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– Calma, que ya se corta -mentía mientras tanto Klemper.

Faura, acaso por primera vez en toda su existencia, sintió verdaderamente que estaba al borde de la muerte. Comparándolas con aquella sensación que le embargaba de pronto, las experiencias previas, tanto sus melodramáticas veleidades suicidas de años más jóvenes, como las ocasiones, mucho más reales y consistentes, en las que había vivido antes el peligro del combate, se le antojaban tan insignificantes y tan falsas como un teatrillo de títeres. Se daba cuenta ahora de que nunca se había visto así, a merced de la muerte, no meramente expuesto a ella, sino sometido a su designio sin que le cupiera contemplar la posibilidad de librarse. Hasta entonces, cuando había luchado, lo había hecho en circunstancias de superioridad, o como mucho de una momentánea igualdad que siempre podía contar con que se rompería en su favor. Asaltaba fortines que antes había bombardeado la artillería, marchaba contra colinas que trituraba la aviación, y aun sin ese apoyo, siempre el empuje y la iniciativa estaban de su lado. Muchos caían en los ataques, pero otros muchos no.

Y en el fondo, aunque se dijera desear que le tocara a él la bala, confiaba en que no tenía por qué darle necesariamente. Ahora, en cambio, eran los suyos los que se hallaban en inferioridad y los que no podían esperar ayuda. Era él el que estaba predestinado a caer, como todos los que le acompañaban.

En ese momento, no antes ni después, Faura entendió que su vida hasta allí había sido mentira. Que hasta aquella zanja en la que ahora se guarecía había sido libre para inventar su camino y eso había hecho, inventárselo, pero de una forma irreflexiva y disparatada por la que en adelante le tocaba pagar. En adelante, durara eso lo que durara. Las alas negras de la muerte lo cubrían con su sombra y bajo ellas sintió, como nunca antes, la potencia de la verdad y el sabor del miedo. Le tocaba por fin a él, como antes lo había visto en otros. Se le aflojaban los miembros, se le cerraba la garganta, y por momentos parecía a punto de deslizarse hacia el pánico. Pero en aquella hora, el tirador escogido acabó haciendo honor a su reputación de aplomo y sangre fría. Siempre que había tratado de representarse aquel momento, se había imaginado a sí mismo resignándose con despego hacia su propio infortunio, viéndose morir desde fuera sin rabia ni compasión. No sucedió así, ni mucho menos, porque también aquella actitud imaginada era parte de la mentira. Aplastado en la zanja, mientras contaba las balas que había en sus cartucheras, cuando el empeño parecía menos sostenible que nunca, lo que el legionario Faura decidió fue que quería seguir viviendo. Y que iba a pelear hasta el límite de sus fuerzas y de su suerte, contra la misma lógica si hacía falta, para conseguirlo.

– Me estoy muriendo, me cago en mi estampa, me voy a quedar aquí -gimoteaba Gallardo, poniendo su voz al sentir de todos.

– Vamos, no te asustes, yo te llevaré -le consolaba Klemper.

– Casals, ayuda al cabo -ordenó Bermejo, con cara de no estar ya allí.

15

Cuando lo vio saltar el primero afuera, con el fusil por delante, disparando como un demonio, Faura tuvo que admitir que el sargento Bermejo era un hombre valiente. Mientras Klemper y Casals salían con Gallardo colgado de los hombros, ofreciendo un blanco inmejorable y sin posibilidad de responder, el sargento asumió el deber de interponerse y sacrificar su propia seguridad para protegerlos. Faura, Navia y López también disparaban, pero desde el borde del torrente, y podían recargar pegados al suelo, con relativa seguridad. El sargento, en cambio, lo hacía de pie y a cuerpo limpio, mientras iba siguiendo, y tapando con su propia persona, al herido y a quienes lo acarreaban. El fuego de cobertura que hacían sus hombres, y que empezaba a estar apuntado (Faura y López ya habían localizado a un par de tiradores enemigos), le daba más posibilidades que las que había tenido Balaguer, minutos antes. Pero, con todo y con eso, las balas se clavaban en el suelo a su alrededor, y era un milagro que no le acertaran. Después salió Navia, también sin dejar de disparar, y a continuación López, haciendo otro tanto. Faura aún gastó un peine de munición contra las chumberas de las que parecía venir más plomo, y luego de poner un peine nuevo, saltó a su vez, con el corazón golpeándole desenfrenadamente.

Llegó junto al cadáver de Balaguer, que yacía boca arriba, con los brazos caídos atrás. Parecía que lo hubiera parado de un puñetazo un gigante aún más grande que él. Con una mezcla de insensatez y cálculo previsor que luego le asombraría, se inclinó sobre el cuerpo para vaciarle las cartucheras y procurarse munición suplementaria.

– Faura, qué haces, imbécil, corre -oyó bramar al sargento.

Un balazo se clavó a apenas treinta centímetros del lugar donde maniobraba, en el pecho de Balaguer. Verlo, y sentirlo perforar la carne del cubano, le produjo una sensación irreal, y al mismo tiempo, curiosamente reconfortante. Era un indicio de suerte, un tiro que le buscaba y no le había mordido. Un guiño del ángel custodio, se dijo, acordándose de aquel personaje en el que no pensaba desde hacía años.

Pese a todo, no gastó más tiempo del necesario para hacerse con el contenido de las cartucheras de Balaguer y cuando hubo terminado se levantó sin mirarle siquiera a la cara para despedirse. Se lanzó a la carrera a todo lo que daban de sí sus músculos, buscando reunirse con el grupo que ya se le escapaba. Klemper y Casals lograban transportar a Gallardo a buena velocidad, y los otros tres, un poco rezagados y formando una especie de abanico, devolvían el fuego sin desmayo, con la cadencia máxima permitida por el tiempo de recarga del fusil y los cinco tiros de cada peine del máuser. La conciencia de que les quedaba un largo camino y no les convenía quemar todos los cartuchos era algo de lo que parecían haber prescindido. Y bien Mirado, no dejaba de ser una actitud coherente con la situación. No tenían más remedio que apostarlo todo para salir de aquella emboscada. Luego, ya se vería.

Cuando se reunió con los otros, ya habían salvado unos dos tercios del terreno descubierto y tenían al alcance una pared tras la que podían desenfilarse de los tiradores que los acosaban. La suerte parecía andar ahora de su parte, pero entonces se oyó un grito ahogado.

– Ach, Dreck…

La bala le había dado al cabo Klemper en el hombro derecho. Aunque no era éste en el que cargaba a Gallardo, el impacto le hizo vacilar y perder pie. Casals y el gaditano se fueron tras él al suelo.

– Dios, de ésta no salimos -se quejó Gallardo, con la cara torcida en un gesto de dolor y desesperación.

López se detuvo a ayudarlos. Pero Klemper se puso él solo en pie.

– Deja, que puedo seguir, tú dispara -le rechazó.

– ¿Seguro?

– Seguro, que me queda el otro hombro. Dispara, que eso lo vas a hacer tú mejor que yo. Vamos, joder.

Klemper se echó de nuevo a Gallardo encima, con la ayuda de Casals, y reanudó la marcha. López aún se quedó dudando un instante, antes de volverse para apuntar su fusil. Ese titubeo fue suficiente. No llegó a alzar el arma más arriba del estómago. A mitad del movimiento, recibió un tiro entre los ojos. Había proporcionado la ocasión, y para aprovecharla estaba ahí uno de aquellos temibles fusileros rifeños habituados a poner la bala justo donde se proponían. Decían que algunos de ellos, con apenas doce años, eran capaces de acertarle a una perra chica a cincuenta metros, y blancos como aquel que acababan de hacer movían a creérselo. Al legionario López, nacido o no en los Balcanes, desertor o no de la Legión Extranjera Francesa, virtuoso acreditado del fusil, le había escrito el final uno de su misma especie, aunque enfundado en la chilaba parda de los guerreros de las montañas. Debía de ser su destino, o así salió sin más la carambola. Tampoco había que buscar grandes explicaciones ni ocultos significados en la manera en que se le cortaba el camino a un hombre entre aquellas peñas.

Faura lo recogió del suelo, sintió el cuerpo del todo inerte y cruzó una mirada con el sargento que había retrocedido a buscarlo.

– Déjalo -resolvió Bermejo, apreciando la evidencia-. Sigue.

El sargento quedó ahora cerrando el grupo. Ya sólo le quedaban cinco hombres, y dos, aparte de él mismo, en condiciones de disparar. Pese a la merma, lograron llegar a cubierto sin que aumentaran las bajas. Se dejaron caer en el suelo, faltos de aire, mientras el fuego enemigo se iba espaciando, hasta que pronto se interrumpió por completo.

– Hijos de puta, no disparan ni una al tuntún -dijo Navia.

– Deja que te vea eso, cabo -se interesó Casals. Faura, aún tratando de recuperar el resuello, observó cómo el catalán se inclinaba sobre el hombro de Klemper, palpaba la herida y con las yemas de los dedos calibraba cuidadosamente los destrozos.

– No sangra demasiado, no te ha tocado arteria -concluyó, con desenvoltura casi profesional-. Pero habrá que vendarla.

– Buena cosa, vendarla -bromeó Klemper-. ¿Con qué?

– Todo puede arreglarse -sonrió Casals.

Tenía una sonrisa franca, pinturera, que causaba estragos entre las mujeres de mala vida. A ninguna, entre esa sonrisa y la percha, le costaba decidirse a ir con él.

– Pues tú me dirás cómo -dijo Klemper. -Ahora mismo.

El catalán se sacó de dentro del pantalón un trapo arrugado. Lo sacudió así, según salía, y por el suelo se desparramaron las orejas que había guardado en él. Ni síquiera se molestó en mirar cómo caían. Klemper, en cambio, siguió con los ojos la repulsiva catarata.

– Bueno, lo primero es lo primero -observó Casals, restándole valor a su gesto de desprendimiento-. Ya cogeré más.

Luego hizo tiras el trapo y anudando aquí y allá consiguió prepararle al cabo un vendaje bastante funcional. Faura pensó que en aquel tejido se mezclaba ya la sangre del cabo con la de los hombres a los que habían pertenecido las orejas cortadas, y que ahora estaban esparcidas por el suelo, donde cualquiera podía pisarlas. Todo era salvaje, promiscuo, delirante; y a la vez tan sencillo. No había lugar para darle a nada muchas vueltas: lo que prevalecía sobre todo era el impulso primario de salir adelante, olvidándose de cualquier consideración y allanando cualquier obstáculo que pudiera interponerse.