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– Vamos. Cuanto antes estemos en el campo, mejor. Todavía no había salido la luna y las sombras los amparaban. En fila india, siguiendo al sargento que abría la marcha, los legionarios recorrieron un trecho de terreno irregular hasta enlazar con el camino. Iban descubriendo los matojos al aplastarlos, las piedras al tropezar con ellas y enviar las más pequeñas y sueltas contra el hombre de delante. En una de ésas, Gallardo tropezó y estuvo a punto de tirar a López, que marchaba precediéndole.

– Cuidado, tú -se quejó el serbio.

– Perdona, quillo.

– No hagáis tanto ruido, coño -dijo Bermejo.

Una vez en el camino, el sargento se arrimó a la cuneta, para avanzar lo más cerca posible del flanco que podía ofrecerles mejor protección en caso de que se encontrasen con algún obstáculo. La pequeña columna le imitó. Los hombres, que sabían lo que era caminar por aquellas veredas, y lo que valía ir midiendo el paso y las energías, respiraban con una cadencia cautelosa. Una marcha siempre era una marcha, pero aquélla, entre las sombras y bajo el frescor de la noche, tenía un cariz especial, al que ninguno podía sustraerse. No había mucho más ruido que el de sus pasos, sordos y amortiguados por el esparto de las alpargatas. Se oía algún grillo, a veces el ulular de alguna ave nocturna y, cada vez más tenue, el rumor del campamento. Al fondo, de cuando en cuando, los más finos de oído creían percibir el chasquido de un pacazo; algún tirador rifeño que probaba fortuna sobre un blocao o un centinela distraído. Pero muchas veces, lo sabían, era la imaginación la que, de tanto esperar oírlo, acababa poniendo ese ruido en el cerebro. No se oía, en cambio, fuego de artillería. Los moros no desperdiciaban sus disparos de cañón, y los artilleros españoles bombardeaban sólo de día, preparando el terreno a los infantes, salvo que la cosa estuviera demasiado revuelta. Pero el frente, a la sazón, se mantenía tranquilo. Agazapados en sus guaridas, los contendientes reorganizaban sus fuerzas, con vistas al siguiente asalto.

A nadie le gustaba mucho andar por el campo de noche. Aquella tierra, inhóspita y amenazante a plena luz del día, lo era aún más cuando esa luz se retiraba. La desventaja que en esos momentos tenían los invasores frente a los indígenas, por su peor conocimiento del terreno, era extrema. De noche aprovechaban los moros para hacer sus movimientos, sin aviones ni cañones que pudieran estorbárselos, así como para ejecutar sus golpes de mano más mortíferos. Por eso, porque era aumentar al máximo el peligro, el pillaje nocturno se convertía para los legionarios en el más prestigioso de los alardes. Por eso también, Bermejo y sus hombres avanzaban por el camino sin permitir que sus ojos dejaran ni por un segundo de escudriñar los montes que los dominaban, atentos a tropezarse en cualquier momento con alguna presencia indeseada. Lo que podían hacer en tal eventualidad, ninguno, ni siquiera el sargento, lo tenía muy claro. Sabían cómo reaccionar en una descubierta diurna, con vanguardia, flanqueo y retaguardia de apoyo. Pero aquello era diferente. Estaban solos, no había reglas. Si se presentaba algún contratiempo, tendrían que afrontarlo como viniera, al modo de los moros. A fuerza de combatirlos, y acaso sin quererlo, algo habían aprendido de ellos: a no pensar demasiado en el futuro y a encomendarse en cada ocasión a lo que el destino les deparase.

Fue Balaguer, que era el más alto, quien primero avistó las siluetas que se acercaban en dirección contraria. En voz baja, dio el aviso:

– Mi sargento, por ahí viene alguien. Apenas le oyeron, varios se descolgaron del hombro el fusil.

– Chist, vosotros, el fusil lo último, sólo si no hay más remedio -advirtió el sargento-. Echad mano a los machetes.

Pero enseguida aflojó la alarma. Eran dos hombres que venían trastabillando por el camino, y traían a rastras algo que delataba su condición: un par de cabras que se les resistían con todas sus fuerzas.

– Eh, que son de los nuestros -dijo Gallardo. Siguieron, pues, caminando hacia ellos. Cuando los otros, en medio de su pugna con los animales, los vieron venir, quedaron paralizados.

– No os asustéis, que somos cristianos -gritó Bermejo.

– Me cago en… ¿De dónde salís? -preguntó uno.

– De dónde vamos a salir. De donde saliste tú, espabilao -dijo Navia.

– Coño, es que darse así de narices con un regimiento. Al pronto creímos que erais moros y que ya la habíamos cagado.

– ¿Quién eres? -interrogó el sargento, dirigiéndose al que hablaba.

– Gordillo, segunda compañía.

– ¿Y tú?

– Kraus, segunda compañía también -dijo el otro, con fuerte acento.

– ¿Dónde habéis cogido esas cabras?

– En un aduar, allí arriba -repuso Gordillo.

– ¿Os habéis tropezado con alguien?

– Los moros a los que les quitamos las cabras, nada más. Y porque fuimos al agujero donde estaban- Ha corrido la voz de que la Legión sale a divertirse de noche y no se atreven a asomar los hocicos.

– Mejor. ¿Y qué, sólo traéis las cabras?

– Qué va -se jactó Gordillo, y tras meterse la mano en el bolsillo sacó de él un puñado de cartuchos de fusil-. Les quitamos también esto. Entre lo que lleva el alemán y lo que llevo yo, cien cartuchos, lo menos. De los nuestros. El moro juraba que se los había encontrado en el campo. Pero no me convenció la cara con que lo decía. Así que le pegamos un afeitadito, para que la próxima vez se piense mejor la mentira. Enséñaselas, Kraus.

El otro legionario se sacó del bolsillo de la guerrera un pañuelo. Envueltas en él había dos orejas recién cortadas. Enteras, un buen trabajo.

– Se las llevamos a Suárez, uno de la compañía que colecciona. Las pone a secar al sol, una cochinada, pero antes que dejarlas tiradas allí…

– Schöne Ohren -opinó Klemper, dirigiéndose a Kraus

– Aber sie riechen wie Dünger -se quejó éste, mientras las envolvía otra vez.

– Ja, jetzt merke ich es.

– Eh, no habléis en esa mierda, que los demás no enteramos y no sabemos si no os estáis cagando en nuestra madre -protestó Gallardo.

– No te preocupes, que no nos cagamos en la madre de nadie -dijo Klemper.

– Y vosotros, ¿adónde vais? -preguntó Gordillo. Bermejo apartó la mirada y soltó un carraspeo. -Aquí, al lado. A ocuparnos de un asunto.

– Será un asunto serio, con toda la ferretería que lleváis encima.

– Lo que puedo decirte es que no es asunto tuyo Bermejo-. Y que no tienes por qué contarle a nadie que nos has visto.

– Ni yo ni el alemán vamos por ahí contando todo lo que vemos.

– Me parece buena política -asintió el sargento-. Anda, llevaos esas cabras. Y que os aprovechen.

– Eso no lo dude. Mañana mismo le dan sustancia al rancho de la compañía.

– Pues vamos. Con Dios.

– Con Dios.

Gordillo y Kraus no se hicieron de rogar más. Se alelaron por el camino hacia el campamento, con las dos cabras, los cien cartuchos, las dos orejas cortadas. Y con Dios, pensó Faura, sonriéndole a nadie en la oscuridad.

6

Como a todos los hombres, al legionario Faura le habían inculcado alguna vez una idea del bien y del mal, de la que nunca se había deshecho del todo. Como cualquiera también, sabía lo que era obrar sin atenerse a ella.

Aquella noche, mientras marchaba entre sus compañeros por el margen del camino, a Faura le dio por recapitular las malas acciones que había realizado a lo largo de su vida. Pudo ser porque el sargento había mencionado a Dios, de cuya mano le habían llegado aquellos primeros rudimentos de moral que aún ejercían algún peso en su conciencia. O lo hizo porque sí, porque realizar tal inventario le llevaba a rescatar historias del fondo de su memoria, y porque eso, recordar acontecimientos lejanos, tenía comprobado que era una buena técnica para enfrentar la fatiga y la pesadez de las marchas. Otros solían cantar, Pero aun si Faura hubiera sido aficionado a tal expansión, que no era el caso, aquélla no resultaba la circunstancia más propicia. Todos, incluso los más locuaces, iban sumidos en sus pensamientos.

¿Cuándo había sido la primera vez en que hizo el mal a sabiendas? Descartó todas las tropelías cometidas durante las escaramuzas infantiles con sus hermanos, que no eran más que episodios de la inevitable contienda por el espacio vital, el afecto materno y demás objetos de deseo del egoísmo pueril. Tenía que tratarse de una ofensa deliberada, a alguien impedido para responderle, y a la vez algo que hubiera podido ahorrarse. Una vieja estampa de crueldad se dibujó de pronto en su mente. Dos niños de nueve y siete años, su primo Adolfo y él, apaleando a un gato malherido. Sí, posiblemente aquélla había sido la primera vez. La historia le fue viniendo a jirones, deslavazados, pero de una asombrosa nitidez. Se acordó incluso del nombre del pájaro: Azafrán. Le habían puesto ese nombre por el color anaranjado. Era un canario ciego, que cantaba con una furia con la que parecía querer compensar la oscuridad en la que vivía. Estaba en la casa de Adolfo, pero por su trino y por la desdicha de la ceguera, todos lo querían de una manera singular. Tampoco era que Faura recordase sentir un cariño desmedido por el animalito, aunque sí una ternura que no tenía hacia otros. Una mañana, la jaula de Azafrán apareció vacía. En el suelo, a un par de metros, algunas de sus plumas y, como resto más notorio de la tragedia acaecida, la cabeza del canario. El suceso fue una conmoción para su primo Adolfo, que siempre estaba presumiendo ante los demás primos de que su canario era el que mejor cantaba, y en vano se le prometió reemplazarlo: Azafrán era único, nunca podrían regalarle otro igual. El crimen, desde luego, tenía inconfundible sello gatuno; lo que resultaba difícil, o más bien imposible, era dilucidar qué gato era el concreto responsable. Aunque en la casa no había ninguno, por las inmediaciones solían merodear varios. Esa misma tarde, Adolfo, con una sombría determinación en la mirada, le propuso que se apostaran hasta que se acercase uno. A él le pareció bien. Adolfo era su compañero habitual de juegos, y los dos años de diferencia entre ambos le conferían además cierta autoridad. Se agazaparon en el jardín, al pie de la terraza, y allí aguardaron hasta que hizo acto de presencia un felino de pelaje blanquinegro que se encaramó a la valla de un salto. Tras echar una ojeada, se dejó caer perezosamente y se estiró, avanzando el hocico en el aire. No tuvo tiempo de hacer mucho más. Cuando Faura quiso darse cuenta, Adolfo, que tenía un canto en la mano, se había puesto de pie y se lo había estampado al animal en la cabeza. El gato se desplomó, aturdido, y Adolfo saltó del escondite, vociferando ebrio de júbilo: