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A Bermejo, con todo, lo que más debió de pesarle fue advertir que ya no había motivos para liquidarlos, y que ahora, en cambio, las circunstancias apremiaban para salir de allí. Tampoco era aquélla una situación en la que pudiera o debiera lanzar a sus hombres unos contra otros. Emergió de la bruma de su ofuscación el jefe que tenía la responsabilidad de devolverlos a todos vivos al campamento, redoblada en su caso porque sin órdenes se los había llevado de él. Y tragándose el orgullo, aunque por dentro se la jurara para siempre al cabo, dijo:

– Está bien, Klemper. Te sales con la tuya. Espero que algún día uno de esos moros chicos crezca y vaya a cortarte el pescuezo.

– No estaré aquí para entonces -profetizó Klemper, aún fusil en alto.

– Vamos -ordenó Bermejo-. Afuera todos. Echando hostias.

Nadie se hizo de rogar. Faura partió de los primeros, después de echar una última ojeada a los muertos y a los vivos, y entre éstos, a la mujer desconocida en la que había dejado su rastro, sin sospechar que al fijarse en ella no hacía sino servir, a la inversa, al rastro que ella iba a dejar para siempre en él. Su memoria la guardaría así, aquella espalda medio descubierta y arqueada sobre los niños, aquellas costillas que se marcaban en la piel azulada por la luz de la luna, entre las que quedaba latiendo un corazón que iba a aborrecerle hasta la muerte.

Bermejo abandonó el patio el penúltimo, aceptando, como una postrera concesión que también tendría que cobrarse, que fuera Klemper el que marchara después de él. Lo miró de reojo, mientras entraba en la casa, lo justo para ver cómo el austríaco se despegaba de aquella gente a la que había salvado la vida y, sin volverse hacia ellos en ningún momento, echaba a andar con el fusil ya bajo hacía la puerta.

Los legionarios aguardaban tras el muro de chumberas. Varios se habían desplegado para avizorar los alrededores. Buscaban algún movimiento en los montes, en torno a las siluetas de los aduares. A lo lejos ladraban unos cuantos perros, pero no se oía nada más.

– Sigue en calma pueblo, parece -dijo López, aguzando la vista.

– Sí, ya, verás tú -temió Gallardo, inquieto-. Joder, el puto cabo.

– A ver ahora cómo hacemos -se preguntó Navia.

– Pues qué vamos a hacer -rezongó Bermejo, que en ese momento llegaba y se asomaba a un hueco entre las chumberas-. Salir y tirar para el campamento a paso ligero. No podemos dejar que se nos haga de día en tierra de la morisma. En marcha.

El sargento dio ejemplo. Fue el primero en trasponer la barrera de chumberas, con tal empuje que una de ellas le desgarró el brazo.

– Me cago, en… -masculló.

Los hombres le siguieron. Uno a uno salieron al terreno descubierto, con el fusil prevenido y los ojos y los oídos alerta. Buscaron el cobijo de un puñado de árboles escuálidos que había un poco más abajo. Desde allí, Bermejo examinó el campo que tenía ante sí, en la dirección que debían tomar para volver al campamento, y que le marcaba aproximadamente el pico achatado del monte Uixan. Vio la rajadura de un torrente que más o menos llevaba hacia allí. En caso de apuro podía servirles de trinchera, al menos para salvar el primer trecho.

– Seguidrne -ordenó-. Faura, López, haced vosotros la cobertura.

Faura estaba habituado a desempeñar aquella función, y lo mismo López. Era la servidumbre que tenían por ser los mejores tiradores del pelotón. Mientras los hombres corrían hacia la hendidura del torrente, a ellos les tocó vigilar que nadie les cortase la carrera. Y sólo cuando vieron apostarse allí abajo a Balaguer y a Navia, y éstos les hicieron la seña, echaron a correr a su vez. Al reclamar a sus piernas más velocidad, Faura notó el cansancio, y también, conforme atravesaba el aire, el frescor de la noche que se agudizaba y que casi, por primera vez desde que habían salido del campamento, llegaba a parecerle frío.

Se dejaron caer dentro de la grieta donde les esperaban los otros. El hueco abierto por el torrente tenía buena anchura y profundidad suficiente como para que sólo les asomara la cabeza. En contrapartida, el suelo era más accidentado que en el campo. En fila india, con Balaguer en la posición de vanguardia y el sargento justo detrás, el pelotón se puso en movimiento. Para poder seguir las zancadas del cubano, los demás avanzaban a un ritmo de marcha fronterizo con la carrera.

– Más vivo, Balaguer -le conminaba, así y todo, el sargento.

Y el mulato apretaba, y los demás, sobre todo Faura y López, a la cola del grupo, ya se veían obligados a seguirle corriendo. Pudieron hacer por el curso varios cientos de metros, hasta que llegaron a una loma. Allí el torrente se torcía en una dirección distinta de la que les interesaba y se vieron obligados a abandonarlo. Ante ellos se alzaban dos colinas sobre las que distinguieron manchas de vegetación y un par de casas. Entre ambas, se abría un desfiladero que parecía el camino natural. No era muy ventajoso y estaba expuesto, pero no tenían más remedio que probar por ahí. El sargento se volvió y dijo:

– Ahora de uno en uno. Deprisa. Y no os juntéis.

Balaguer salió el primero, Gallardo fue después y, justo cuando iba a asomar la cabeza Casals, sonó el primer disparo. Bermejo comprendió entonces que habían debido de estarlos vigilando desde el principio, y que les habían dejado meterse en una ratonera para poder cazarlos a placer. Lo que le pareció, también, fue que los moros se habían dado mucha prisa en organizarse para ir por ellos. Tenia que haber sido antes, por culpa de algún grito, cuando habían dado la alarma, de tal manera que ya en el momento en que Klemper había hecho uso de su fusil debían de estarles acechando. No había otra explicación. En todo caso, el sargento Bermejo no tuvo tiempo ni tranquilidad para profundizar en estas consideraciones. Al primer tiro, el que echó abajo la mole humana de Balaguer, siguió un enjambre de ellos, que también hirieron a Gallardo y zumbaron como avispas furiosas por encima de la trinchera natural que cobijaba al resto. Casals abortó el movimiento de subida y se agachó junto a los otros, desconcertado. López, que cubría junto a Faura la maniobra, llegó a disparar, a voleo. Faura, al sentir aquel huracán de fuego a su alrededor y no haber fijado ningún blanco, tuvo la agilidad mental necesaria para ahorrar la bala y se protegió mientras pasaba la tormenta. Entre las detonaciones oyó al sargento:

– Dios, ahora sí que la hemos cagado. No hacía falta que lo declarase para que todos entendieran lo que de pronto tenían encima. Sonó, desgarrada, la voz de Gallardo:

– Me han dado, joder, me han dado, venid aquí.

Faura oyó que Klemper les decía, a él y a López:

– Cubridme. Y antes de que tuvieran tiempo de replicar, salió de, la torrentera. Faura y López, también sin pensar, se incorporaron y dispararon sus fusiles. Faura lo hizo primero contra la casa más próxima, recargó y tiró luego, sobre la marcha, hacia el lugar en el que vio el fogonazo de uno de los que trataban de darle a Klemper. El cabo había llegado ya adonde estaba Gallardo, a unos diez metros, y lo arrastraba hacia el resguardo con decisión. Más allá, Faura divisó, durante una fracción de segundo, el corpachón inmóvil de Balaguer.

O mucho se equivocaba, o estaba listo. El muy hijo de perra había tenido la mejor muerte. Mucho mejor de lo que se merecía, si es que para aquello, cómo dejaba de alentar un humano, debía contar algo lo que hubiera hecho antes.

Klemper pudo llegar ileso, trayendo consigo a Gallardo.

El gaditano no ofrecía buenas perspectivas. Tenía un tiro en la barriga y otro en el muslo, y por los dos perdía sangre en abundancia. A dos horas de marcha del campamento, y si un milagro no lo remediaba, estaba sentenciado. Pero quería creer que era posible seguir viviendo, y acuciaba al cabo que lo examinaba y trataba de encontrarle la herida:

– La pierna, la pierna, la siento empapada, hay que cortar la sangre de la pierna, cabo, deprisa, por tu madre, córtala.

– Tranquilo, ya la tengo -repuso Klemper, mientras preparaba un torniquete con el propio correaje de Gallardo.

– ¿Y Balaguer? ¿Qué pasa con él? -preguntó Casals.

– Creo que está muerto -dijo Faura-. No se mueve.

Ahora no les disparaban. Sus enemigos no derrochaban la munición, sabían que tarde o temprano tendrían que salir, y si no, aguardarían a atacar al alba, cuando los legionarios ya no tuvieran escapatoria.

– Mi sargento, qué vamos a hacer -dijo ansiosamente Gallardo, que era el que menos podía contribuir ya a lo que hubiera de hacerse.

Bermejo parecía bloqueado. De hito en hito miraba a Klemper, a quien estaba tentado, seguramente, de responsabilizar del desastre. Pero era él quien había escogido marchar hasta allí, era por su culpa por lo que ahora estaban demasiado lejos para poder esperar socorro. Y mientras él se debatía sin saber qué decidir, el cabo se la había jugado y estaba ocupándose de lo más urgente, atender al herido.

– Hay que hacerse cargo -dijo al fin, con dureza-. Ahora mismo, estamos muertos. Nos ha sonado la hora y como no venga Dios a sacarnos de aquí la hemos jodido. Así que no nos queda más que echarle huevos y abrirnos paso a viva fuerza. Somos seis, dos hacen falta para llevar a Gallardo. Los demás dispararemos. No hay otra.

– ¿Y Balaguer? -preguntó Casals.

– Si se lo han cepillado, ahí se queda -respondió Bermejo-. Me jode dejárselo, pero sólo cargamos vivos. No nos sobran brazos.