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– Tengo frío, lo siento todo empapado -murmuró Gallardo.

– Vamos, no te rindas -le cogió la mano Klemper.

– Me estoy muriendo, ¿no, cabo?

– Y yo, y éste -bromeó Klemper, amargamente-. Todo el rato nos estamos muriendo, hombre. Pero mientras te falta, te falta. Resiste.

Faura vio anunciarse, en el semblante descolorido y desarmado de Gallardo, lo que estaba a punto de adueñarse de él. Sólo era cuestión de que perdiera un poco más de sangre. De cuando en cuando los ojos se le ponían en blanco y la cabeza perdía la sujeción del cuello. El cabo le sostenía con el brazo bueno y Casals con la rodilla, mientras le ajustaba el vendaje a Klemper. Sólo eso le permitía seguir incorporado.

– Hay que seguir -dijo Bermejo-. ¿Cuánta munición os queda?

– A mí seis peines -dijo Navia.

– A mí once -dijo Faura.

– A mí doce -dijo Casals.

– Doce a mí también, y a Gallardo otros tantos -dijo Klemper.

– Cuatro a mí -contó el sargento.

– Cincuenta y siete en total -sumó Faura, en voz alta.

Cincuenta y siete peines, doscientos ochenta y cinco cartuchos para protegerlos a todos de la ira de aquellas montañas y de su gente. No era mucho, razonó el valenciano, con tanta tierra por delante, y con tantos como parecían estar empeñados en mandarlos al infierno.

– Dame la munición de Gallardo -le pidió Bermejo a Klemper-. Y la mitad de la tuya. Tú también, Casals, pásame cuatro o cinco peines.

Klemper obedeció sin rechistar. También Casals, que con el fusil era mucho menos efectivo que con las armas blancas y aceptaba que sus cartuchos los quemaran otros más competentes. Los veintidós peines se los repartieron entre Bermejo, Navia y Faura. Cada uno pudo iniciar así el siguiente trecho con más de una docena. Faura contó los suyos: quince peines, setenta y cinco disparos. Setenta y cinco posibilidades de abrirse camino. Desentumeció los dedos sobre el fusil, sintiendo que una fuerza absurda y poderosa lo animaba de repente. Respiró hondo el frío aire nocturno. Estaba aterrado, pero seguía en pie.

De nuevo fue el sargento el primero en ofrecerse a las balas. Esta vez la distancia que tenían que cubrir era de unos cien metros. A partir de ahí, podían contar con la protección de un monte, siempre y cuando los otros no estuvieran ya apostados en él. Habían dado tiempo a que los moros reorganizaran sus posiciones, y el sargento era consciente de ello, pero cuando salió no pudo hacer otra cosa que volver a disparar contra las casas desde las que les habían estado tirando antes. Al mismo sitio apuntaron Faura y Navia, para cubrirles a él y a Klemper y a Casals, que echaban ya a correr, de nuevo con Gallardo a hombros.

El fuego enemigo, al principio, no fue demasiado abundante. La cobertura de Faura y Navia pareció surtir efecto; incluso, entre el fragor de los disparos, creyeron oír el alarido de alguien de enfrente. Eso les animó a salir de inmediato tras sus compañeros. Alcanzaron en pocos segundos a Klemper y a Casals. Gallardo, desvanecido, se dejaba ya arrastrar como un peso muerto, con las alpargatas surcando el terreno disgregado y arenoso. En el rostro del cabo había un rictus de dolor, pero de su boca no salía la más mínima protesta. Casals seguía llevando puesta aquella sonrisa ancha e insolente; no parecía dispuesto a perderla ni así le obligaran a besarle el culo al diablo, o entonces menos que nunca. Viéndole, Faura comprendió que de todo el pelotón aquel tipo era el único y perfecto novio de la muerte: el único que sabía darla y recibirla del mismo modo, como quien respira o bebe agua.

El sargento volvió a dejarse rebasar, y a ocupar otra vez la retaguardia del grupo. En aquella insistencia suya en ponerse a tiro había una expiación y el reconocimiento de una deuda. Sus hombres le habían acompañado hasta allí, habían consentido voluntariamente unírsele para vengar a su hermano, y dos de ellos ya lo habían pagado quedando por el camino. Bermejo, en el fondo de su corazón, no quería ni podía ver que otro cayera antes que él. Les debía a los supervivientes, incluso a Klemper, a quien odiaba, exponerse él a ocupar el puesto del siguiente que hubiera de morder el polvo. En su rostro, desde hacía ya rato, campaba la expresión sombría de quien hubiera aceptado morir; de quien lo estuviera buscando, incluso, y sólo retrasaba el encuentro en tanto que sus brazos y su fusil pudieran distraer o embarazar a la bestia a la que había despertado y que ahora iba por los suyos.

Los hombres encuentran a menudo lo que buscan, y más cuando perseveran. El primer tiro le descolgó a Bermejo el brazo izquierdo, dejándoselo como un salchichón enorme junto al costado. Sosteniendo el fusil con el brazo derecho acertó todavía a dispararlo otra vez, y porfiando en lo imposible aún trató de recargarlo con la culata atrapada entre los muslos. Fue en esa posición descabellada y algo cómica como lo sorprendió el tiro que le atravesó el cuello y lo derribó. Pero aún en el suelo, aún chorreándole Ya la vida roja y borboteante sobre el pecho, aquel hombre bravo o endemoniado volvió a coger el fusil y a porfiar con el cierre para meter una bala en la recámara y responder.

Los demás lo vieron caer cuando ya ganaban el amparo del monte. Sin dudarlo ni un instante, Casals le dijo a Klemper:

– Llévalo tú lo que queda, cabo. Le abandonó de golpe sobre el hombro todo el peso de Gallardo, que el austríaco soportó a duras penas, y echó a correr hacia el sargento. Navia ayudó entonces al cabo a arrastrar a cubierto al herido, mientras quedaba tan sólo Faura para cubrir al catalán en su tentativa.

Durante esos segundos, en los que la vida de Casals dependía sólo de él, Faura afinó cuanto pudo la puntería y tiró una y otra vez de la palanca del cierre con toda su alma. Nunca le había gustado demasiado el catalán, por aquel aire canalla que llevaba cosido a la jeta como una especie de costra; y ahora, después de verle regodearse en la matanza, tenía todavía más motivos para creer que dejar que lo abatieran era prestarle un servicio a la Humanidad. Pero en aquellos instantes, mientras lo veía correr bajo las balas, ofreciéndose, sin dar tiempo a que se le adelantara otro, para hacer honor al mandato del credo legionario que imponía no dejar jamás atrás a un compañero, sentía que aquel carnicero sin escrúpulos era mejor que él, y que protegerle era algo más que cumplir, por su parte, con su deber de camarada. De corazón deseó que no le dieran, que pudiera echarse al sargento a la espalda y volver a cubierto; que aquella carrera generosa, temeraria e inútil (veía al sargento retorcerse, veía el chorro de sangre que le salía del cuello, y sabía, como seguramente Casals, que ya estaba perdido) culminara con el éxito y no con el fracaso. Fue más que nunca como él, como Casals, fue él mismo, un solo latido contra la muerte. Por eso le dolió dentro del pecho a Faura, como sí estuvieran cortando el flujo de su propia arteria, el plomo que hizo trizas la aorta de Casals y lo desmoronó como un pelele encima de su sargento agonizante.

16

Largaos, joder, largaos… Ésas fueron las últimas palabras que pronunció el sargento Bermejo, sacando el aire y las fuerzas de donde sólo Satanás supo, antes de que la voz se le rompiera y quedara rendido a merced del enemigo.

Los moros habían vuelto a parar el fuego. No tenían a tiro más que a los dos hombres caídos, y resultaba evidente que ninguno de ellos podría ya huir. El juego, al que invitaban a los legionarios sin el menor disimulo, consistía en tirar al blanco sobre quienes fueran a socorrerlos. Casals estaba inmóvil y no emitía ningún sonido. Pero el cuerpo del sargento aún se agitaba con la respiración, y de cuando en cuando le salía un gemido informe, que era todo lo que su garganta podía hacer de los proyectos de palabras que alcanzara a urdir su cerebro.

Klemper, Navia y Faura lo miraban desde su escondrijo.

– Gallardo está muerto -anunció Klemper.

– Pues ahora sólo somos tres. Y tú eres el jefe -dijo Navia, observando de reojo el cuerpo exánime del gaditano.

– No, todavía no -repuso Klemper.

– ¿Qué quieres decir, cabo?

– El sargento respira todavía. No podemos dejarle ahí.

Faura consideró por un momento la perspectiva que la frase del cabo planteaba. ¿Estaba proponiendo en serio que alguno de ellos se arriesgara a salir para correr, casi ineludiblemente, la suerte de Casals?

Navia fue menos reflexivo.

– Pues yo no pienso ir -advirtió-. Que le den por culo al credo.

– ¿Qué quieres, abandonarlo para que se ensañen con él?

Navia no encontró respuesta a esa pregunta. Faura, contra su costumbre, intervino para proponer una solución distinta:

– No sobrevivirá, de todos modos. Puedo rematarlo desde aquí.

Klemper se le encaró. En los ojos cansados de aquel hombre que había hecho de la guerra su forma de vida, que desde los brumosos pasos de los Cárpatos hasta los riscos polvorientos del Rif había recorrido un camino más largo y más difícil que él, Faura leyó algo que no supo descifrar a primera intención. Por un momento le pareció un reproche, pero luego fue como si le compadeciese por la mezquindad y, por último, como si renunciara a hacerle entender algo que su juventud, su inexperiencia y su miedo (es decir, sus ganas de vivir, a pesar de todo) le incapacitaban para compartir. El cabo tan sólo dijo, al finaclass="underline"

– No se mata a un compañero.

– Pues si nos mandas a cualquiera de los dos es como si nos mataras -apostilló Navia-. Lo que tenemos que hacer es obedecerle. Irnos ya.

– No pensaba mandaros a ninguno -respondió Klemper-. Cubridme.

Como cuando había ido por Gallardo, el cabo no dio lugar a que nadie le disuadiera. Simplemente echó a correr, ante el estupor de los dos hombres a quienes acababa de encomendarse. Navia protestó:

– Será idiota. Pero hizo, como Faura, lo único que podía hacer: abrir fuego, adelantándose a los moros que iban a intentar cazar al cabo. La oportunidad que les proporcionaba era magnífica. A los efectos, Klemper sólo podía contar con un brazo, y eso para tratar de arrastrar a un hombre que le sacaba no menos de veinte kilos. Se mirase por donde se mirase, era un suicidio, y Faura se preguntó por qué, a quién ofrendaba Klemper su vida. Acaso fuera a ellos, a él y a Navia, a quienes no podía ayudar y para cuya salvación, si aún era factible, sólo iba a ser una rémora. Acaso fuera al propio sargento, y a los demás que habían caído antes; acaso quisiera pagarles, él también, la deuda que había contraído con ellos al hacer aquel disparo en el patio, por razones que ahora, en presencia de la muerte y a la vista de lo que de aquel acto suyo se había seguido, le parecían erróneas y funestas. O acaso no fuera por ninguno de ellos, acaso Klemper, como tantos otros legionarios antes y después de él, creía sin más llegado el momento de liquidar el débito previo que le había empujado a alistarse en las tropas de choque.