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Ramírez le observó con simpatía.

– No habrías hecho un mal oficial, Faura.

– Sólo llegué a sargento, y me conformo. De hecho lo considero moralmente superior a ser general. ¿Sabes por qué? Porque un sargento nunca ordena a nadie comerse una mierda que él no vaya a comer.

– Muy bien, me doy por despreciado -anotó Ramírez, con buen humor-, aunque no vaya a llegar nunca a general.

– Perdona la sinceridad. O la simpleza.

– Hablando en serio -reiteró Ramírez-. ¿De qué sirve lo que vamos a hacer? Dime que para algo. Sólo me gustaría creerlo.

– De qué sirvió que Leónidas y los suyos se hicieran matar en las Termópilas. Para dejar a la memoria de la gente venidera un ejemplo de dignidad. Luchar ahora sirve para enseñarles a los que quieren ponernos sus cadenas que podrán obligarnos a soportarlas, pero no impedir que las despreciemos. Y en el futuro, los que recuerden cómo se luchó aquí por la razón y la justicia sentirán el deber de vivir con arreglo a ellas, y no acorralados por el temor y por el interés.

– Muy bonito, compañero. Pero a lo peor nadie se acuerda.

– Alguien se acordará. Y hará por recordarlo a los otros.

– Eres un romántico… Y un peculiar inspector de Aduanas.

– No creas. Y tú y yo tenemos mucho en común. El oficio de los dos consiste en vigilar la frontera. Los dos sabemos que los contrabandistas pasan una y otra vez. Y los dos seguimos pese a todo vigilando.

– Incluso ahora. Insomnes como lechuzas -bromeó Ramírez.

– Quien no escudriña la noche, no conoce la vida.

– Puede ser. Pero más nos valdría dormir un poco. El bombardeo empezó antes del amanecer. Lo primero que vio Faura, cuando abrió los ojos tras la primera explosión, fueron las manecillas de su reloj, que marcaban las cinco y treinta y cinco. Las granadas de artillería se sucedieron con furia sobre la muralla y cayeron también en la barricada levantada al pie para tapar la brecha. Con los lamentos de los primeros heridos acuciándolos, los carabineros y los milicianos se pegaron al parapeto o buscaron, abajo, el amparo de los recios muros. Desde las casas que había al otro lado del Rivillas empezaron a la vez a hacerles fuego de ametralladora, y menos de media hora más tarde vino la aviación para terminar de machacarlos. Los hombres se aplastaban contra el suelo y las defensas; sólo las ametralladoras soltaban algunas ráfagas. Aquello no era más que la preparación, la infantería enemiga no asaltaría bajo aquella tormenta de metralla.

No tuvieron un respiro hasta unas horas después, cuando dos aviones propios bombardearon el campo enemigo. Entonces aprovecharon Faura y Ramírez para seguir las evoluciones de las tropas que tenían enfrente. Parecían haberse dividido en dos brazos, uno que iba por el sur, hacia la zona de la plaza de toros, donde había fuerte ruido de combates, y otro que rodeaba hacia el nordeste, hacia la alcazaba. A ellos, que quedaban en medio, los seguían incordiando con fuego de armas automáticas, pero no se percibían preparativos de asalto.

– Van a intentar hacer una pinza -dijo Ramírez-. Y parece que a nosotros nos dejan para después. Eso me da mala espina.

– Bueno, míralo por el lado positivo. Les inspiramos respeto.

– Por ahora. A media mañana pasó por allí un enlace de las milicias. Recorría la muralla para ver el estado de fuerzas en cada baluarte e informar al mando, o a lo que quedaba de él. También hacía de mensajero oficioso de las últimas noticias, y las más relevantes que traía eran que los militares del cuartel de la Bomba se habían pasado al enemigo y que el coronel Puigdengolas y otros altos oficiales habían subido en tres coches a primera hora de la mañana y se habían fugado a Portugal.

– Valiente jefe -maldijo Ramírez-. Ya ves, tanto mono y tanta hostia, y en cuanto la cosa se pone cuesta arriba, a salvarse él.

– No te quemes la sangre -lo calmó Faura-. Lo malo es que se sepa.

– ¿También ha huido mi teniente coronel? -preguntó Ramírez.

– No, Pastor los acompañó, pero volvió luego -dijo el enlace.

Y en efecto, pudieron comprobar que así era. Poco después pasó por allí el teniente coronel de Carabineros. En el sector de Puerta Trinidad y aledaños se concentraba el grueso de sus fuerzas, y fue recorriendo los baluartes para arengarlas. Toda su obsesión era que no se dejara de hacer fuego contra el enemigo. Faura le reconoció el valor y la energía que derrochaba, pero no juzgó que mostrara demasiado buen criterio al forzarles a gastar munición antes de tiempo. De todos modos, obedeció, como los demás, e hizo que los suyos disparasen. Alguna función cumplía ese fuego de hostigamiento, después de todo, para impedir que las tropas enemigas se desplegaran con comodidad.

– Le he dado a uno, joder, mirad -gritó el miliciano Corral, eufórico.

– No asomes tanto la cabeza, no vayan a darte a ti -advirtió Faura.

– Chúpate ésa, moraco sarnoso -porfiaba Corral. El día avanzaba con penosa lentitud. Hacia mediodía, había ruido de combates por todas partes. Aunque parecía que habían decidido atacar la muralla por varios sitios a la vez, en Puerta Trinidad no acababan de decidirse. El intercambio de disparos era constante, pero no daban signos de acometer. Aquella tardanza empezó a mosquear a Faura.

– No sé si no deberíamos enviar a alguien a mirar por ahí -le dijo a Ramírez-. No vaya a ser que intenten cogernos por la espalda.

– Manda a alguno de los tuyos -le propuso Ramírez-. Mis órdenes son no dejar que nadie de mi gente se mueva de aquí.

Faura llamó a Toribio. Confiaba en su lealtad, y en su capacidad para fisgar y para nadar en río revuelto. Le pidió que diera una vuelta por el interior de la ciudad y le trajera un informe de la situación.

– Descuida, camarada -dijo Toribio-. Dame sólo media hora.

A eso de las dos y media, Faura empezó a ver que enfrente predominaban los uniformes del Tercio. Los veía buscar posiciones, aunque no pudo aprovechar ninguna ocasión para tirarles, porque las ametralladoras enemigas cubrían con contundencia su despliegue. Pensó que hubieran podido ser los regulares con los que le tocara medirse. Aunque no le parecía mejor ni peor, quizá le habría sido más fácil. Pero no. Como si de cerrar un círculo se tratara, iba a tener que batirse con sus antiguos compañeros, y disparar contra el uniforme que había llevado. La maniobra que les veía ejecutar era la misma que había ejecutado él mismo, tantas veces que ahora no podía dejar de percatarse.

– Mi teniente -le dijo a Ramírez-. Nos llega el turno. Y a su gente le gritó:

– Todos atentos. Armas cargadas. Un camión blindado empezó a cruzar el puente. Sólo con que hubieran tenido morteros, o un cañón, aunque no fuera más que uno, se le ocurrió a Faura, todo habría sido diferente. Los habrían podido clavar ahí, y romper de paso el puente, complicándoles así vadear el arroyo. El teniente Ramírez se dirigió a un sargento de los suyos:

– Tened listas las bombas de mano. Tras el primer blindado salió un segundo. Comenzó entonces a arreciar el fuego de ametralladora que les hacían desde las casas.

– Relájate, chaval -le dijo el sargento Robles al soldado que le ayudaba con la ametralladora-. Ya nos tocará a nosotros.

Los blindados progresaron despacio hasta encontrarse al otro lado del puente. Desde la barricada hacían sobre ellos fuego de fusilería, que resultaba inoperante contra sus protecciones. Los dos camiones se pusieron paralelos y sus torretas empezaron a vomitar fuego contra la brecha. Al instante, sonaron un par de estampidos sordos. Faura identificó instantáneamente el sonido. Ellos sí que tenían morteros.

– Todo el mundo al suelo -vociferó. Una de las granadas de mortero estalló justo sobre la barricada, haciendo gran mortandad. La otra cayó en el lienzo de muralla contiguo a la puerta, diezmando a los carabineros que lo cubrían. Sobre las quejas de los heridos, se impuso de pronto un griterío ensordecedor.

Allí estaban, al fin, corriendo tras los blindados. El Tercio atacaba.

7

Ahora no había más remedio, aunque las ametralladoras enemigas siguieran disparando, que asomarse al parapeto y responder. Faura se irguió el primero, y mientras se echaba el máuser a la cara, gritó:

– Fuego, fuego. Vio de reojo cómo se alzaban Corral y Pajuelo, mientras los demás dudaban. Vio también cómo al otro lado Robles hacía crepitar con saña su ametralladora y los carabineros replicaban a su vez. Fue apenas una fracción de segundo, porque en la siguiente buscó entre la oleada de asaltantes a uno que viniera en línea más o menos recta hacia su posición, lo fijó en la mira y apretó el gatillo. Cuando el otro cayó, ya tenía la mano en el cerrojo. Aquél era el tercer legionario al que mataba en su vida, después de Bermejo y de Klemper, tantos años atrás.

Buscar un segundo objetivo no le resultó tan fácil. Los atacantes estaban cayendo como moscas, barridos por las ametralladoras de los baluartes y la barricada y por el eficaz fuego de fusil que hacían los carabineros (respecto del concurso de los suyos, no confiaba Faura en que fuera demasiado). Seguramente, quienes habían lanzado a los legionarios al asalto creían que enfrente tenían sólo un puñado de civiles inexpertos, y de repente se encontraban con la respuesta de unas tropas disciplinadas y efectivas, a las que habían concedido la baza, inestimable en cualquier choque, de desdeñarlas. No le extrañaba, en todo caso. La táctica era la misma que a menudo había visto en África, y que alguna vez, cuando la loma o la trinchera enemiga estaba bien defendida, le había dado ocasión de comprobar cómo una sección podía quedar casi entera sobre el campo. Eso le sucedía ahora a aquélla. A mitad de camino, los blindados se detuvieron. Apenas quedaban legionarios siguiéndoles, y los supervivientes retrocedían.

– Venga, no os paréis, que aquí tenéis a la novia -gritaba el sargento Robles, enardecido por el olor a pólvora y el estrépito de las ráfagas.