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Pero, para decírtelo todo, tendría que contarte también, Blanca, la nueva ignominia que sumé entonces a todas las que ya llevaba. Porque para poder seguir adelante, para disfrutar de mí nueva suerte y beneficiarme de aquella manera (aunque fuera intermitente) de sustraerme a la cochambre de la primera línea, hube de hacer un nuevo aprendizaje ominoso. Debí convertirme en un artista de la mentira y la simulación, habilidad que después me ha prestado no pocos servicios de importancia. Debí convencer a quienes me impusieron los galones, primero, de que era un fanático y un cómitre a la medida de lo que ellos deseaban; hasta llegué a persuadirles de que creía en todos los dislates que me obligaban a proferir con las venas de¡ cuello a punto de reventar. Debí fingir también ante los que estaban a mis órdenes, sepultando en un sótano al que nunca pudiera llegar su mirada lo que de veras creía acerca de aquella guerra y de quienes en ella medraban y se complacían. Me hice mentiroso, y recibí la recompensa que toca al que miente: me quedé completamente solo.

Bueno, completamente no. Había alguien a quien me unía algo, compartir un secreto que a ambos nos podía destruir si lo descubrían. Fue mi único compañero, el único con el que llegué a mantener una relación duradera de amistad (los otros con los que acaso pude murieron demasiado pronto). No éramos iguales, ni siquiera parecidos. Él no se encontraba mal allí, y en cierto momento decidió que se quedaría mientras no le echasen. Pero, pese a nuestra actitud despareja, nos apoyamos el uno al otro, y nos respetamos siempre. También él se hizo sargento. Cuando se cumplió mi compromiso y recibí la libertad, él no me afeó que decidiera aprovecharla y largarme. Tampoco yo le juzgué mal, a Poveda, por elegir quedarse en el Tercio y seguir haciendo aquella puta guerra. Lo que había entre ambos estaba muy por encima de esas cuestiones.

Y después, qué contarte, Blanca. Regresar a un mundo en el que sabes que ya siempre vas a ser extranjero, donde todos te miran con reparo, conmiseración o repugnancia, hasta que aciertas a hacer olvidar que estuviste allí, y eso te alivia algo, porque nunca has aspirado a que te entienda nadie, y sólo deseas su ignorancia para que sustituyan el recelo por la indiferencia. Pero tú sigues recordando, día a día y noche a noche, y sabes que tendrás que mentir ahora y siempre y que cada vez vas a estar más irremisiblemente solo.

Cuesta aceptarlo. He trabajado para perfeccionar mi mentira, para hacerla confortable. Mi carrera terminada. Mis oposiciones. Mi puesto de funcionario. Mi matrimonio. Pero no te engaño. Quisiera dejar de estar solo. Me arrodillaría llorando a los pies de quien pudiera librarme de esta condena.

Todo esto te diría, Blanca, si pudiera contarte lo que no puedo. Porque si hay alguna remota esperanza para nosotros, así la estaría asesinando.

10

No me pasó nada -dijo, tras aquel silencio-. Nada de lo que pueda presumir ahora como víctima, nada por lo que debieras tenerme pena. Nunca he querido que nadie me la tuviera. Y menos tú.

Blanca trataba de ver más allá de sus palabras. Eligió lo más obvio:

– Debió de ser terrible aquello. Por eso lo callas.

– No siempre. La mayor parte del tiempo nos aburríamos mucho. Y también bromeábamos. Como San Lorenzo mientras lo asaban.

Se rió, pero ella no lo acompañó en aquella risa. Le rogó, solemne:

– Dime cómo fue. Me gustaría que me lo contaras. No debes tener miedo de impresionarme, o de que piense mal de ti. Todo lo que has vivido quisiera vivirlo yo, aunque sólo sea escuchándolo. Y nada tuyo puedo dejar de aceptarlo, sea lo que sea.

– Fue a tiro limpio, Blanca, qué más quieres saber. Ellos nos mataban y nosotros los matábamos, y tanto ellos como nosotros nos acostumbramos al juego, porque los que no se acostumbraban se quedaban allí, y nadie quiere terminar tumbado panza arriba antes de tiempo. No hay más literatura que hacer. Todo el que te lo cuente con más adornos te estará mintiendo, o te estará utilizando para hacerse su propia mentira. Y yo no voy a utilizarte para eso ni para ninguna otra cosa.

Fue la mejor manera que se le ocurrió de mentirle, ocultar su verdad detrás de otra menos concreta. A ella no podía despacharla como a los demás, a quienes ni siquiera les decía aquello. Blanca, aunque viviera del otro lado, estaba demasiado cerca del tabique, y tenía la inteligencia suficiente como para no tragarse cualquier evasiva. Ella no se quedó conforme, pero entendió que no iba a sacarle de eso y no insistió más. Alzó la mirada al techo y la dejó allí. Durante un rato permanecieron así los dos, sin decir palabra, mientras afuera se abría paso el día con su impetuoso coro de pájaros. Pero esta vez el día que comenzaba no le traía a Juan un presagio de novedades, así fuera endeble y finalmente desmentido por el transcurso de las horas. Más bien al revés. Tras lo que había tenido aquella noche, el día sólo podía significar despojarse y retroceder al páramo de su transcurrir habitual.

Miró de reojo a Blanca. Se la veía cansada y también un poco vencida. Por primera vez desde que la conocía, le ofreció ella una imagen de rutina, de ser normal y corriente expuesto a las decepciones y deterioros de la existencia. Por primera vez, después de haber sido éxtasis y tragedia, devoción y locura, le daba la impresión de que eran rutina ellos mismos. Pensó que si todo hubiera ocurrido de otra forma, si no fuera una extraña quien yacía con él aquella mañana, sino una compañera de fatigas sobradamente conocida en sus manías y sus flaquezas, podrían estar ahora bostezando de tedio y soportándose por simple cortesía o utilidad. Comprendió también que nada era posible, y que no tenía ningún sentido rebelarse contra ello, porque si ella había sido alguna vez la solución, ahora ya no podía serlo en absoluto.

Fue precisamente entonces, ratificando ante sí mismo su desvalimiento, y dejándoselo entrever a ella, cuando le pidió:

– Cásate conmigo, Blanca.

Ella abrió mucho los ojos. No se volvió inmediatamente hacia él. Cuando lo hizo, su rostro había recobrado la compostura habitual.

– Eso no puede ser, Juan. Tú lo sabes.

– Sí puede ser. Ahora hay divorcio. Aunque lo haya traído la República, los monárquicos también podéis beneficiaros.

– ¿Lo estás diciendo en serio?

– Por qué no. Podemos hacerlo. Recobrar lo que es nuestro. Lo que hemos perdido durante tantos años. Sin avergonzarnos ante nadie. Sin tener que escondernos, bendecidos por la ley.

Ella meneó la cabeza, despacio. -No puede ser. Tu República podrá separar a otros, pero yo estoy casada ante Dios. Y a Él no pueden mandarle con sus leyes.

– Eso no es verdad. No puedes creer en ese vínculo por el hecho de que un cura estuviera delante. Si hay un Dios, no puede sentirse ligado por eso. Si hay un Dios, sabe que tú con quien estás casada es conmigo. Tú eres mi esposa ante él, y yo tu esposo. Lo otro es una farsa. _No -repitió ella-. Tienes razón en una parte, pero te confundes al final. Es verdad que nunca podré ser de nadie como he sido tuya. Pero me casé con otro hombre, y tú te casaste con otra mujer. Podemos desearnos, podemos pecar como lo hemos hecho, y no me arrepiento, para eso somos libres y fue además Dios el que nos hizo así. Pero no podemos dejar de estar casados con quienes estamos. No ante Dios.

– No podré creer nunca en ese Dios tuyo.

– Pero yo sí creo, Juan. Y me gustaría dejar de hacerlo para contentarte, pero no puedo. Tampoco puedo abandonar a mi marido. Aunque no hubiera Dios. Ni sería Justo por mi parte, ni él sería capaz de soportarlo, ni yo podría estar bien nunca sabiendo que él no lo está.

– Ya recuerdo. Ya oí eso mismo. Hace once años.

– Algunas cosas no cambian. Y yo soy la primera que lo lamenta. Te juro que me duele tener que repetírtelo.

– ¿Y qué te hace pensar que yo sí lo soportaré? Blanca no respondió enseguida. Se incorporó, lo volvió a mirar amorosamente, le acarició despacio la mejilla.

– Siempre sentí que tú eras más fuerte. Ahora no me cabe ninguna duda. Tú mismo me has ayudado a confirmarlo. La vida es así, como te decían los moros. Unos tienen el don, y pueden sobrevivir al fuego y vivir sin ser felices. A veces pienso que yo lo tengo un poco, pero quien lo tiene seguro eres tú. Y quien no lo tiene seguro es él. A él lo habrían matado en África; gracias a Dios su familia pagó la cuota para librarle. No te diré que todo esté claro, pero esto sí lo está para mí. Si tengo que elegir a quien hiero, sí es verdad que la decisión la pone el destino en mis manos, no tengo duda de que debo herirte a ti. Aunque te quiera más que a mi alma y aunque vaya a echarte siempre de menos.

Una vez más, pero ésta era la definitiva, admitió que ella tenía razón. No necesariamente por los motivos que alegaba. Si se miraba con detenimiento, le costaba reconocerse en la imagen que ella parecía tener de él; en aquel instante preciso se sentía, al contrario, el más menesteroso de los hombres. Tampoco podía creer en los vericuetos por los que según ella se expresaba y comprometía la voluntad divina, y que su razón le llevaba a desechar como supersticiones. Pero por detrás o por encima de su discurso, Blanca estaba en lo cierto. Su historia había sido escrita ya, por alguien o por la obtusa inercia de la materia, eso era lo de menos; y su historia era que no iban a vivir juntos. Los dos iban a estar solos, siempre, pero él mucho más que ella. Llegado a este punto, no le quedaba otra cosa que conformarse, y mostrar en eso, en la conformidad, la gallardía que perdería si seguía implorándole.