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Ahora que estaba en la vieja casa, no lamentaba del todo habérsela quedado. Aunque hacía más de once años que no iba por allí, los recuerdos ligados a aquel lugar acudían a su memoria en bandada y con una conmovedora nitidez. Inevitablemente, de quien más se acordaba era de su madre. La veía llevándoles la merienda al jardín, durmiendo la siesta en la hamaca, bañándolos en aquel balde enorme cuando eran más pequeños. Veía sus brazos remangados, sus manos tan suaves como las de ninguna mujer que le hubiera tocado después, su sonrisa siempre con un pellizco de amargura, pero tan resistente a los avatares de la vida. Y sobre todo, añoraba el hombre huérfano la mirada, aquellos ojos marrones y tranquilos que eran

los únicos en los que se había sentido alguna vez comprendido totalmente. De repente, como esas oquedades suelen revelarse, se percató de todo lo que acababa de perder, aunque apenas fuera a visitarla de año en año y cada vez la viera más vencida por una vejez que le había caído encima antes de tiempo y que, bien que le pesaba, tanto había ayudado él a precipitar.

Razonó sin el menor dramatismo, con la naturalidad con que según había aprendido debían aceptarse los asuntos cruciales de la existencia, que de no haber estado ella tal vez no habría tenido adónde regresar cuando había vuelto de allí, de la nada y de la muerte. De no haberla tenido para acogerle, sin preguntarle jamás lo que había visto y hecho y no quería contar, de no haberle sostenido ella, con su escueta pero firme presencia, el mundo derecho, probablemente habría acabado como muchos otros, resbalando hacia alguna forma onerosa de demencia o aniquilación. No estaba muy seguro de su cordura, ni tampoco de conservar muchas facultades vitales sin degradar, pero en pie seguía, al menos. Podía dar ante otros una cierta apariencia de reconstrucción, e incluso, si se desafiaba a ello, de solidez. Y ahora que se había ido, descubría hasta qué punto se lo debía a ella. No por lo que todos pensaban, por haber persuadido a su padre de que volviera a acoger al hijo pródigo en el redil familiar, ni tampoco por haberle convencido a él de terminar la carrera y prepararse las oposiciones que le habían proporcionado el puesto oficial (no de la máxima categoría, pero lo bastante respetable) que ahora desempeñaba y que le permitía enfrentar el futuro con alguna holgura. Todo aquello era accesorio y, en sí mismo, incapaz de enderezar nada de lo torcido. Lo que ella le había dado, y nadie, aparte de ellos dos, sabía, había sido la fe y el calor que ya no juzgaba merecer y que de ninguna persona esperaba recibir. De África había vuelto un hombre amputado, desvalido hasta extremos que la pétrea dureza que traía acorazándole el semblante hacia inimaginables a los demás, a todos aquellos a quienes no podía explicarles nada. En cambio a ella, a su madre, pudo hacérselo entender sin que mediara una sola palabra entre ambos, y ella, sin una sola palabra tampoco, hizo lo que había que hacer. Ofrecerle orden, sentido, refugio.

Pero él, como fatalmente sucede con todos los hijos, no le había correspondido con la suficiente gratitud. Durante un tiempo sí, durante el año siguiente a su retorno, una vez cumplido el compromiso que había firmado con el Tercio, se esforzó algo por compensarla de los tres años de ausencia, de las más de mil noches de insomnio y angustia y del tormento de no entender por qué un mal día su niño había decidido emprender un camino que sólo seguían los aventureros más desesperados y los peores criminales. Nunca le facilitó ese porqué, que ella tampoco le reclamó jamás/ pero trató de hacerle sentir que ella no tenía ninguna responsabilidad sobre su desbarro y se afanó por demostrarle su cariño y su agradecimiento. Sin embargo, llegó el día en que la vida de nuevo lo puso en marcha y lo envió lejos de su tierra, para hacerse cargo de la plaza que le había tocado en suerte tras ganar la oposición. Y la madre, aunque esta vez no debiera vivir con el temor de que a su hijo lo pudiera derribar en cualquier momento una bala, quedó otra vez atrás y hubo de resignarse a volver a perderlo de vista.

Los primeros meses en Santander le había escrito con regularidad. En parte, aquel ritual postal era para Faura una manera de sobrellevar mejor la soledad en una ciudad desconocida. Luego, habían venido las primeras amistades, que, aunque superficiales, le distraían lo bastante como para empezar a descuidar las cartas a casa. Y por último había conocido a Matilde y se había ido enredando en la madeja de algo que ahora dudaba en considerar como un episodio amoroso, pero que en todo caso demandaba su atención y estaba naturalmente predestinado a reducir el espacio de su madre en su vida y sus afectos.

Recordaba bien la reacción de su madre al conocer la existencia de Matilde. La alegría sincera, generosa, renunciando a dejarle intuir siquiera la tristeza de la pérdida que debía de calcular para sí misma (una chica de Santander, ochocientos kilómetros, el hijo que sin duda sería absorbido por esa otra familia, en tierra lejana). Todo lo postergaba gustosa ante la ferviente esperanza de que su primogénito, después de tanto extravío y tanta mutilación, pudiera formarse lo que ella juzgaba una vida entera y debida. No conservaba aquella carta, como ninguna de las otras (desidia que le hizo sentir culpable), y por tanto no podría rescatar ya las palabras exactas. Pero guardaba en la memoria el aire de conformidad, de alivio, y a la vez de despedida que transmitían aquellas líneas. Ahora que ya no estaba, Juan Faura hubo de concluir que en su madre había tenido a la persona más sabía y consciente que la vida le había permitido tropezarse; cuando menos, la más sabia y consciente en relación con lo que él era, la que más le había conocido y la que mejor (salvo el episodio de su alistamiento, que por eso tanto la atormentaba) había sabido predecirle. Muerta ella, podía ir ya por el mundo sin que nadie supiera lo que estaba pensando. Incluso podía (y éste era, advirtió, el modo más radical de estar solo) jugar a ser otra persona sin que nadie fuera capaz de desvelar su impostura.

Su madre había sido también, aunque se hubiera esforzado por ocultarlo, la primera que había sabido que lo de Matilde no iba a salir bien. Podía verla en la boda, aquella tarde gris de Santander, vestida para la ocasión y desempeñando con orgullo y entrega el papel que le correspondía en la ceremonia, del brazo de su vástago. Puso en ello toda su alma, quiso mostrarse radiante todo el tiempo, pero de cuando en cuando miraba a la novia y a su hijo y por su frente cruzaba una sombra que no conseguía aventar con la deseada rapidez. Aunque en algún momento pareció que es taba a punto de decirle algo, dejó que todo se cumpliera y a la salida de la iglesia ya no le quedó más que abrazar a Matilde y llamarla hija. Antes de despedirse aquella tarde le pidió a Juan algo que ahora adquiría un sentido que no había tenido entonces, algo que a primera impresión sonaba escaso y trivial, pero que con la perspectiva de los años y las cosas que había habido en medio no podía sino resultarle tan sustancioso como profético: Quiérela ti deja que ella te quiera; de lo demás, nada importa. Otro consejo materno que no había atendido, o mejor dicho, que había aplicado al revés.

Por eso su madre no cometió el error en el que caían todos, incluida la propia Matilde. Ella sabía que el hecho de que no hubieran podido tener hijos no era, como creía la gente, la causa de la infelicidad del matrimonio. Quizá hubiera esperado en algún momento que eso, la llegada de los niños, sirviera para enmendar la falla de origen, pero más por forzarse a ser optimista y por sus buenos deseos que porque creyera en tal clase de arreglo. Desde mucho antes de que se revelara la esterilidad de la pareja, su madre había descubierto lo que realmente había: que él estaba incapacitado para querer durante mucho tiempo a aquella muchacha, y que ella carecía de las artes y la personalidad necesarias para retenerle. Incluso era posible que su madre, aunque se negara a admitirlo, hubiera llegado a sospechar que el hombre que había devuelto la guerra estaba impedido para querer no ya a aquélla, sino a cualquier mujer. Porque le había visto rehacerse, le había visto intentar honradamente convertirse de nuevo en una persona normal, y hasta aquella boda, en la que no dejaba de poner ilusiones, era una prueba de cómo se afanaba en ello, pero lo que no veía era que acabara de tenerse confianza. Sin conocerla, ella presentía a la fiera destructiva que estaba ahí, dentro de él, acechando siempre. Y no se le escapaba que cuando la fiera llamara y reclamase su tributo, si lo hacía, todo lo que con tanto esfuerzo había levantado se vendría abajo. Por eso, cuando él se quedaba absorto, y a la mirada le asomaba el rastro de lo que había visto y trataba de olvidar, en el rostro atento de su madre se dibujaban los contornos del miedo. Porque como madre, y como mujer que había vivido, sabia que podía intentar protegerle de todo, salvo de aquello que había pasado a formar parte de él.

Le dolía pensar que su madre había debido de morir preocupada aún por lo que fuera a hacerse de su hijo. Le avergonzaba tener aquel poder para enajenarle la vida y los pensamientos, para que en el trance de su propia partida no fuera su suerte, sino la de él, la que hubiera de torturarla. Estaba claro que le había fallado, que a la postre había sido un mal hijo y que eso ya no había forma de corregirlo. Volvía a verla, joven y esperanzada, corriendo tras ellos por el jardín, gritándoles a veces, dándoseles siempre. No había sido feliz, ni sus hijos ni el hombre que había tenido por esposo le habían traído la luz que había buscado y merecido, pero Juan sentía que aquella mujer, su madre, había llevado una existencia llena y acertada. Porque había sabido vivirla y morirla para algo, para alguien. No para nada, ni para sí.

Le tocaba, en todo caso, despedirse de ella. Volvió a las consideraciones prácticas de las que se había evadido mientras se abandonaba al reflujo de los recuerdos. Tendría que revisar el estado de la edificación, enterarse de si podía interesarle a alguien comprarla, hacer una estimación del precio que podría pedir por la propiedad. Resolvió entonces quedarse un par de días, y le pareció que debía disponer de un alojamiento mínimamente habitable. Escogió aquel mismo dormitorio.