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Ahora que hacía ya más de diez años de todo, podía pararse a diseccionar fríamente el proceso de su derrumbamiento. Incluso habría podido intentar reírse de su obcecación y de su vehemencia juvenil, de no ser por lo que había desencadenado con aquel acto. Lo que en medio de la oscuridad turbia de aquellos días de febrero de 1921 le había embargado, lo recordaba ahora como un rencor ingente y voraz. Un rencor que le ahogaba y en el que se consumía, porque no podía dirigirlo contra ella (Blanca le quería, por él había intentado desmontar la vida que tenía planeada, lo que sucedía era que no lo había conseguido), ni contra su marido (un pobre hombre defendiendo su ilusión, como cualquiera), ni contra las circunstancias (había sido la fatalidad, una sola flaqueza por parte de ella, movida seguramente por la lástima, la que lo había decidido todo). El odio, falto de objeto, se acababa volviendo contra sí mismo, y en los momentos más exasperados no tenía más salida que alzarlo hacia Dios. El Dios que Blanca había invocado, y en el que creía a pies juntillas, pese a su relativa ligereza de costumbres, porque se lo habían insuflado cuando su corazón de niña estaba aún demasiado tierno. El Dios al que ella obedecía y en el que él, tras haberle dado la prueba irrefutable de hundirlo en la desgracia, no tenía más remedio que creer también. Pero resulta complicado ajustar cuentas con Dios, porque el que escupe hacia arriba suele acabar recibiendo su propio lapo. En medio de la ira y la desolación, ahogado por aquella congoja persistente que le quitaba hasta las ganas de respirar, Juan acabó persuadiéndose de que eso, escupir al cielo y ponerse en medio, malbaratar y dilapidar la vida que presuntamente ese Dios le había concedido, era la única manera de despreciarle y saldar la cuenta entre los dos. Había apostado todo lo que era, toda su fe y toda su fuerza de vivir, a la carta de Blanca. Y Dios le había dejado hacerlo, le había dejado enredarse en ella hasta no poder concebir otro modo de estar en el mundo, para después quitársela de un plumazo. Su reacción era extrema, pero extrema era la ofensa. Por otra parte, alistarse en aquel cuerpo de choque, en vez de tirarse al río, era su forma de provocar a Dios. De retarlo a que ahora lo protegiera frente a las balas de los moros, o acabara de una vez la tarea que había empezado al privarle de Blanca. A la vuelta de los años, Juan Faura recordaba aquel ofuscado desafío juvenil con una sensación contradictoria. Si algo de todo aquello tenía algún sentido, si arriba había alguien ocupándose de sus insignificantes asuntos de mono rabioso y desconcertado, el hecho era que lo había protegido. Lo que aún no sabía era por qué.

Su padre intentó protegerle de otra manera. O le insinuó que iba a hacerlo. Aunque Juan era ya legalmente mayor de edad y no podía, como habría podido un año atrás, revocar el consentimiento que había prestado en el banderín de enganche, tenía contactos en la Capitanía General a los que podría recurrir para anularlo de otro modo. Pero a esta amenaza Juan respondió con otra. Si hacía eso, se iría lejos de Valencia, se buscaría otro banderín de enganche y en vez de alistarse por tres años se comprometería por cinco. El padre, exhibiendo una decepcionante estupidez, advirtió que en tal caso le desheredaría. Y Juan le replicó que no hacía falta, ¿o es que no se daba cuenta de que apuntándose al Tercio ya se desheredaba él solo? El abogado Faura no entendía de la misa la media, y fue un pobre placer derrotarlo. Lo curioso era que nunca antes Juan se había enfrentado tan gravemente al autor de sus días, y revolcarlo en el primer asalto, con tanta facilidad, le hizo conocer la nueva y lúgubre fortaleza que le proporcionaba su resolución de abdicar de toda esperanza. Por primera vez, mientras le daba la espalda a su padre, Juan Faura disfrutó de ser un desahuciado.

Antes de partir, quemó todas las cartas de Blanca y aquel autorretrato al carboncillo que hasta entonces había guardado como una reliquia de los días felices. Debía irse desnudo de alma y de corazón y no dejar nada tras de sí. Por primera vez en mucho tiempo, cuando subió al tren sintió una especie de paz. De allí en adelante, alguien se ocuparía de decidir su vida. Ya no tenía que pensar en nada, sólo dejarse arrastrar por la corriente y hacer lo que le mandasen.

Los primeros días bajo el uniforme legionario fueron duros, pero no tanto como había imaginado. Casi todos eran mayores que él, algunos mucho mayores, y aunque había notorios canallas (escoria humana procedente del presidio y de las compañías de voluntarios de los batallones de cazadores, las tropas que hacían el papel de la Legión antes de que ésta se formase), tampoco faltaba gente dispuesta a amparar y dar algo de calor a los novatos, especialmente a los más jóvenes. La comida era abundante y nutritiva, y los oficiales procuraban mantener la disciplina y endurecerlos, pero por otra parte les daban a rachas un trato paternal y protector. La Legión apenas existía desde hacía unos meses y había un empeño por crear un espíritu de cuerpo, lo que aconsejaba que quienes allí acudían sintieran que estaban bajo el manto de una madre acogedora, que si bien les pedía el mayor de los sacrificios, también les proporcionaba la familia que muchos no tenían.

Durante su instrucción como recluta de reemplazo ya se había mostrado diestro con las armas. En el Tercio refinó rápidamente su habilidad, lo que le ayudó a ganarse el respeto de compañeros y superiores. El fundador había dispuesto que todos los legionarios habían de ser buenos tiradores, y los que como él lograban la excelencia estaban llamados a contarse entre los elegidos. Tener metas como aquélla, ser el mejor con el fusil, le ayudaba a olvidar, le empujaba y le devolvía un remedo de alegría. Los blancos que al principio hacía a treinta metros, pronto los hizo a doscientos. Se aplicó en compenetrarse con el máuser de tal modo que al final su límite era el alcance de sus ojos. Lo que ellos veían, se lo comía la bala. Sólo aquello que quedaba más allá estaba libre de recibir el plomo que escupía al dictado de su odio. Averiguó entonces, aunque no, lo compartió con nadie, cuál era el secreto de la infalibilidad del tirador escogido: saber que acertarle al blanco no solucionaba nada y no sentir apenas deseos de hacerlo, ser perfectamente consciente de la inutilidad de aquel acto y desarrollar un despego absoluto hacia lo que de él resultara. Cuando alguna vez fallaba, era porque de pronto le había importado más de la cuenta atinar.

Sintió una inevitable inquietud antes de entrar en combate por primera vez. No era lo mismo la teoría que vivirlo. Y vivirlo quería decir verlo, oírlo, olerlo, sentirlo retumbar en las tripas y en los pulmones. Pero pronto se habituó también a aquello. Todo parece que va a ser difícil hasta que uno lleva dos meses haciéndolo. Lo único que temía era que cuando le dieran resultara demasiado doloroso y perdiera la serenidad. Pero, ¿acaso podía algo dolerle más que ver a la mujer que era suya del brazo de otro? Ese suplicio seguía sufriendo cada vez que la imagen se metía en sus pesadillas. Podría aguantar cualquier otra clase de dolor. Y sobre todo podría desentenderse del dolor ajeno. No se compadece de nadie quien ha aprendido a no apiadarse de sí.

Durante ocho meses, había sido un magnífico soldado.

6

Le despertó el ruido de los pájaros. Hacía tiempo que no amanecía así. En Santander no solía dormir con la ventana abierta, y aunque lo hubiera hecho, los días grises que se sucedían durante la mayor parte del año no animaban a los pájaros a cantar mucho. También era inusual que al abrir los ojos estuviera vestido y tirado de cualquier manera sobre una cama sin sábanas. Por respeto a Matilde, que era pulcra y de vida ordenada, había adquirido la costumbre de irse a la cama a horas fijas y de hacerlo siempre en perfecto estado de revista, como por otra parte lo estaban las sábanas entre las que se deslizaba cada noche. La sensación de suciedad y desidia, sin embargo, no le desagradó. Un hombre que se despierta medio vestido sobre una colcha astrosa, en un chalet abandonado, es un hombre dejado de la mano de Dios, pero también, al menos en ese momento, un hombre libre. Y Juan había aprendido hacía ya algunos años que quien acepta la infelicidad sólo puede aspirar a conquistar la libertad, como estímulo para seguir enfrentando cada nuevo día que comienza. Incluso había ido algo más lejos: en ocasiones llegaba a creer que únicamente aquel que se resignara a ser infeliz podía ser de veras libre. Porque la felicidad siempre engendraba el apego, y el apego, antes o después, la servidumbre.

Las incomodidades que hubo de soportar para asearse, y que en circunstancias normales le habrían irritado, porque estaba habituado a mejor vida, aquella mañana, por el contrario, le hicieron bien al cuerpo y al espíritu. Se echó el agua fría por encima sin contemplaciones, y se restregó a fondo con aquel jabón rancio. Sólo le quedaba una camisa limpia, de las cuatro que previsoramente le había metido Matilde en la maleta. La tomó sin dudar. Si tenía que lavar ropa, lo haría también. No iba a ser, por cierto, la primera vez que se ocupara de eso.

Fue a desayunar a la fonda donde había comido el día anterior. Los dueños tenían teléfono, y aprovechó para avisar a Matilde y en su oficina de que era posible que demorase su retorno un par de días, a fin de tratar de dejar encarrilado el asunto de la casa. Matilde lo acató sin rechistar, como acataba todo lo que venía de él. Aunque había muchas cosas que no conocía del hombre con el que se había casado, tampoco dejaba de intuir algunas de sus peculiares condiciones, y eso no contribuía a que se sintiera muy inclinada a contrariarle. Incluso le daba a Juan la sensación de que le tenía miedo, lo que desde luego no le complacía. A veces habría deseado que ella tuviera más carácter, que le recriminara algo, que se le enfrentase incluso; por si eso creaba alguna posibilidad entre ellos, o por lo menos le ahorraba sentirse frente a ella como un lobo acorralando un corderillo. En cuanto a su oficina, no había el menor problema. Su jefe inmediato estaba siempre atendiendo sus negocios particulares y sólo pudo dar cuenta de sus planes a un subordinado, que asintió a todo, como no podía ser menos.