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– Ahí está, que vean que nosotros también tenemos algo para darles por culo -exclamó el miliciano Toribio, mientras hacía ondear la boina.

– Bueno, por lo menos siguen mandándonos aviones, todavía no nos han abandonado del todo -dijo el teniente Ramírez.

Las esperanzas de la ciudad se cifraban en un par de columnas que avanzaban desde Madrid hacia Mérida, y que después de recuperarla marcharían sobre Badajoz para socorrerlos. Sin saber sí la información era fiable o un bulo inventado para sostenerles la moral, Ramírez, como Faura, no se hacía ilusiones. Ya era difícil que aquellas columnas pudieran recobrar Mérida de quienes la habían tomado, y Badajoz, sí acaso, vendría después. Mientras que el enemigo ya estaba allí.

Desde el cercano baluarte de Santa María alguien hizo fuego de ametralladora. Les costó discernir, al principio, si disparaban contra la ciudad o contra los de enfrente. Ramírez miró con los prismáticos.

– Anda, es nuestro teniente coronel -informó-. Tirando él mismo con la ametralladora contra los cuarteles. Y Puigdengolas está también.

No era un detalle muy alentador. Si los máximos jefes militares de la ciudad tenían que acudir a la muralla a manejar las ametralladoras que sus hombres vacilaban en disparar, arreglados estaban. Poco después pasaron el mismo teniente coronel de Carabineros y el comandante de la plaza por el baluarte de la Trinidad. Los dos venían desencajados y de un humor de perros. El teniente coronel llevaba su uniforme reglamentario, con las dos estrellas de ocho puntas bien visibles, Puigdengolas, pese a su rango y su condición de militar profesional, vestía un mono de miliciano sobre el que lucía los distintivos de coronel. Una forma de proclamar su alineación con el pueblo, o de conjurar el recelo que suscitaban sus compañeros de armas y presionarlos a éstos para que no rehuyeran defender a la República. El teniente coronel les ordenó que disparasen contra el enemigo tan pronto como lo tuvieran a tiro, mientras Puigdengolas y los otros jefes supervisaban las defensas y verificaban que tuvieran munición suficiente. Hacia la zona de Menacho estalló un nutrido fuego de fusilería. Al oírlo, los mandos concluyeron la precipitada inspección y volvieron sobre sus pasos.

– Con más coroneles como éste, otro gallo cantaría -dijo Toribio.

– Huevos le están echando -admitió Corral.

– No sabes cuántos, chico -apostilló Ramírez. Anochecía ya cuando vieron a los primeros tomando posiciones al otro lado del puente de San Roque. Al amparo de las sombras, las figuritas marrones, varias de ellas tocadas con el absurdo turbante blanco, que ayudaba mucho a localizarlas, correteaban raudas y encogidas.

– Ahí están. Los putos moros -dijo el sargento Robles-. Deja, chaval.

El soldado se apartó y Robles empuñó la ametralladora. Envió un par de ráfagas cortas para colocar el tiro y luego barrió dos veces. Los regulares desaparecieron de la vista. Devolvieron el fuego, pero apenas fueron tres o cuatro disparos, más para asustar que otra cosa. El silbido de las balas sobre sus cabezas, con todo, agachó a unos cuantos.

– Bueno, tontos no son -apreció Corral-. Se esconden.

– Oué te habías creído? -dijo Robles-. Ésos nacen sabiendo.

– No tires por tirar -le pidió Faura al sargento-. Sólo para impedir que se coloquen más cerca. Hoy ya no van a hacer nada.

– Ya pueden tomarse un respiro, no se les ha dado mal el día -opinó Ramírez-. Se ve que el trece sólo nos trae mala suerte a nosotros.

Cuando la noche terminó de caer, cesó toda actividad enfrente. Hacia la zona de los cuarteles volvieron a oírse tiros, pero en torno a la Puerta de la Trinidad se mantuvo la tregua. Unos y otros la necesitaban, y a ninguno le cabía ya la menor duda: al día siguiente, tan pronto como despuntara el alba, se jugaría la partida crucial. Faura contempló, absorto, el cielo de aquella noche que le daban de propina.

6

Como otras muchas de las últimas noches, aunque aquélla con mayor motivo, a Badajoz le costaba dormirse. No dejaban de sonar disparos hacia el oeste de donde se hallaban Faura y su gente. También se oían detonaciones de cuando en cuando en otras partes de la ciudad. Sus habitantes, y los muchos forasteros venidos del campo que en ella se habían refugiado, vivían ya acostumbrados al ruido de los tiros, cuyo rumor discontinuo les iba marcando el paso del tiempo. En el baluarte de la Trinidad, tumbados en la terraza que se extendía sobre los murallones, a diez metros de altura sobre el suelo, dormitaban los milicianos y los carabineros que no estaban de guardia. Ninguno llegaba a dormirse del todo, entre el jaleo y la dureza del lecho, pero aquel poco rato que lograran amortiguar el peso de su conciencia era todo el descanso de que iban a disfrutar, y como fuera lo aprovechaban.

Faura no podía dormir. Tampoco Ramírez. Miraban hacia San Roque, mientras fumaban ceremoniosamente sus respectivos cigarros. Cualquier otra noche, aquél habría sido un lugar agradable. Corría el aire, se tenía hermosa vista. Antes de que empezara la guerra, aquella vieja fortificación en desuso ofrecía a los enamorados que trepaban a lo alto de sus escarpas un buen sitio para gozar de intimidad.

– La una y diez -dijo Ramírez-. ¿Qué pueden quedar, cinco horas?

– Más o menos -asintió Faura.

– En fin. Todo llega.

– Sí. Tarde o temprano.

El teniente meneó la cabeza.

– ¿Sabes que según las modernas teorías militares, o por lo menos según las que a mí me contaron en la academia que eran las más modernas, esto que hacemos es una soberana gilipollez?

– ¿Cómo? -preguntó Faura.

– Sí. Con la artillería actual, la aviación y los medios mecanizados, la defensa estática de una fortificación es inviable. Puedes causarle algún desgaste al enemigo, pero nunca vencerle. La máxima táctica clásica es que el que defiende tiene ventaja. Pero si dejas al otro toda la iniciativa, con los medios actuales, la ventaja se invierte. El atacante sólo tiene que buscar el eslabón débil de la cadena defensiva y romperlo.

– No te sabía tan versado, Ramírez.

– Saqué buen número. El nueve de mi promoción.

– Y todo para al final hacerte policía fronterizo.

– Mi padre era carabinero. Yo ya venía para esto. Cuando una cosa la tienes en la sangre, tira mucho. Para ti sólo soy un policía fronterizo. Para mí, visto el uniforme que vestía mi padre y llevo sobre él las estrellas que él no llegó a alcanzar y siempre soñó que yo llevara.

Faura se sintió avergonzado.

– Perdona, era una manera estúpida de hablar -se excusó.

– No, si somos eso. Policías de costas y fronteras. No me ofendo.

– En cuanto a lo otro, supongo que tienes razón -convino Faura-. No creo tampoco que sea manera de vencer a los que tenemos delante.

– No lo digo en demérito de mis jefes, ni de Puigdengolas, o quien sea que haya tenido la idea. Con lo que hay, es lo único que se puede hacer. Otra cosa sería que el regimiento de infantería fuera una unidad operativa, y que se pudiera confiar en sus fuerzas y sus mandos.

– El regimiento ya no existe para nosotros. Más allá de Robles y esa ametralladora. Y da gracias de que al menos tengamos eso.

De pronto, el teniente quedó sumido en un silencio sombrío.

– ¿No te entran dudas, Faura?

– ¿De qué?

– De si no tendríamos que aprovechar ahora y escapar. Salvar a estos hombres de la matanza, y salvarnos nosotros.

– Tú eres oficial, Ramírez. ¿Crees que eso es lo correcto?

– No, claro que no. El oficial siempre reclamará para sí los puestos de mayor riesgo y fatiga, dicen las ordenanzas. Que haya tantos maricas con estrellas que se pasen eso por el arco del triunfo no me da excusa para hacerlo yo también. Pero no pienso por mí. Sino por mi gente. Y por la República. Esta batalla está perdida. A lo mejor nuestras fuerzas sirven para más en otra, donde no salgamos de partida tan mal.

Faura sopesó como merecía la cuestión que suscitaba Ramírez. No eran las palabras de un cobarde o un traidor. Ni siquiera las de alguien que se planteara la posibilidad real de hacer aquello que sugería.

– Tal vez, si pudiéramos sacarlos a todos -dijo-. No sólo a los que están contigo o conmigo, sino a todos los que han venido de los pueblos, a todos los que ahora están asustados e indefensos dentro de esta ciudad. Pero como eso no es posible, a mí me parece que tenemos que defenderlos. Mientras se pueda. Y luego, que Dios reparta suerte.

– No sé si lo tengo tan claro como tú -replicó Ramírez-. Quiero decir, no me pienso mover de aquí, y estoy dispuesto a sostener este baluarte con mis hombres como sea, pero me pregunto si no es más que un acto de orgullo, una puerilidad. Si no sería más inteligente irse, dejar que entren, para que la gente sufra menos de lo que va a sufrir.

– La gente va a sufrir igual. La guerra tiene eso, y más ésta, que rezuma la peor clase de odio. Pero yo quizá tenga una ventaja. No entro a juzgar si esto es lo más inteligente o no. Verás, hace años, en una coyuntura similar a ésta, fui listo, cuidé de mí mismo y salvé la vida. Por eso puedo estar hoy aquí, y por eso pude conocer otras muchas cosas, pero durante años he tenido que vivir con la sensación de que no hice lo que habría debido. No voy a volver a tenerla a cuenta de esto. Si huyo, sé que no estaré cumpliendo mi deber. Reconozco el derecho de mis hombres a salvar su pellejo, si quieren, porque nadie es quién para imponerle a otro el sacrificio. Reconozco tu propio derecho también. Pero con los que decidan quedarse me quedaré yo. Y tranquilo.

– ¿No tienes miedo?

– Claro que lo tengo. Sé cómo es esa gente que nos van a echar encima. Pero una vez que me doy cuenta, y acepto el miedo que me dan, me toca hacer algo con él. Y lo que decido es tragármelo. Porque sé que si no me lo trago será peor, y que lo que tenga que pasar, pasará.