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La mañana la ocupó en diversas gestiones. En primer lugar, buscó un maestro albañil, y acabó encontrándolo, aunque no logró que fuera a echarle un vistazo a la casa sobre la marcha, sino sólo comprometerlo vagamente para el día siguiente. Después se acercó al Ayuntamiento, para tratar de averiguar quién podía estar interesado en comprar la casa y cómo podía agilizar la venta. Le recomendaron que se fuera a ver al oficial mayor de la notaría, y eso hizo. El oficial, un hombre de unos cincuenta años, ademanes curiles y mirada penetrante, le pareció un buen elemento. Tampoco le cupo duda de que se las arreglaría con el comprador para complementar bajo la mesa la comisión que a él iba a cobrarle, pero ni era hombre de negocios ni era maximizar la plusvalía lo que le movía por encima de todo. Más bien prefería dejar aquel asunto en manos que le aliviaran de ocuparse de él, y le parecía que no era del todo injusto que quien hiciera el esfuerzo se procurara el mayor beneficio posible. Él, como dueño, tendría que valorar si el precio le convenía o no antes de ejecutar la transacción. Si el oficial se las apañaba para conseguirle un comprador dispuesto a ponerle en la mano una suma satisfactoria, él no tenía nada que objetar al respecto.

Tras la conversación con el oficial, quedó contento de su diligencia. Salvo la cuestión del albañil, que estaba en curso, todo quedaba encajado en una sola mañana. En el vestíbulo de la notaría, se cruzó con un hombre vestido de oscuro y de aspecto más o menos distinguido. El oficial le saludó con un rastrero buenos días, don Serafín que no dejó lugar a dudas. Eran las doce y media de la mañana, y el señor notario se incorporaba a su despacho. El señor notario. El padre de Blanca.

Desde la víspera, no había pensado en la cita que tenía a las cinco de aquella tarde. Después de dejar atrás aquel rostro masculino y adusto, y en el que, sin embargo, había rasgos comunes con el rostro tan netamente femenino de Blanca, no tuvo más remedio que acordarse de que ella le estaría esperando junto a las ruinas del monasterio. Estaba claro, si había de guiarse por su buen juicio, que no debía acudir. No se le ocurría una sola ganancia que pudiera derivarse para él de aquel encuentro, ni tampoco de la conversación a la que la reaparecida Blanca le invitaba. En cambio, y por lo que se le había removido dentro al volver a tenerla delante, podía prever que reuniría algunos motivos para lamentarlo si finalmente consentía en ir a verse con ella. Ahora bien, no estaba menos claro que había sido demasiado grande el cataclismo que le había dejado a aquella mujer causar en su mundo, demasiados los días y demasiadas las noches en que se había mordido el alma recordándola, como para ahora esquivarla sin más. En el fondo, y más allá de toda consideración, no tenía ninguna duda de que a las cinco iría allí, a enfrentarse con su destino. Por eso no había pensado en ello.

Fue caminando, como el día anterior, porque no le pesaba. Casi lo echaba de menos, después de haber servido durante tres años en la andariega infantería española, que imprimía carácter y conformaba las piernas a la marcha. Cuando llegó, a las cinco menos cinco, Blanca ya estaba allí. Llevaba un vestido diferente, esta vez de color azul, liso.

Se había sentado a la orilla de la alberca. Tenía las manos apoyadas en el viejo murete de piedra y no las despegó de ahí, quizá porque no se le ocurrió nada mejor que hacer con ellas. Tampoco sabía Juan qué hacer con las suyas. Optó por dejar caer los brazos a lo largo de los costados, con los puños cerrados sin fuerza, los nudillos al frente.

Ella volvía a estar nerviosa. O lo estaba todavía más, porque esta vez había tenido tiempo para reflexionar, prever, acaso asustarse.

– Sabía que ibas a venir -dijo. No le respondió inmediatamente. Podía haber optado por dejar que a sus labios asomaran sin más las primeras palabras que le pasaran por la cabeza, pero aún creyó que merecía la pena meditarlas. Un síntoma de que no estaba seguro de que aquello fuera del todo inútil.

– No pude convencerme de que le debiera al pobre diablo que fui negarme a hablar contigo -repuso-. Queda demasiado lejos.

Blanca bajó los ojos, y su gesto se entristeció al oírle.

– No para mí -confesó.

Era tal vez el peor comienzo posible. Bien sabía Dios, si andaba en alguna parte, que lo último que había querido era ofenderla. Más bien trataba de preservarse y preservarla, y a la vez ser coherente y respetuoso con los términos en que habían quedado las cosas entre ambos, precisamente porque ella así se lo había exigido en su día.

– Entiéndeme, no he querido…

– Claro que te entiendo, Juan. Y tienes toda la razón. Durante todos estos años recé para que pudieras acabar pensando así. Para que me olvidaras y me consideraras una tontería de juventud que te afectó más de la cuenta. Me alegra por un lado que lo hayas hecho, aunque por otro… En fin, que soy una boba, no hagas caso.

Aunque el discurso había sido atropellado, tenía todo el aspecto de estar preparado con antelación. Lo que le costó adivinar fue con qué objeto. Y entonces se dio cuenta de que no conocía a aquella mujer que tenía delante. Quizá ni siquiera había conocido a la Blanca de doce años atrás, más que superficialmente y con la deformación óptica producida por el cristal fundido de la pasión. La había amado, había estado a punto de romperse la vida por ella (o se la había roto, según se mirase), pero no había llegado a saber quién era. Recordó, por ejemplo, que sólo en una ocasión ella le había hablado de forma algo desabrida. Y mal puede conocerse a aquel cot. no se ha peleado.

– No me has entendido -declaró, cauteloso-. No he dicho que te haya olvidado. No ha habido un solo no pensara en ti.

La afirmación era tan categórica como inconveniente. Pero surtió el efecto que acaso buscaba. A ella se le iluminaron los ojos y las comisuras de sus labios se estiraron hacia arriba. De eso sí se acordaba y podía dar fe, de su coquetería para encajar los cumplidos. Blanca siempre había sido una niña bonita, y se había acostumbrado a que la halagaran, a disfrutarlo y a corresponder a la galantería con donosa actitud.

– Y sin embargo, deberías haberlo hecho. Haberte olvidado.

Por primera vez, desde que se habían visto la tarde anterior, quiso afirmarse ante ella, quizá incluso resultarle interesante.

– Debería, sí. Pero ya tengo edad de haber hecho muchas veces lo que no debía. Y de haber aprendido a pagarlo sin lloriquear.

– Le he estado dando vueltas a lo que hablamos ayer, y es verdad que tienes otro aire -dijo ella, como si pensara en voz alta-. Pero a la vez eres el mismo. No has cambiado nada de aspecto. Sigues tan flaco como entonces. Demasiado flaco, a lo mejor. No como yo, que ya ves…

– Tú estás muy guapa, como siempre. De nuevo fue vulnerable al piropo. No fallaba.

– Pero, por favor, no te quedes ahí de pie -le invitó-. Siéntate a mi lado, y cuéntame qué ha sido de tu vida todos estos años.

Se sentó, ni muy cerca ni muy lejos. Blanca se echó un poco hacia atrás y giró el tronco para poder mirarle menos forzadamente.

– Vamos, cuéntame -insistió ella.

– No hay gran cosa que contar, aparte de lo que ya sabes. Hice lo que me tocaba hacer, lo que hicieron muchos. Ni más ni menos.

– No sé si yo lo describiría así.

– ¿Por qué no?

Blanca titubeó antes de seguir hablando. Le pareció que la intimidaba, y no era su intención, en absoluto. Por relajarla un poco, se aflojó la corbata y se despojó de la chaqueta. La tarde era calurosa.

– Lo pasé muy mal -recordó ella- cuando me enteré de que te habías ido a Marruecos, voluntario. Y encima, en ese sitio. Cada vez que veía en un periódico una noticia sobre ellos, quiero decir, sobre vosotros, y leía esa cosa tan horrible de novios de la muerte, me daba un mareo y me pasaban por la cabeza toda clase de ideas enloquecidas. Incluso llegué a pensar si no debía ir allí y tratar de sacarte, ya que te habías metido en eso por mi culpa. Pero ya no podía, tenía un marido y una…

– No habría servido de nada. Una vez que firmas, tienes que cumplir el compromiso. Y tampoco me fue tan mal, sobreviví. Pasé algún apuro, pero era lo que había, lo que se tuvieron que tragar igual que yo otros muchos que no podían escabullirse. En el fondo no me arrepiento de haber ido. Creo que ahora me avergonzaría haberme podido librar de la guerra por el dinero y por los amigos de mi padre.

– No veo por qué ibas a tener que avergonzarte por aprovechar tu oportunidad, ya que la tenías. Todo el mundo lo hace.

Sostuvo la diáfana mirada de Blanca. Era un noble sentimiento hacia él lo que le llevaba a decir aquello. Y la inconsciencia, consustancial a su educación y a su pertenencia de clase, respecto de lo que había más allá de su mundo privilegiado y protegido, el de los dueños del país. Pero él había vivido fuera de aquel limbo. Y debía hacérselo notar.

– Me avergonzaría porque es injusto, porque reservar la mierda para el que tiene que comérsela por narices es de miserables -le contestó-. Me alegra, aunque sé que fue una tontería lo que hice, no tener que agradecerles ningún favor a quienes representan lo que detesto.

Al rostro de Blanca asomó un sincero espanto.

– ¿No te habrás hecho anarquista?

Juan rió para sus adentros. Quizá estaba forzando el tono, llevándolo a extremos demasiado rudos para la hija del notario. Era curioso. Doce años atrás nunca habría pensado en ella de ese modo. La hija del notario. Doce años atrás, ella era Blanca, la nadadora desnuda, su diosa.

– Durante un tiempo creí que sí -explicó pausadamente-. El anarquismo atrae porque no hace concesiones, porque devuelve golpe por golpe, y eso le tienta a uno de entrada. Pero tuve ocasión de tratar con algunos anarquistas, y me pareció que en el fondo no eran muy diferentes de lo que combatían. Eran como curas, pero sin sotana. Tal vez un poco más pendencieros, aunque eso depende del cura.