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Volvieron a separarse dos días después. Se agotaba el permiso de él y tenía que reincorporarse a la disciplina inocua y liviana, pero en aquellas circunstancias, fastidiosa, de su oficina en la Capitanía General. Se repitieron las promesas, y esta vez Blanca fue algo más lejos. Le anunció que antes de Semana Santa habría acabado con el asunto pendiente. Ya tenía su vida organizada en Madrid, y había sondeado a su madre, naturalmente sin dejar que adivinara el motivo, sobre si contaba con su respaldo en el supuesto de que su padre quisiera hacerla volver. La madre le había asegurado que si ella quería hacer esa carrera, esa carrera haría, y que disuadir a su padre de cualquier pensamiento contrario corría de su cuenta. Por aquel entonces, Juan estaba lo bastante al tanto de las intimidades de la familia de Blanca como para saber que el notario no osaría tomar en el terreno doméstico iniciativas que estuvieran en contradicción con el criterio de su señora.

Habría debido volver a su destino castrense lleno de júbilo, porque había consumado su amor con Blanca y porque ella había puesto fecha a la eliminación del obstáculo que se interponía en su promisorio futuro. Pero le lastraba el ánimo algo que había surgido como un tumor maligno en el tejido rozagante de su euforia la misma tarde en que había desflorado a Blanca en aquella cueva. Si es que de veras, hubo de dudar, lo había hecho. Porque el caso era que ella no había sangrado nada. Le dio de inmediato una buena explicación, en cuanto advirtió en su rostro la sombra de la suspicacia. Y él escuchó aquella historia de excesos ciclistas, de una tarde de sus catorce años en que había sentido el dolor y había visto la sangre en el sillín y el médico había tranquilizado a su madre diciéndole que a la niña se le había desgarrado la telita, y que era un accidente relativamente común que no tenía mayor importancia. Por supuesto la creyó, qué podía hacer sino creer cualquier cosa que saliera de los labios de Blanca, su luz, su todo, incluso si le daba por intentar convencerle de que la tierra era plana o de que Napoleón aún mandaba sobre los franceses. Pero desde ese momento un miasma anidó en su pecho, una porquería que primero le avergonzó y que más tarde debió aprender a recordar como la primera señal de la catástrofe. Aquella tarde de diciembre de 1920, sin darse cuenta, Juan Faura había empezado a morirse. Y lo peor estaba por venir.

No se sentía con fuerzas para recordar lo demás por punto. Cómo dejaron de llegarle sus cartas suplicó una y mil veces en las suyas que le diera señales de vida, que le explicara qué estaba pasando. Cómo, una mañana de febrero, recibió al fin un sobre con su letra, y en el interior una cuartilla en la que le anunciaba que iba a casarse con su prometido a mediados de ese mismo mes y le pedía por favor que se olvidara de ella. Con una pequeña posdata, que fue la que le partió el pecho por la mitad: Te llevaré siempre en mi corazón.

5

Cuando llegó a su casa, estaba agotado. La caminata había sido considerable, y no menos habían contribuido a su cansancio el inesperado encuentro junto al monasterio y los recuerdos que habían estado ocupándole durante el camino de vuelta. Subió derecho al dormitorio y se quitó los zapatos y la chaqueta. Aún con el pantalón y la camisa, se tendió en la cama. Había abierto antes de hacerlo la ventana y por ella se colaban los ruidos nocturnos del pueblo y un ligero frescor.

Se sentía raro. Estaba reviviendo todo lo que durante Idos se había negado siquiera a aceptar que hubiera ocurrido, y por primera vez notaba en sí mismo una suerte de conformidad, una mínima capacidad de convivir con ello y de reconstruirlo con la objetividad con que pudiera hacerlo alguien a quien le fuera indiferente. No es que dejara de afectarle, al contrario. Tan pronto como la había reconocido hacía unas pocas horas, se había visto forzado a admitir que seguía deseándola con el mismo frenesí y la misma demencia de aquellos lejanos días. Que cualquier ilusión que hubiera podido forjarse de haberla dejado atrás no podía resistir, cara a cara frente a ella, mucho más que una bola de granizo arrojada a las brasas. Pero así como en el pasado se había llegado a persuadir de que debía extirparse el recuerdo para poder seguir adelante y no enloquecer, ahora tenía la sensación opuesta: que debía recordarlo todo, incluso lo más oscuro y sórdido, como un exorcismo o una purga cuya finalidad ignoraba pero se le imponía.

Aquel febrero de 1921 era la raya del antes y el después de su itinerario, la línea que separaba la luz de la tiniebla, la inocencia de la abyección, el orden del caos, las ansias de vida de las ganas de morir. No pudo contentarse con la carta, era demasiado ostensible que no podría, y cuando la abordó a la puerta de la casa de sus padres, la primera vez que la vio salir sola, Blanca parecía esperárselo. No le esquivó, como él había temido. Aun en ese trance arduo y peligroso, ella fue la buena chica que afrontaba sus responsabilidades, que daba prioridad a su obligación y no se permitía caer en el atolondramiento. Se lo llevó a un café cercano, tras arrancarle la promesa de estar tranquilo y escucharla, y acodada en aquella mesa, tragándose las lágrimas pero sin dejar de hacer ni decir nada de lo que había de hacerse y decirse, fue aplastándolo con suaves y precisos martillazos contra la silla.

No le ocultó nada, y quizá fue esa confianza, ese demostrarle que de veras él era el hombre de su vida, a quien no podía someter a la humillación del engaño, lo que más le desgarró. Fue entonces cuando Juan supo que no sólo se casaba con su prometido, sino que estaba embarazada de él. No se ahorró tampoco Blanca precisarle de cuántos meses estaba encinta (casi tres), ni cuándo y cómo había sucedido. Había sido a mediados de noviembre, cuando su prometido había ido a visitarla a Madrid. Y el desencadenante, una audacia por parte de ella. Se había atrevido a anticiparle, aprovechando esa visita, que tenía dudas sobre el futuro de su relación, y que había empezado a considerar que tal vez debían dejar el compromiso en suspenso, si no cancelarlo. Al oír esa palabra demoledora, cancelación, que a Blanca se le escapó, más allá de su intención inicial, por no saber cómo terminar o por un inoportuno rapto de valor, el prometido se había derrumbado. Le había implorado, le había jurado que se mataría, incluso había tenido un amago de desvanecimiento. El desdichado incidente había acabado en el hotel en que él se alojaba, entre las sábanas en las que Blanca había perdido su determinación, su virginidad y, a la postre, a Juan. Pero lo de las navidades no había sido una comedia. No podía soportar la idea de que la hubiera poseído un hombre al que no amaba, y que aquel a quien pertenecía su corazón no lo hubiera hecho. Por eso se le había entregado entonces, y le juró que se había separado de él resuelta a enfrentarse otra vez a su prometido y a no dejarse ablandar esta vez por lloriqueos ni desmayos. Pero antes de llevar a cabo sus propósitos había sabido de su estado, y la inequívoca paternidad de la criatura no le había dejado otra salida que tomar aquella decisión, la más terrible de su existencia, le aseguró, mientras le estrechaba la mano y sin poder evitar que las lágrimas resbalasen por sus mejillas. Aún aturdido y apabullado por tanto horror, Juan improvisó una defensa desesperada. No tenía que casarse con aquel hombre, él daría sus apellidos al niño.

– No puedes ser el padre de quien ya tiene uno -repuso ella.

– Lo que tú digas será lo que crean todos -porfió él.

– No sabes lo que dices. Entiéndelo. Estoy embarazada de otro hombre. No puedes ser el padre de ese niño. No lo soportarías.

– Por ti puedo ser y puedo soportar lo que haga falta.

– No te empeñes en lo que no puede ser. Dios lo ha querido así, aunque a nosotros nos duela, y Él siempre sabe por qué.

– Pues no sabes lo que le voy a hacer a Dios, si me lo cruzo.

– No blasfemes. Acéptalo como lo acepto yo, que sé que estoy renunciando a vivir con el único hombre al que puedo querer.

– No voy a aceptarlo, prefiero morirme antes que eso. -No, tú no vas a morir. Creo que le entiendo, a Dios, a pesar de todo. Sin mí, él no podría vivir. Pero tú si vas a poder. Tú eres más fuerte.

Le avergonzó hasta amargarle, en los días sucesivos, la mansedumbre con que se separó de ella, después de que le hiciera añicos la vida, y el silencio anonadado con que encajó su última petición:

– Es mejor que no trates de verme más. Te lo suplico. Trató de verla, cómo no. La esperó como un perro apostado frente a su portal, volvió a abordarla en la calle tres o cuatro veces, pero ella ya nunca volvió a detenerse, ni a hablarle, hasta la última vez.

– Por favor, Juan, no hagas que deje de quererte -le pidió, con los ojos inundados de lágrimas, y desde ese momento él ya no tuvo fuerzas para continuar asaltando aquella fortaleza inexpugnable y empezó a pensar en la manera, honrosa o no, de asumir su derrota.

Antes de que terminara aquel mes de febrero, Juan había resbalado hasta los últimos abismos de la autodestrucción. Estuvo delante de la iglesia el día de la boda, viéndola salir del brazo de aquel llorón al que envidiaba miserablemente, porque iba a tener día a día lo que a él, segundo a segundo, iba a faltarle más que el aire. Se dejó arrastrar por Bosch, el sargento rumboso y putero a cuyas órdenes servía en Capitanía, y que llevaba tentándole sin éxito desde que se conocían para que fuera con él a un burdel con cuya dueña tenía una gran confianza. Juan nunca se había acostado con una puta, pero en una semana lo hizo con tres, a cuál más sucia y tirada, porque los favores que la madame le hacía a Bosch iban en consonancia con su rango y su nivel de dispendio, y los mejores bocados se reservaban para otros paladares con más galones y billetes para respaldarlos. Fue sobre una de aquellas mujeres, borracho perdido, y deseando morir como nunca lo había deseado durante su fúnebre mocedad, cuando decidió acudir al banderín de enganche del Tercio, del que había tenido noticia hacía algunas semanas. Pero al día siguiente, cuando estampó su firma ligándose por tres años, no sólo estaba sobrio, sino también convencido de que era el único camino que le quedaba a quien había sido despojado de aquella forma tan despiadada.