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– Quería que lo supieras -añadió Blanca-. Quería que supieras que no me olvidé de ti, que estuve a punto de tirarlo todo por ti.

Ahora sí que no tenía más remedio que opinar algo. -Está bien -repuso, circunspecto-. Te agradezco que me lo cuentes. Pero hiciste lo que hiciste, y eso es lo que hay. Y yo espero de corazón que a la vuelta de los años creas que mereció la pena.

Quizá había parecido desentenderse más de la cuenta de lo que acababa de escuchar. Al oírle, Blanca bajó los ojos.

– No estoy segura de que mereciese la pena, la verdad -dijo.

No estaba preparado para aquella declaración. O sí. Pero no tenía una frase a punto, y sólo con el silencio pudo responderle.

– No te diré -prosiguió ella- que durante todos estos años haya sido desgraciada. Vivo con un buen hombre, que me quiere y hace por contentarme. Tengo una casa bonita y luminosa, me sobra el dinero y hasta puedo darme caprichos. Pero a medida que va pasando el tiempo, siento que me falta algo más que los hijos que ya nunca tendré. Siento que me falta algo aquí dentro. Y ayer, cuando te vi en el pueblo, comprendí como una especie de fogonazo que ese algo que me falta es lo que tú sabías despertar. Y sí, claro que me dije que hace mucho tiempo, que entonces éramos unos chiquillos, que la vida ha rodado y que ahora yo soy una señora y que tú… Pero hay algo que nunca he hecho, y es mentirme a mí misma. Siempre he sabido lo que tenía en el corazón y lo he reconocido, aunque no siempre haya podido hacerle caso. Y en el corazón, en lo más profundo, te sigo llevando, Juan.

No le impresionó oírlo, como habría debido. Algo dentro de él lo sabía y ella no necesitaba desvelarlo. Pero desde hacía muchos años no era ésa la cuestión. Ni en lo más tenebroso de la noche que había atravesado había dudado de que ella le quería y le iba a seguir queriendo. Si hubiera podido dudarlo, todo habría sido mucho más sencillo. Se habría agarrado a esa duda y sin soltarla habría hecho por olvidarse. Iba a decirle eso, o quizá algo más confuso, cuando ella le preguntó:

– Y tú, te casaste, ¿no? Háblame de ella. ¿Tenéis hijos? ¿En qué trabajas, dónde vives exactamente? Sé que lejos, pero nada más.

Blanca había sonado otra vez nerviosa y aturullada. Debía de darle miedo el punto al que había llevado la conversación, y aquella torpe deriva hacia el chismorreo era su forma de protegerse. No había nada que a él pudiera apetecerle menos en aquel instante que responder a semejante batería de interrogaciones, Así que las enfrentó una por una, con la misma meticulosidad y oculta desgana con que tramitaba los impresos y los oficios que llegaban a la mesa de su despacho.

– Vivimos en Santander -dijo-, que es donde ella nació y también donde tengo la plaza. Ingresé en el cuerpo de Aduanas. Trabajo en el puerto, me ocupo de que las mercancías que llegan paguen los aranceles que deben. No es muy emocionante, pero nos da un pasar, no podemos quejarnos de cómo vivimos. Hijos no tenemos, todavía.

– ¿Aduanas? -se interesó ella-. Bueno, qué frío lo dices, algo tendrá. ¿No tratas de vez en cuando con contrabandistas o algo así?

– A veces. Procuras pararlos, aunque para eso están los carabineros. Tratan de sobornarte, eso sí. Incluso te amenazan a veces.

– Lo cuentas como si nada.

– Y es que no es nada. Tienen sobornados a otros. Mi jefe, entre ellos. No tienen que matarme. Sólo esperar a que esté otro de servicio.

– ¿No te da miedo el peligro? -Eso no es peligro. El peligro es otra cosa. A alguno se lo he tenido que decir para que dejara de fastidiarme. Que a quien ha vivido con los tiros pasándole por encima no se le intimida con fanfarronadas.

Se arrepintió de la frase que acababa de pronunciar, como en su día se había arrepentido de soltársela a aquel sinvergüenza. Era exhibir algo que no debía. Pero Blanca tenía la mente en otra parte.

– No me has dicho nada de ella. ¿La quieres? Si trataba de ponerle a prueba, se había equivocado. Juan Faura, después de haber visto tantas indignidades, después de haber cometido algunas, tenía un vivo sentido de lo que no se podía hacer.

– La quiero. Y no voy a decirte más de ella. Se quedó clavada. La sintió desarmada, muerta de vergüenza, perdida de pronto. Pero no iba a apiadarse de ella. Él no era compasivo.

– Perdóname. Ha sido de mal gusto preguntarte eso.

– No. Sería de mal gusto que yo te contestara de otra manera.

Blanca quedó en silencio. Dejó vagar la mirada sobre el agua de la alberca. Metió la mano en ella y la agitó. El sol arrancaba destellos de las ondas que avanzaban sin prisa hacia el centro. Juan se abstrajo en aquellos dedos blancos, en aquel antebrazo con la piel erizada al contacto del agua fría. No tenía más que alargar la mano. Y no mucho.

– Por qué ha tenido que ser todo tan difícil -dijo ella, sin mirarle-. Me muero por que me beses, y ya ves, ni siquiera me atrevo a pedírtelo.

8

La boca de Blanca seguía sabiendo a metales dulces y frutas silvestres, su lengua seguía hurgando con impulsiva codicia, y como entonces, como cuando era la muchacha impredecible e insatisfecha que había descubierto junto a las ruinas del monasterio, gemía agónicamente al besar, y se le restregaba, y con la mano le cogía la nuca y apretaba hacía si como si quisiera aplastarle el cráneo contra el suyo.

No fue un acto de irreflexión, ni por parte de ella ni por parte de él. Podría haberlo sido si todo hubiera acabado allí, sobre la hierba del prado. Pero entonces ella le confió que sus padres no la esperaban hasta el día siguiente. Había inventado una historia para poder pasar la noche con él, si quería. Y él, en lugar de decirle que no, ya que le daba la ocasión de recapacitar y el margen necesario para echarse atrás, se limitó a asentir. Porque sabía que aquello era un error, una maniobra descabellada y a destiempo, pero había renunciado demasiado para negarse a tomarla, a beber por una vez del agua que era suya.

Regresaron al pueblo, los dos embargados a lo largo del camino por la excitación ante lo que les aguardaba, los ojos nublados de deseo y la mente vacía de todo lo que no fuera el otro. Era tan infinitamente placentero rendirse, aflojar, saborear ahora sí y a conciencia el pecado.

Con la fortuna que asiste al delincuente decidido, se las arreglaron para que Blanca se deslizara en el interior de la casa sin que lo advirtiera nadie que después pudiera alimentar murmuraciones. Y sin mediar entre ellos nada más que las miradas y la presión de la mano del uno en la del otro, subieron al dormitorio. La mujer lo observaba todo fascinada, como si hubiera entrado en la cueva de un monstruo o en el templo de una civilización primitiva; en el lugar donde él había llevado una existencia a la que ella no había podido pertenecer. Debía de imaginar que en aquel momento la vieja casa abandonada era para Juan, ante todo, la añoranza de su madre recién desaparecida. Pero nada dijo sobre el particular, porque la urgencia del amante es egoísta y sólo busca su desahogo y porque los dos habían acordado ya dar prioridad absoluta a su sed y no hacía falta fingir ni mostrarse correcto.

Hubo un momento de vacilación al entrar en la habitación y ver la cama. Pero lo resolvió ella enseguida empujándole hacia el lecho y obligándolo a sentarse, mientras una sonrisa maliciosa le asomaba al rostro. Luego, se separó unos pasos y se plantó frente a él.

– Quiero que sientas que no te queda nada de mí por disfrutar -dijo-. Quiero que me hagas todo lo que se te pase por la cabeza.

Comenzó a desabrocharse el vestido. Se cerraba por delante, con una larga fila de botones. Juan pensó entonces que ella lo había elegido pensando en la posibilidad de hacer lo que ahora estaba haciendo. Fue soltando un botón detrás de otro, sin apresurarse, hasta que llegó al último. Entonces se abrió la prenda, encogió un poco los hombros hacia atrás y la dejó caer a sus pies. Llevaba una combinación blanca de finos tirantes. Primero retiró uno, después el otro, y dejó que la tela se sostuviera sólo en sus pechos. Seguían siendo lo bastante firmes como para retenerla. Se llevó las manos a las costillas y fue subiéndolas palmo a palmo hasta el filo del tejido, en el que enredó sus pulgares, mientras el resto de los dedos los apretaba contra su cuerpo. Retiró la combinación como si fuera la membrana de una crisálida, y de debajo saltaron sus pezones de niña, que a Juan siempre le habían parecido tan extraños y tan turbadores en aquellos pechos airosos y rotundos. Blanca le miraba fijamente, disfrutando del ansia que le veía asomar a los ojos, orgullosa de su belleza, que era frágil como un brote de hierba frente a la inexorable reja de arado del tiempo, pero que en aquel segundo de esplendor, ante el hombre que la deseaba, era a la vez tan inmensa e indiscutible como el arco de una órbita planetaria.

Tuvo que ayudarse para que la combinación pasara de las caderas. En ellas, y en el vientre y los muslos amplios, llevaba Blanca escrito que ya no era una muchacha, y es posible que al comprobarlo Juan sintiera desfallecer su ardor, pero sólo porque rompía la ilusión de regresar a aquella época en la que aún no se había malogrado todo, obligándole a recordar lo que ahora los separaba; no, en modo alguno, porque la mujer que se le ofrecía le pareciera menos apetecible. Blanca seguía siendo un sueno, y tenerla tan cerca, saberla otra vez suya, le conmovía al borde de las lágrimas. Hacía mucho tiempo que no lloraba, ni siquiera lo había hecho al enterrar a su madre. Sólo son capaces de llorar los que sienten la belleza del mundo, y únicamente cuando el sentimiento es insoportable, como ocurre en la pérdida, pero también puede suceder en la posesión. Aquella tarde, Juan iba a poseerla y a la vez a comprobar hasta qué punto la había perdido. Y al verla allí, desnuda al fin, tuvo que esforzarse para no derrumbarse a sus pies.

– Todo es tuyo. Lo que quieras. Tienes carta blanca. Pudo ser porque ella eligiera decir aquellas dos palabras últimas, que por fuerza debían traerle feroces recuerdos. Aquella tarde, en la habitación que había cobijado tantas noches sus sueños infantiles, fálló a Blanca con un ímpetu salvaje y terminal. Mordió sus pechos, la abrió con los dedos por delante y por detrás, abrevó en su sexo y le hizo devorar el suyo hasta atragantarla. Desde hacía mucho tiempo no recordaba haber alcanzado una erección tan furiosa como la que vio repetirse una y otra vez sin esfuerzo, permitiéndole ensartarla de todas las formas y por todos los sitios imaginables, sin que ella se saciara nunca de recibir la furia de sus embestidas. La oyó gritar cosas que jamás había imaginado que pudiera siquiera pensar Blanca, pedirle que la jodiera como a una perra, que la rompiera por la mitad, que se lo diera todo, que quería llevárselo dentro y que no tenía que cuidarse de nada, ya sabía que su vientre era yermo y no debía temer ninguna consecuencia. Mientras la acometía por detrás, ella le aferraba los antebrazos, clavándole las uñas hasta rasgarle la piel. Y al tiempo que eyaculaba en las entrañas de Blanca, sentía la sangre que ella le hacía brotar y que bebió después fervorosamente, como quiso beber también su semen, resucitando el badajo exhausto y succionándolo hasta que él sintió un trallazo de fuego en los testículos y la oyó gemir y la vio cerrar los ojos extasiada mientras en su garganta se producía un gorgoteo ansioso.