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– Y entonces, ¿qué eres? ¿Socialista?

Pronunció la palabra como si fuera alguna enfermedad infecciosa.

– No -sonrió él-. No soy nada. Sólo sé que monárquico no soy. Estoy con la República, porque acabó con el rey y eso no podía esperar más. Pero si hay que votar, votaré por Azaña. Es el que tiene más cabeza de todos. Ya he visto demasiadas borriquerías hasta aquí.

– Pues yo sí soy monárquica. Con el rey no había tanto desorden.

– Ya ves -anotó, sombrío-. Así pasa. El tiempo aleja a la gente.

7

El sol declinante revelaba la tenue pelusilla rubia de la mejilla de Blanca y mostraba la primorosa calidad de su vestido, Debía de ser nuevo, la tela se veía impecable. Era sencillo, pero favorecedor: se notaba que lo habían cortado a la medida de su cuerpo, buscando dónde y cómo subrayar aquello que la hacía más atractiva. Seguía siendo presumida, aunque ahora de otra forma. Tenía treinta y un años, calculó Juan, y aunque su cara y su torso eran todavía juveniles, en sus movimientos había ahora una contención, incluso una artificialidad, que no pertenecían a la Blanca que él recordaba. Tampoco de aquella Blanca habría imaginado nunca que pudiera ser algo como monárquica, aunque lo fuera su tradicional familia. La Blanca que él guardaba en la memoria, la que le había trastornado la mente y le había descubierto su cuerpo, era una criatura que volaba a tal altura, que el rey no habría sido digno de abrocharle las sandalias. Era alguien que se sometía sólo al imperio de su belleza y de sus sentidos, que poseía el secreto supremo y podía iluminar y oscurecer el mundo a voluntad.

No quería discutir con ella de política. No le gustaba hacerlo con nadie, porque era consciente de vivir en un país de exaltados en el que el recurso a la razón era mucho más raro que el servicio al propio interés o el desahogo de los odios acumulados, ya fuera por causas más o menos fundadas, o por insignificancias y mezquindades personales que se trataban de ennoblecer convirtiéndolas en soflamas ideológicas. Y él, que había conocido y participado del odio y la irracionalidad hasta el punto en el que un hombre deja de serlo, sentía ahora una especial aversión hacia aquellas actitudes que amenazaban con desbaratar el país del mismo modo que él, dejándose arrastrar por sus irreflexivos ardores juveniles, se había conseguido desbaratar la existencia. Por otra parte, con Blanca deseaba menos aún que con cualquier otra persona enredarse en polémicas sobre la forma de gobierno. Había ido allí a saber quién era ahora, qué quedaba de la que habla sido de aquella a quien él aún amaba. Y era hora de que empezara a averiguarlo.

– Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Cuántos niños tienes? Se lo preguntó sin pensarlo mucho, quizá porque le parecía lo más natural y lo menos espinoso, y porque podía hacerle creer, de paso, aquello que no había sucedido: que se había resignado a quedar fuera de su vida y celebrar todo aquello de lo que él no era parte. Pero la respuesta de ella vino a certificar la torpeza de su aproximación:

– Ninguno. Juan Faura sabía bien hasta qué punto podía ser inoportuno hacerle a una mujer recordar que no había tenido hijos. En su propia casa había una lánguida alma en pena que en otro tiempo había sido una mujer risueña y llena de energía. Pero una vez que el error estaba cometido, la sombra se aposentaba y no se la desalojaba así como así.

– Perdona, no podía imaginar que…

– Claro, es lógico -le disculpó ella-. La última vez que tú y yo hablamos con un poco de detenimiento, yo estaba… Y todo lo que hubo en esa conversación, que seguramente ninguno de los dos habríamos querido tener jamás, vino de eso mismo, del niño que yo estaba esperando. Es normal que te quedaras ahí, y que ahora hagas esa pregunta.

Dudó si debía preguntar más o no. Pero se le adelantó ella:

– Lo perdí, en el séptimo mes. Y no sólo eso. También fue entonces cuando me dijeron que no podría tener más hijos.

– Lo siento, de veras. No lo sabía. Blanca alzó la vista al cielo. Cada uno, pensó el hombre que estaba sentado junto a ella, tiene su historia, las historias que le han ido dando forma y esqueleto a su vida. Unos las cuentan, otros no. Pero todos las llevan, tan metidas adentro que acaban transformándolas en otra cosa, en un signo y en una interpretación, y en ese momento dejan de estar constituidas, las historias, por la verdad de los hechos, para convertirse ellas mismas en la forma de expresar la inefable verdad de cada uno. Porque es más fácil contarse que entenderse, o porque contarse es la única forma de entender o de hacer como que uno entiende algo. Supo entonces que Blanca iba a contarle su historia, sin escatimarle nada, o casi nada. Que lo había citado allí aquella tarde justo para eso, para tratar de explicarle o explicarse. Y él no estuvo seguro de querer escucharla, pero ya no podía hacer otra cosa: a partir de cierto momento lo hecho está hecho y hay que sostenerlo y apurarlo hasta el final. Lo que todavía no quiso preguntarse fue qué intenciones abrigaba ella, más allá del relato que iba a hacerle y a lo mejor a cuenta de él.

– Fue horroroso -recordó Blanca-. Nunca como entonces había tenido tantas ganas de morirme. El niño era todo, sólo por él y para él había sido capaz de resistir aquellos meses, sólo por él podía aguantar no tenerte y verme casada con un hombre del que no estaba enamorada y que no me entendía. Vosotros los hombres no podéis saber lo que se siente, lo que es tener una vida dentro, creciendo sin parar. Podrías cruzar un puente en llamas, pasar por encima de un campo lleno de cristales rotos, para acabar teniéndolo en tus brazos. Sueñas con su cara, y el deseo de verla y de besarla te hace olvidarte de todo lo demás. Cuando me podía la angustia de saberte lejos y en peligro, cuando te imaginaba con otras mujeres, cuando te veía olvidándome y a lo mejor no mirándome a la cara si nos volvíamos a tropezar, pensaba en él. Me tocaba el vientre, y lo sentía. Y sabía que tenía una razón para seguir adelante, a pesar de todo. Dios, al prestarme a hacer su voluntad me daba el premio de aquella hermosura que me florecía dentro, y que me ayudaría a superarlo todo, por cuesta arriba que se pusiera.

– Dios… -se le escapó a él, pero se contuvo antes de decir más.

Blanca se interrumpió y le buscó los ojos.

– Claro, tú serás ateo, ahora -dedujo-. Como ese Azaña tuyo dijo en aquel discurso en las Cortes, que España era ahora atea.

– No. Dijo que había dejado de ser católica -aclaró Juan.

– Viene a ser lo mismo.

– No, no es lo mismo. Hasta diría que Azaña cree en Dios, a su modo.

– ¿Y tú? No me has respondido.

– No sé. Lo eché en falta a veces. Pero a lo mejor estaba a otra cosa.

– Bueno, que conste que me parece que puedes ser lo que quieras, ateo o creyente -concedió Blanca, sin la rigidez con que le había afeado sus blasfemias años atrás; al menos en aquello el tiempo la había vuelto más laxa-. Si te digo la verdad, en aquella época, cuando perdí al niño, yo misma estuve a punto de dejar de creer. Me parecía tan injusto, tan inmerecido, me dolía tanto que mi hijo no pudiera vivir, que yo misma no tuviera lo que ese hijo iba a traerme. Pero al final acabé asumiendo que Dios siempre tiene una razón, aunque no seamos capaces de comprenderla, y que todo lo que pasa, pasa por algo. En fin, eso fue lo que pensé entonces, pero también me pregunté por qué había sucedido aquello. Si había que creer a don Arturo, el cura que me confesaba, era por mis pecados, y aquélla era una prueba que se me ponía para mi santificación por el sacrificio. Pero por las noches, cuando estaba sola en esa cama, aunque la compartiera con mi esposo, y soñaba de pronto contigo, me entraban dudas y se me ocurría que quizá todo había salido mal porque no había escuchado el impulso que seguía llamándome a tu lado. Que todo me pasaba por haber mentido ante Dios, casándome con un hombre con quien no quería compartir mi vida.

Escuchándola, Juan se sumergía de pronto en los tormentos interiores de ella, que no había conocido, y que en vano había intentado imaginar mientras pasaba su propio calvario. Le enternecían aquellas zozobras trufadas de misticismo que Blanca evocaba, le confirmaban que era ella, su amada con quien los besos y los excesos de la carne le habían sabido siempre como una especie de sacramento, porque toda ella estaba traspasada de esa fe desaforada y un poco obsesiva.

– Fue entonces cuando pensé en ir a buscarte -le reveló-. Y no me detuvo el escándalo, ni la ira de mi familia, ni siquiera la vergüenza que a ojos de todos pudiera caer sobre mí. Llegué a discutirlo con don Arturo, y cuanto más me hablaba él de todas esas consecuencias, para disuadirme, más me convencía de que lo que tenía que hacer era pedir la nulidad de mi matrimonio. Le preguntaba cómo podía valer si había engañado a todos, y el primero a mi marido, cuando había dicho sí. Mi confesor me insistía, me decía lo difícil que era conseguir la nulidad, me hablaba del defensor del vínculo y de burocracias eclesiásticas, pero nada de eso me arrugaba, hasta que un día dio con el argumento que me desarmó. Tu marido es un buen hombre, me dijo, y besa el suelo por donde pisas. Ya quisieran muchas de mis feligresas tener un hombre así. Y tú quieres echarlo a un lado como un trasto viejo. ¿Te has parado un momento a pensar en él? Eso me preguntó, y yo no me había parado. Esa noche lo hice. Cuando él se durmió, me incorporé en la cama. Al verle allí, tan indefenso, supe que tenía que quedarme a su lado. Que eso era lo que Dios esperaba de mí. Y me dormí, triste, pero por primera vez en mucho tiempo con una sensación de paz.

Juan trataba de asimilar lo que oía. Que mientras él estaba en Marruecos, buscando con ahínco una bala que lo matase, Blanca se debatía en aquella incertidumbre que había resuelto al final un confesor astuto sirviéndose de su tendencia innata a la compasión. Y qué esperaba que dijera él al respecto. Bien, ésa era la historia. Qué más daba ya.