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Esta vez, el camino fue justo el mismo de aquella noche, y Faura, le gustara o no, hubo de reproducirlo metro a metro. Pasaron el blocao y pasaron también el lugar donde había caído Navia, sin que su compañero, aunque anduvo pendiente, tuviera ocasión de encontrar ningún rastro de él. Como en un paseo, los legionarios rodearon el Uixan y avanzaron sin impedimentos hacia el Harcha. Lo tenían ya a la vista, casi al alcance de la mano, cuando las vanguardias dieron el aviso.

Eran seis cadáveres, sometidos al ritual de profanaciones habitual. Pero esta vez había una diferencia. No se trataba de soldaditos de los regimientos de infantería de África, Melilla o Ceriñola, es decir, de los que habían caído en el verano. Vestían uniformes de la Legión, y uno de ellos conservaba aún los galones de sargento. Los cuerpos estaban tan descompuestos que debían de llevar allí varias semanas. El capitán de la compañía, después de examinarlos, formuló una apuesta:

– Para mí que éste es Bermejo. Ahora ya sabemos dónde se quedó.

– Qué huevos, venir hasta aquí -se admiró un teniente,

– O qué disparate, según se mire -corrigió el capitán.

Faura, que hubiera podido, no los sacó de dudas. No les dijo que aquellos restos, a los que los moros habían despojado de las chapas de identificación, eran, sí, los del sargento Bermejo, el cabo Klemper y los legionarios Casals, López, Balaguer y Gallardo. Y mucho menos se le pasó por la mente contarles que él también había estado allí aquella noche. Todo lo que hizo fue ofrecerse voluntario para formar parte del pelotón que se quedó a darles tierra, con una pequeña escolta, mientras el grueso de la bandera proseguía su camino hacia el Harcha.

Al abrir el hoyo para sus camaradas, se acordó de aquel otro agujero que había cavado con ellos en Zeluán, para el hermano del sargento. Los muertos llamaban a los muertos y ahora todos eran lo mismo; todos, menos él. Y el misterio, para Faura, era por qué y para qué continuaba él con vida. Tal vez para eso, para enterrarlos, para que alguien pudiera contar la historia completa: de una fosa a otra fosa, de una muerte a otra muerte y del silencio al silencio. Pero según hundía la pala en aquella tierra endurecida, comprendió que su supervivencia no servía para nada, porque nunca iba a contarle a nadie la historia. Cuando la tierra cubriera aquellos despojos, sólo subsistiría la huella de lo ocurrido en su memoria reprimida. Y cuando Faura muriese, todo (el horror, el coraje, la vergüenza) moriría con él. Por una prevención que no pudo ni intentó explicarse, evitó tocar los cuerpos. Dejó que otros los depositaran en la fosa. Ayudó, eso sí, a taparlos.

Faura y el resto del pelotón de enterradores se reincorporaron a su unidad ya en las inmediaciones del monte, donde la columna había hecho un alto mientras las vanguardias de los regulares reconocían el terreno. Una vez que los exploradores indígenas les anunciaron que el camino estaba expedito, los legionarios atacaron el tramo final.

Pasaron también junto a la casa. Como todas las de los alrededores, estaba vacía, según certificaron los regulares que diligentemente se habían ocupado ya de allanarla y registrarla en busca de cualquier cosa de valor. Puestos a saquear, aquellos soldados indígenas, provenientes del otro extremo del país, y nada amigos de los bereberes montañeses, dejaban en mantillas a los más rapaces del Tercio. Faura reconoció enseguida el lugar. Podía haber entrado a mirar dentro, pero prefirió pasar de largo. Dónde estarían ahora la mujer, la muchacha, los niños. Quién sabía. Y quién quería saberlo. Desde luego, él no.

Una hora después, Faura contemplaba el paisaje desde la cima del Yebel Harcha, apoyado en el parapeto de la antigua posición española que los ingenieros se afanaban ya en refortificar. A un lado estaba el Uixan y las ondulaciones montañosas que marcaban la ruta de Segangan, con los pequeños aduares blancos agarrados a las herrumbrosas laderas. Al otro, una despejada y árida llanura, rajada por la herida tortuosa del río Kert. Arriba el viento soplaba helado e impetuoso, anunciando el invierno que se cernía sobre el Rif y sobre quienes allí debían pasarlo. Pero era otra clase de invierno, un invierno más vasto y definitivo, el que Faura sentía invadiéndole el alma. Veía desde las alturas, tan pequeño y de un solo golpe, el trecho que había hasta Segangan, aquel itinerario fatídico que tan sólo hacía unas semanas le había parecido un mundo y que ahora quedaba atrás. Y se volvía luego a la llanura desnuda que se extendía hacia el poniente, a la línea encajonada del río hacia el que deberían avanzar en los meses sucesivos, y que marcaba los límites de su inmediato porvenir. Llegaría a la orilla de ese río, o no. Pero algo se le reveló en aquel instante al legionario Faura. Había en su vida un antes y un después de aquel Yebel Harcha que ahora estaba pisando. Alguien que había sido quedaba enterrado allí: en aquel mirador entre el pasado y el futuro, o en la fosa colectiva de la cuneta donde había sepultado a los otros; el lugar exacto tanto daba. El caso era que de allí en adelante, irrevocablemente, debía resignarse a ser otra persona. Y a dar por perdido, junto al sargento Bermejo y el resto de su pelotón, al hombre que habría podido ser si nunca hubiera salido de cacería con ellos y no los hubiera visto matar y morir. No quiso compararse con él, con aquel otro que ya nunca sería, porque no estaba seguro de ser mejor, o porque temía que no era mejor ni peor, pero iba a estar más solo. Apuró aquella soledad nueva e incierta, y miró hacia la llanura del único modo en que podía hacerlo quien había recibido el incomprensible mandato de vivir: sin poder sacarse de encima el temblor, pero tampoco despojarse de toda esperanza.

*

Al día siguiente, se le ordenó al Tercio asolar todos los aduares de Beni Bu-Ifrur, a cuyos habitantes se consideraba ahora responsables de las matanzas de Zeluán y Monte Arruit. La orden incluía la zona del Yebel Harcha, y fue entonces cuando Faura supo que nunca habían pisado el territorio de los Beni Bu-Yahi. Sin embargo, ironías del destino, Bermejo, buscando a quienes no debía donde no estaban, tampoco había ido tan descaminado. Al final, el sargento no había hecho más que decidir por su cuenta, y un mes antes, lo que ahora resolvían los jefes. Su impaciencia, por lo demás, no resultó desprovista de fundamento. Como él había previsto, cuando aquel día de diciembre los vengadores llegaron a los aduares, ya no encontraron a nadie con quien desquitarse y hubieron de conformarse con pegar fuego a las casas.

SEGUNDA PARTE. ALZIRA, PRIMAVERA DE 1932

1

Mientras miraba el jardín invadido por la maleza desde la ventana de la habitación que durante todos los veranos de su infancia había sido su dormitorio, Juan Faura cayó de pronto en la cuenta de que aquel día cumplía treinta y tres años. La edad de Cristo, la plenitud de la vida, todas esas pamplinas que se decían quienes no tenían nada más interesante que decirse. Pero él, por desgracia, sí lo tenía. La víspera había enterrado a su madre, y aquel soleado mediodía de junio regresaba a la antigua casa de vacaciones, donde sólo el polvo le aguardaba, para tomar posesión de ella como nuevo y efímero propietario.

El reparto de la herencia se había decidido pocas horas después del entierro y sin grandes dificultades, porque tampoco él había complicado el negocio más allá de lo que dictaba la naturaleza de las cosas. Sus dos hermanos seguían viviendo en Valencia: Jaime, al frente del despacho que en otro tiempo había sido de su padre; Carmen, con su marido y sus hijos, en el piso familiar. Lo que les había propuesto había sido que ellos se quedaran con lo que ya ocupaban, una con el piso y el otro con el despacho, postulándose él mismo como adjudicatario de la destartalada casa de Alzira, por la que nadie iba desde hacía siglos. Su hermano y su cuñado, oída la propuesta, habían cruzado una mirada dubitativa, pero no porque necesitaran evaluar si el lote que ofrecía para cada uno era ventajoso, sino preguntándose, al revés, por qué el primogénito aceptaba quedarse con la que ostensiblemente era la peor porción. Suponía Juan que al final habrían acabado por notar que lo que reclamaba era aquello de lo que con más facilidad podía desprenderse, y que el menoscabo que asumía le parecía un buen precio por hacerse con una propiedad despejada y liquidable. Lo que no habían debido de imaginar siquiera, aunque los dos lo considerasen un tarado de conducta imprevisible, era que de haberse planteado la más mínima discusión sobre la partición de la herencia él habría renunciado a todo, se habría cogido el tren de regreso y habría dejado que se pelearan entre ellos cuanto gustaran. Muerta su madre, ya no tenía nada allí y nada quería tener. Se había hecho a vivir con lo imprescindible y en cualquier sitio, y no sentía ninguna necesidad de que ellos lo entendieran. No le caía del todo mal su hermano, aunque empezara a atisbar en él algunos dejes que le recordaban la parte más deplorable y menos inteligente de su padre; ni su hermana, que era una buena chica ejemplarmente entregada al cuidado de sus hijos; ni siquiera su cuñado, a quien sólo podía reprochar una monótona y fastidiosa obsesión por la posibilidad de que un día los obreros, aprovechándose del desgobierno que había traído la República, despojaran a su familia de la fábrica de calzado que poseía. Pero para él todos ellos eran unos extraños, una especie de marcianos con los que no tenía nada que ver ni de que hablar. Tampoco se trataba de ellos particularmente. Le sucedía con toda la gente a la que conocía, perteneciera o no a su familia. Le pasaba, incluso, con la mujer con la que se había casado, y que lo esperaba en Santander. Tal vez debiera formularlo a la inversa, para ser más ecuánime: el marciano era él, el estrafalario superviviente Juan Faura.