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– Es tan sabrosa que me gustaría morderla -jadeó.

– Muérdela.

– ¿En serio?

– Muérdela. Haz lo que te plazca. Y se la mordió, como le mordió y le lamió el pellejo que continuaba y lo que había dentro, y aún siguió más allá.

Pudo sentir la lengua inquieta entrando y saliendo, mientras una mano le agarraba las partes como si fueran un trozo de tasajo inerte y él se acordaba sin remedio de los castrados que había visto en África. El goce se alternaba con el dolor pero al final todo era una sola cosa, una sacudida eléctrica que atestiguaba la terrible coherencia del universo, donde la carne buscaba a la carne para acariciarla o para desgarrarla y en el fondo, en lo uno como en lo otro, obedecía al mismo impulso ciego e inapelable. Sus manos, que ahora estrechaban el cuerpo de Blanca en el fragor de la contienda amorosa, eran las mismas que habían apretado una y otra vez el gatillo para perforar otros cuerpos, para infligir en ellos el negro agujero de entrada y abrirles el haz de piltrafas que dejaba la bala al salir. Las mismas manos que habían clavado la bayoneta en vientres, en ojos, en la carne amorfa de trincheras embarradas de sangre y orines. Las mismas manos que habían aferrado la pierna de un hombre, y absorbido su calor, y sofocado sus espasmos, mientras otro le rebanaba aquello mismo que ahora Blanca le besaba a él. Detrás de todo debía de haber un Dios, como ella creía. Pero un Dios cuyo amor era un insondable misterio de dulzura y horror mezclados en un mismo cáliz, del que todos tenían que beber, aunque unos más que otros.

Y ellos bebieron aquella noche hasta hartarse; hasta que las fuerzas les faltaron y se desplomaron embotados y sudorosos. Se abrazaron el uno al otro y pronto el sopor de los sentidos saturados se convirtió en un sueño plomizo al que se abandonaron juntos. Él soñó con llanos amarillos, mares grises, cuchillos ensangrentados disparos. Ella, con hombres sin rostro que la esperaban en andenes de estación, sosteniendo ramos de flores rojas que le iban tendiendo, marchitas, hasta que llegaba a uno que le ofrecía un clavel y al cogerlo y meterlo golosa en su boca se convertía en una fruta que se fundía sobre su lengua y le inundaba la garganta. El alba los sorprendió como se habían dormido, enlazados, y Juan, mientras se desperezaba, hizo sentir a sus muslos el frío suave de los flancos de Blanca. Ella abrió los ojos y lo miró como si estuviera viendo el único amanecer entero de su vida, el primero que compartían y que ambos sabían, ya, que sería el último. Entonces reparó en un relámpago blanquecino que surcaba la piel del hombro izquierdo del hombre. Pasó despacio el dedo sobre la cicatriz, palpando su relieve, la trama anómala de la carne nudosa pero agradable.

– Una bala -explicó él, antes de que ella le preguntara-. La única que me tocó, en tres años. Pero fue buena conmigo, sólo me rozó. Al principio ni la sentí. La carne no siente enseguida el fuego de la bala, tarda unos segundos, porque la bala es más rápida que nuestras sensaciones.

El tiro me vino en ángulo, desde el lado derecho, mientras corría. Si hubiera corrido un poco más deprisa, ahora no podría contártelo.

– Virgen santa -dijo ella-. Ahora veo que tenía razones para asustarme cuando pensaba que estabas allí, enfrente de los moros.

– Bueno, era cuestión de suerte. Lo malo es que nunca sabes de antemano de qué va a depender, la suerte, y que a veces uno la tiene de la manera más peregrina. Allí, por ejemplo, era una suerte ser bajo, porque a los altos resultaba más fácil darles, sobre todo si no tenían cuidado de agacharse todo el tiempo para no sobresalir del parapeto.

– Tú no eres bajo.

– No, tuvo que ser otra cosa. Uno de los moros que estaban con nosotros me dijo, cuando vio el tiro, que tenía lo que ellos llaman baraka.

– Baraka. ¿Qué significa?

– Suerte, pero también algo más. La baraka es una especie de distinción, una fuerza especial que Alá pone en uno, y que no necesariamente trae fortuna. A menudo la baraka tiene un reverso, porque Dios a los que favorece también les exige más que a los otros.

– ¿Eso crees?

– Eso me dijo él. Yo no soy musulmán. No lo sé.

– No te rías de mí -protestó-. Te preguntaba en serio.

Se había ofendido. Como si notara que él le escondía algo y no pudiera aceptar esa reserva. Juan trató de rectificar, en lo que podía.

– Nadie sabe nada de estas cosas -se disculpó-. Puede que sí, que el que sobrevive sea un elegido, pero que eso no siempre sea una suerte. Los moros son sabios, a su manera. Hay una historia que leí de niño, y que después de volver de África busqué para releerla, porque no la recordaba bien. Había olvidado cómo terminaba, los nombres de los personajes, en fin, detalles importantes. Es la historia de Bálder y Freya, una leyenda nórdica. ¿Has oído hablar de ella alguna vez?

– No.

– Bálder, hijo de Odín y de Freya, era el más amable y el más amado de los dioses. Pero desde niño vivía angustiado por pesadillas que le anunciaban que su muerte estaba cerca. Para curarlo de la inquietud en que vivía, Freya pidió a toda la creación gracia para su hijo. El agua y el fuego, los metales y la tierra, la madera y las piedras, los animales y las enfermedades le juraron a Freya no dañar nunca a Bálder. Al hacerse invulnerable, los demás jugaban a arrojarle toda clase de venablos, que él aguardaba impasible, porque sabía que al llegar a él se desviarían. Y así fue, durante mucho tiempo. Hasta que un día, el pérfido Loki se las arregló para encontrar una rama de muérdago que no había hecho el pacto con Freya. De ella sacó una azagaya y se la dio al ciego Hodur, hermano de Bálder. El ciego, como hacían todos, jugó a tirársela. Y el muérdago se clavó en el pecho de Bálder y lo mató.

Blanca quedó pensativa, arrebujada bajo la colcha.

– Qué historia más triste -juzgó-. ¿Qué me quieres decir con ella?

– Nada -respondió él-. Sólo es un ejemplo de lo que te contaba. A Bálder le perdió el don que había recibido, que le atrajo la envidia de Loki y le expuso al lanzazo del ciego. Freya le hizo un mal favor.

Entonces ella intuyó algo. Acaso supo, pero sólo borrosamente.

– Dios, Juan -exclamó-. ¿Qué te ha pasado?

9

Qué me ha pasado.

Blanca, mi amor, mi vida, mi perdición. Qué no me ha pasado, desde que te esfumaste una tarde a las puertas de una iglesia. Por dónde empezar a contarte mi descenso, mi miseria, mi ruina. Qué parte de ella escoger para que me entiendas, para que sepas, lo que nunca podrás, ni debes, saber o entender. Puedo hablarte de la soledad infinita de estar a punto de morir en medio de la noche. Puedo hablarte de la muerte consumada y repetida de saber que has arrebatado una vida ajena, que tu mano ha sido el instrumento de los dioses más siniestros de alguien y que has desempeñado bien ese papel. Puedo hablarte de otra clase de indignidad, la de estar durante días delirando entre fiebres y echando las tripas en chorros malolientes y salpicados de sangre, por culpa del agua podrida. Y de cómo todavía hoy, a la menor, el estómago que las tifoídeas estropearon para siempre se me rebela y convierte en vómito o diarrea los manjares más exquisitos que puedas imaginar. Puedo hablarte de levantarme días y días ciego y muerto como un trozo de madera; o aterrorizado como una niña ante su primera menstruación; o yerto y sin esperanza como una madre que ha matado a sus hijos y no encuentra perdón en la tierra ni en el cielo.

Puedo contarte toda clase de historias lúgubres, sórdidas o terribles, pero no puedo explicarte nada porque después de los años y de las caídas y de los intentos de volver a ponerme en pie, nada consigo explicarme. Sólo sé que un día, cuando el mundo era nuevo y yo todavía estaba limpio, decidí, lleno de amor y de la nobleza y la generosidad que nunca había tenido antes, tomar una senda, tu senda. Que supe que ese acto mío quebrantaba algunas leyes, las de la moral y la religión que habían intentado inculcarme, las de tu compromiso todavía no deshecho, y acaso las que hasta aquel día me habían abocado a ser un muchacho descontento y un poco funerario. Pero juro que no me sentí malo, que creí que todas las infracciones, todos los perjuicios, eran nimios al lado del torrente de belleza y bondad que me envolvía en tu presencia. Y sin embargo, ese día dejé abierta la ruta por la que iba a despeñarme hasta los peores confines del error. Tantas veces he pensado en la crueldad que representa esto, que los errores sólo podamos calibrarlos debidamente cuando nos están pasando la factura, y que yo hubiera de cometer el error máximo, el más definitivo e insuperable, con poco más de veinte años, sin apenas recursos para luchar contra él y contra sus consecuencias. Pero si algo he aprendido en este áspero y degradante camino es que de nada sirve lamentarse y de menos aún implorar clemencia, retroactiva o futura. Que uno debe aprender a vivir en la postración, en la infamia, en la indigencia; a pelear sabiéndose solo, vejado, estafado; a alzar la mirada y sostenérsela al lobo aún mucho después de que haya quedado establecido sin lugar para la incertidumbre que el lobo ha vencido y sólo espera a terminar de devorar la pieza cobrada. Si tú supieras, Blanca, qué sucio, qué débil, qué vil he sido, y con qué firmeza, aun entonces, he sujetado mis armas, negándome a entregarlas, mostrándole a las claras al enemigo que para quitármelas no tendría más remedio que cortarme los brazos.