubles.

Gallardo, como era de esperar, encontró la gumía. Con ella en alto, como un trofeo, salió de la casa al patio. Era una buena pieza, de mango negro repujado con esa plata cochambrosa y grisácea que trabajaban los moros, pero que no dejaba de resultar aparente en contraste con la madera oscura. Del mismo metal estaba hecha la vaina.

– Estupenda -dijo Bermejo, mientras la recogía de la mano de Gallardo.

La desenvainó con energía, produciendo un ruido de lata al rozar la hoja, en su salida, la carcasa en la que estaba alojada. Blandió el arma un instante, haciendo que su brazo prolongara el arco de aquella media luna de acero apuntada al suelo. Luego, se la ofreció a Casals.

– ¿Yo, mí sargento? -repuso el catalán, que terminaba de envolver en un trapo su cosecha de orejas cortadas.

– Tienes más arte que el resto. Y más afición. Cógela.

Se la arrojó a los pies. La gumía, nada fácil de usar a distancia, rebotó en el suelo en vez de clavarse en él. Casals estiró el brazo para alcanzarla y cuando la tuvo asida le pasó una yema por los dos filos.

– De filo, regular. Y está oxidada -apreció.

– Mejor. Vamos, agarradlo -dijo, señalando al hombre exhausto.

Gallardo y Balaguer se acercaron a él. El mulato, tras alzarlo, le puso los brazos alrededor, mientras el gaditano le inmovilizaba una pierna. Hacía falta otro. Pero nadie entre los demás dio muestras de animarse.

El sargento los sopesó. Y eligió rápido, como si lo tuviera previsto.

– Ven acá, Faura.

Faura no se hizo el remolón. Se echó el fusil a la espalda y se arrodilló para sujetar la otra pierna, que el hombre movía con los últimos restos de energía que le quedaban. No le costó demasiado atraparla y pegarla al suelo. Bermejo se plantó entonces ante el cautivo.

– Rafael Bermejo Fernández -recordó, despacio-. Que se te quede el nombre, para que te lo lleves puesto al infierno. Porque ahora es cuando Alá termina de olvidarse de ti y te llega tu maldita hora, cabrón.

Faura fue a buscarle al hombre la mirada, pero justo entonces el otro apretó con fuerza los párpados, y por un momento pareció que iba a quedarse con los ojos cerrados. No duró mucho así, de todos modos. Cuando el rifeño sintió que el sargento le subía la chilaba y le enganchaba los zaragüelles, los ojos se le abrieron como platos y Faura pudo verlo sin impedimento: el fulgor terminal del alma de aquella mísera criatura humana, centelleando ante la inminencia del dolor y la muerte. Ajeno a esa luz trémula que hipnotizaba a Faura, Bermejo bajó los pantalones y descubrió un sexo arrugado y tan lampiño como el de la mujer.

– Mira tú qué cosa -dijo, sin hacer más comentario al respecto. Al punto se volvió a Casals y con el índice le señaló el colgajo.

Lo que siguió fue de una monstruosa naturalidad. El catalán se inclinó, cogió sin aspavientos lo que tenía que cortar, lo estiró cuanto pudo y aplicó el filo interior de la gumía. Lo hizo de izquierda a derecha y de arriba abajo, metódico y cuidadoso, para no herir con la punta del cuchillo a ninguno de sus compañeros. No resultó tan limpio como con las orejas, pero Casals era fuerte y su ánimo decidido. Faura, sin saber por qué, quizá por no ahorrarle nada a su memoria, quiso forzarse a mirarlo. Con aquella tortura, por atroz que fuera, le habían familiarizado los cadáveres de españoles que había visto con la misma mutilación, algunos de ellos, incluso, con el despojo atrancado en la boca. Pero no era lo mismo, pese a todo, verlo en un muerto que contemplar cómo se lo hacían a un hombre vivo que se debatía desesperadamente para evitarlo. Apartó la vista, y cuando la sangre le salpicó las manos y la sintió caliente sobre su piel, no pudo aguantar más.

Soltó la pierna desnuda y convulsa, se levantó y se fue al rincón a vaciar el estómago. No fue el único. Contra una pared se desahogaba ya Gallardo, y poco después los imitó Navia. Entre las arcadas y las explosiones del vómito, vio o soñó que Casals desamordazaba al hombre y ahogaba su incipiente grito con la piltrafa que tenía en la mano. Después, siempre sin precipitarse, volvió a atarle la mordaza, bien prieta; cuchicheó algo con Balaguer y, una vez obtenido el permiso del sargento, reemplazó al cubano a la espalda de su víctima. Degolló al moro delicada, casi amorosamente, rematando aquella labor para la que estaba dotado y en la que casi exhibía, el sucio Casals, una siniestra elegancia.

– Sí que me ha salido flojo el personal -le oyó decir al sargento Faura, mientras soltaba las últimas hilachas de bilis.

– Joder, es que sangra como un cerdo -se excusó Gallardo, jadeante.

– Bueno, acabad de una vez -los apremió Bermejo-. Nos largamos. López, Balaguer, los que faltan. Ligero. Que no sufran.

Faura se volvió. Los niños, la muchacha y la mujer se habían ido hacia un rincón. Entre las dos mayores tapaban a los más pequeños. Entrelazaban sus brazos y daban la espalda al patio en un postrer esfuerzo por negar lo que estaba sucediendo, queriendo volverse invisibles y hacer también invisibles a las criaturas que estaban con ellas. O no habían oído o no entendían lo que había dicho Bermejo, porque siguieron así, quietas, apegadas a sus vidas y a las vidas que protegían.

– Qué dice usted, mi sargento -habló entonces Klemper.

El austriaco se había puesto delante del grupo, cortándoles el paso a Balaguer y a López, que ya iban a cumplir la orden de Bermejo.

– ¿Cómo que qué digo? -repuso éste, iracundo.

Klemper no se arrugó. Fuera lo que fuera lo que había estado pensando antes, mientras atormentaban a los hombres, y fuera lo que fuera lo que le había hecho pensarlo (acaso el recuerdo de las otras guerras que había vivido, acaso el remordimiento por haberse avenido a tumbarse encima de aquella mujer), ahora en él, en su cara y en las manos con que sostenía el máuser ante sí, había una súbita firmeza.

– No me importaría dejarlos, para que lo contaran -explicó Bermejo, como probando a apaciguarlo-. Pero pueden darse demasiada prisa. No quisiera llevar a nadie detrás en el camino de vuelta.

– Esa gente no va a moverse -apostó Klemper-. Y están lejos del pueblo. Matar a unos niños sin necesidad es de cobardes.

– No me jodas, Klemper, quita de ahí -dijo el sargento, nervioso.

– No. Yo no mato niños. Ni dejo que nadie lo haga.

– Hostias, ¿voy a tener que echarte encima a tus compañeros?

– Hágalo, si quiere. Pero entonces disparo. Klemper tiró del cerrojo del fusil y metió una bala en la recámara. El mundo entero se detuvo al son de ese chasquido metálico.

– No tendrás cojones.

– ¿Que no? El legionario Faura, que tantas veces habría de pensar en todo lo que vivió aquella noche, acabó entendiendo por qué Klemper hizo aquello. El austriaco supo que Bermejo iba a obligarle a defenderse de Balaguer y de López, y no quiso. Por eso no esperó; apuntó al cielo y el estampido de su disparo hizo temblar todo lo que había dentro del patio.

14

E1 sargento Bermejo observaba, incrédulo, al cabo Klemper.

– Hijo de puta -dijo. Ahora ya no hay por qué matarlos -repuso Klemper, impertérrito.

Por un momento, Faura temió que el sargento se abalanzara contra el cabo, o que ordenara a Balaguer y a López, tan atónitos como el resto, que acabaran a bayonetazos con él. Pero Klemper no iba a ponérselo fácil. Mientras le sostenía la mirada a Bermejo, volvió a cargar el fusil.

– Vámonos, mi sargento -pidió-. Aquí ya no hay más que hacer.

No era raro que los hombres del Tercio riñeran entre sí, ni hacía falta demasiado para provocarlo. Tampoco era infrecuente que la bronca se saliera de madre, que alguien tirase de navaja y el asunto acabara con heridos o muertos, ya fuera por la diligencia de los propios contendientes o la de los oficiales que mandaban fusilar a los participantes en las reyertas más graves, a fin de que no se desmandara la disciplina. A veces, para desencadenar estos incidentes, bastaba una supuesta trampa con los naipes, una palabra equívoca, una mala mirada o tan sólo un poco de ingesta etílica, mezclada o no con lo anterior. Con arreglo a las costumbres legionarias, por tanto, Klemper, dejando a un lado la insubordinación, había hecho méritos sobrados para ganarse un buen escarmiento. Pero aquellos hombres, el sargento incluido, que acaso se le habrían arrancado por cualquier nadería, se abstuvieron de arremeter contra él por haberlos traicionado para proteger a un puñado de moros, por haberlos puesto en peligro de muerte y por haber alzado el arma contra ellos, sus propios camaradas. Tal vez los detuvo eso mismo, la persuasión del máuser cebado con una bala que nadie quería llevarse, o tal vez la que Klemper ejercía sobre ellos con el peso de su edad y de sus razones. Por muy borrachos de sangre que a esas alturas estuvieran, a nadie podía escapársele la indignidad que entrañaba cargarse a las criaturas que se juntaban como corderillos en aquel rincón.