Andar por el campo en tales condiciones era aún más osado. Aquella tierra pelada se volvía lechosa y delatora a la luz de la luna, Mientras caminaba, Faura observó la nitidez con que su sombra y las de sus compañeros se proyectaban sobre la polvorienta lengua del camino. En la fantasmagórica atmósfera que esa noche adquiría el áspero paisaje del Rif, a ellos la luz los delineaba, y de paso los exponía, como muñecos indefensos. Nadie dijo nada, sin embargo, aunque Faura creyó advertir que el silencio en que ahora discurrían tenía una consistencia distinta. También alguno de los que iba delante parecía caminar más agachado. Y el paso de todos se había hecho más precavido.
El terreno que pisaban, por otra parte, era cada vez menos seguro: se acercaban a la línea defensiva que hacía, en aquella guerra de contornos siempre inciertos, las veces del frente. El camino pasaba cerca de un blocao en el que en alguna ocasión les había tocado hacer servicio, y por eso les constaba que éste era un momento crítico de su itinerario. Confirmándolo, el estampido de una detonación sacudió de pronto el aire. Todos calcularon automáticamente. No estaba lejos.
– Mierda, y ahora qué hacemos -se preguntó Navia, entre dientes.
– Bueno, esto era de esperar -opinó Klemper. Bermejo se detuvo. Y el pelotón tras él. -A ver si ahora os va a acojonar un tiro -dijo-. Ya hemos oído alguno antes, ¿no? Abrid bien los ojos y vamos a buscarlo.
– ¿Buscarlo? -dudó Navia.
– Al paco, coño. Tiene que estar tirándole al blocao. Pues no hay más que mirar desde dónde lo puede tener enfilado.
Echaron a andar- de nuevo, todos con la vista puesta en la falda de las montañas, aguardando al disparo que volviera a romper la quietud de la noche. Delante de ellos divisaban la forma toscamente rectangular del blocao, desde el que nadie devolvía el fuego.
– ¿Y si lo encontramos, mi sargento? -susurró Gallardo.
– Pues lo primero que hacemos es cuidarnos de que pueda vernos él a nosotros. Y luego ya veremos qué es lo que encarta.
Un nuevo tiro de fusil retumbó entre los montes.
– Allí, mi sargento -dijo López-. Junto a árbol aquél.
Volvieron a hacer alto. El lugar hacia el que señalaba el serbio se hallaba un poco más acá de la loma a la que se agarraba el blocao, a unos treinta metros por encima del nivel en el que ellos se encontraban. Si López estaba en lo cierto, tendrían que dar un rodeo para no ponerse a tiro del enemigo, porque el camino conducía derecho hacia allí.
Esperaron agazapados. Pasó medio minuto, inacabable. Al fin, un nuevo disparo rasgó la noche. Apenas un segundo después, otro más. Los fogonazos señalaron, inequívocos, la posición de la que partían. justo donde el árbol al que antes había apuntado López.
– O son más de uno o ese hijoputa recarga como Dios -dijo Casals.
– Tienen que ser dos, por lo menos -conjeturó el sargento.
– No podemos seguir por aquí, nos van a ver -dijo Klemper.
– Ya me doy cuenta, cabo. Todos miraron al sargento. Y Bermejo hubo de sentir, para eso llevaba los galones en la manga, que le tocaba encontrar la manera de salvar el escollo. No era algo que le pesara demasiado. Pero alargó el instante para hacerles notar a los demás la autoridad de su decisión.
– Tres voluntarios que se vengan conmigo -gruñó. En otro sitio, en otra circunstancia, entre otra gente, alguien habría preguntado para qué. En la Legión no se preguntaba. Apenas hubo un intervalo de un segundo. Casals, Gallardo y Balaguer alzaron la mano los primeros. Y el sargento los fue anotando con la mirada.
– Bien. El fusil a la espalda y el machete listo -les ordenó-. Klemper, tú te coges al resto y rodeáis por ese lado. Os doy quince minutos para llegar hasta aquel peñascal. Sin que os vean, a poder ser.
– No será fácil -consideró Klemper, evaluando sobre la marcha la exposición del apostadero que el sargento acababa de indicarle.
– Ya lo sé. Cuando estéis allí les tiráis. Que lo haga Faura. Una sola vez, y os pegáis al suelo. De lo demás nos ocupamos nosotros.
Faura, aunque su opinión no contara allí, juzgó apropiada la táctica que acababa de improvisar el sargento. Aparte de que fuera de ley echarles una mano a los pobres camaradas del blocao, librándoles de aquellos moscardones, la situación y sus propósitos exigían limpiar el obstáculo; pero debía hacerse de forma discreta, para no atraer hacia allí la atención de más enemigos. Convenía emplear poco fuego y una maniobra de distracción que les habilitara para rematar la faena por la espalda, al arma blanca. El sargento razonaba bien, no iba a discutirlo, aunque le tocara a él hacer de señuelo. Así era la guerra. Incluso cuando, como aquella noche, se hacía sin órdenes que la amparasen.
Bermejo partió con su grupo. Faura y los otros los vieron echar a trepar por la ladera que arrancaba del margen izquierdo del camino. Después, Klemper hizo una seña para recordarles que les correspondía afrontar su parte de la celada. También les tocaba escalar algo, aunque menos que a los otros. La luz de la luna hacía tan fácil como inquietante la subida entre los matorrales. Faura se forzó a recordar en todo momento que si él podía ver sin problemas dónde ponía el pie, también se les podía ver a ellos. La suerte era que los tiradores enemigos estarían concentrados en hacer puntería contra el blocao, y no contemplarían la posibilidad de que una partida de chiflados hubiera decidido aventurarse en la noche que les pertenecía. A espacios de un minuto, a veces de dos, seguían sonando los pacazos. Volvieron a oír dos muy seguidos, pero no descargas más nutridas. Eso hacía pensar que sólo eran dos. Tampoco necesitaban movilizar a más. Los moros, habituados a una vida de penuria en la que nada les sobraba, tenían un acusado sentido de la economía. Con un par de hombres y un puñado de cartuchos bastaba para mantener a las guarniciones de los blocaos sin dormir, mientras el grueso de los suyos reponía fuerzas. A la mañana siguiente, los tiradores nocturnos se retiraban a descansar y frente a los blocaos se apostaba gente fresca, para continuar haciéndoles la vida insoportable a los aturdidos soldados que allí resistían.
El último tramo lo cubrieron con especial precaución, desplegados para hacer menos bulto y avanzando tan encorvados como las piernas y las vértebras les permitían, Siempre atentos al sitio donde sabían escondidos a los moros, aprovechaban los momentos inmediatamente siguientes a sus disparos, en los que cabía suponerlos ocupados con la recarga del fusil, para salvar los trechos más expuestos. Sin contratiempos, y dentro del tiempo que el sargento había estipulado, alcanzaron el punto convenido. Faura, siguiendo la indicación de Klemper, buscó un sitio desde el que pudiera hacer con ventaja el fuego de distracción y resguardarse a continuación con suficientes garantías.
Con la sumisa costumbre del soldado, Faura aguardó la orden. Klemper, que para eso era el cabo y respondía ante Bermejo, controlaba el tiempo y decidiría el momento de actuar. Él sólo era un ejecutor. Veía por el rabillo del ojo a Navia, aplastado contra el suelo; López se encontraba más atrás, fuera de su campo de visión; y el cabo, cuya señal esperaba, a su derecha. Faura estaba ya en posición de disparo, con el árbol clavado en la mira del fusil. Podía intentar darle a uno, pero sabía que con aquella luz menguada las posibilidades disminuían, y tampoco era recomendable hacer un herido que perdiera la serenidad y con sus gritos alertase a otros. Había que matar, o si no, asegurar que el tiro se perdía donde no hiciera daño a nadie. Por eso escogió el árbol.
Sonó otro disparo. Después del fogonazo, el tirador se quedó ofreciendo blanco, demostrando que no esperaba respuesta del blocao y que no había advertido la presencia de los legionarios que tenía enfrente. Faura sintió la tentación de probar suerte, y fue una tentación poderosa. El moro seguía quieto, oteando ante sí con la cabeza erguida. Sin embargo, Faura no movió el fusil del punto en el que lo mantenía fijado, y cuando Klemper le hizo la seña, apretó el gatillo. El disparo restalló en la noche y la bala hizo saltar astillas del tronco seco.
Se echó al suelo al instante, con la nariz aún llena de olor a pólvora. Pero no hubo respuesta. Los otros debían de estar preguntándose de dónde les disparaban. Cediendo a un impulso, se asomó por un lado de la peña tras la que se cubría. Vio a uno de ellos arrastrarse, apenas durante una fracción de segundo, y luego desaparecer tras un desnivel del terreno. Parecía desorientado. Faura continuó observando, por pura curiosidad, y sin descartar del todo que un disparo viniera a interrumpirle el pasatiempo. Una sombra grande salió de detrás del árbol hacia la derecha, y otra más pequeña hacia la izquierda. Hubo un forcejeo y se oyó cómo daba contra el suelo algo duro. Luego, un silencio misterioso. Hasta que la sombra grande avanzó y se colocó ante el árbol. Agitaba un fusil en cada rnano, con ademán triunfal. Pese a la distancia, a Faura le resultó inconfundible la planta de Balaguer.
– Camino despejado. Vamos -dijo Klemper. Los hombres se pusieron en pie y se echaron ladera abajo hacia el camino. Tras haber estado conteniendo el aliento, les venía la necesidad de aflojar la tensión acumulada y apenas se cuidaron del ruido que hacían. En su descenso rodaron piedras y crujieron ramas.
– Tendría gracia que ahora algún listillo se asomara y decidiera hacer puntería. Nos tienen a tiro -dijo Navia, señalando al blocao.