Aguardé su burla, pero Manolo me contemplaba con perfecta gravedad.
– Te juro que eso fue lo que me dijo. Lo he recordado ahora, al contártelo. Por supuesto, lo de «una mujer que lee muchos libros» se refería a la carta. «La sacerdotisa» es una mujer con una túnica rojiza y un libro abierto sobre el regazo. Así que no vayas a pensar,…
– Sigue -le pedí.
Prosigue la historia de Paca Cruz
– ¿Y «La muerte»? -indagó Manolo.
Paca cruzó los dedos.
– No se llama así; la carta no lleva nombre. Es… -buscó la palabra.
– «Anónima» -le ayudó él.
– Eso. Una carta anónima.
– Pero algo tendrá que ser.
– Es anónima -repitió Paca, que parecía haberle hallado gusto a la palabra-. Nadie sabe lo que es. Por eso no lleva nombre. Es una carta anónima.
Un día, no mucho después de aquella conversación, Paca, que nunca había visto un médico y dominaba los males del cuerpo a fuerza de voluntad, empezó a toser entre sus inagotables palabras. En poco tiempo la tos se le hizo más notoria que el lenguaje. Una noche tosió como si gritara insultos o maldijera. Al día siguiente la ingresaron en una clínica de la capital con los pulmones encharcados por un edema. Insuficiencia cardiaca, dijeron. Manolo fue una de las escasas visitas que la consolaron aun durante las espantosas madrugadas, cuando la pobre mujer se perdía en el laberinto húmedo de su enfermedad. Apenas hacía otra cosa que sentarse junto a ella y soportar su silencio y la incesante molestia de su cuerpo estropeado, apretar su mano morena cuando ella apretaba la suya o volverse tan fácil e imprescindible como un pañuelo de papel, una llamada a la enfermera de turno, un vaso de agua fresca o una almohada mejor situada en la cabecera. El edema se prendió con una rapidísima infección y la llamarada de la fiebre le brotó altísima, rubicunda. Los médicos se mostraban pesimistas y la conducta de Manolo fue adaptándose a la muerte con lentitud: los largos silencios, la oscuridad de la expresión, las lágrimas incipientes.
Una noche, la cordura de Paca se resquebrajó y la fiebre, en violenta crecida, anegó sus palabras. Manolo fue el único testigo de aquellas frases inclementes:
– Me quiere. Y yo no quiero. No porque no sea hermoso. No porque no me guste, que sí me gusta. Es que no quiero. Tengo alma, por la gloria de mis padres que tengo alma, y mi alma no se deja, no lo quiere, no baja la cabeza. Que no, que no. Ni aunque sus ojos miren como ascuas. Por eso me he puesto fea, para no gustarle…
Su voz era como la de un ahogado que hablara bajo el mar. Roto el infinito tedio de su velada, espabilado de repente y temeroso, Manolo quiso llamar a la enfermera, pero las palabras de Paca lo mantenían aferrado:
– Que salga bonita con un pañuelo blanco al cuello, eso ordena. He roto sus cartas, sus poesías.,. ¡He roto todo lo que me escribe!
Enrique, su difunto marido, le había compuesto en días lejanos algunos versos que ella conservaba a regañadientes -porque afirmaba que no soportaba verlos-, ocultos en algún baúl, y Manolo pensó al pronto que se refería a ellos; pero lo del «pañuelo blanco» le hizo sospechar que la pobre Paca deliraba con la vieja leyenda roquedeña de la muerte. De improviso la oyó vociferar:
– ¡No vengas con ese rostro, que no eres nada! ¡Nada! ¡Déjame! ¡Déjanos! ¡Vete!…
Acudió la enfermera; después los médicos. Le administraron un sedante y logró improvisar un descanso aceptable. Sin embargo, cuando abandonaba la habitación, Manolo advirtió que las cabezas de los presentes se movían con lentitud negándole a Paca la vida. Confió en que el desenlace se produjera mientras ella soñaba.
Pero Paca no murió. Contra todo pronóstico, se recuperó con terca paciencia, fue dada de alta con la indicación de seguir dieta y tomar medicinas y regresó al pueblo. Continuó regentando el hostal con la misma energía de siempre. Volvió a cuidar su aspecto, a vestirse con cierta coquetería y a derrochar ímpetu y decisión. Un día Manolo la sorprendió barriendo en el patio. El tema de las cartas surgió casi sin que se lo propusieran. A él le costaba trabajo creer que aquella anciana de silueta ostentosa pero agradable, cabellos blancos recogidos en un moño y vestido color crema bajo un delantal de rosas rojas estampadas fuera la misma Paca espectral de su recuerdo.
– Ahora ya sé lo que era esa carta anónima, Manolo -dijo ella-. Ya la he visto. Y ahora sé también por qué no lleva nombre. ¿Sabes por qué? Porque no es nada. Nada. No hay que tenerle miedo, te lo digo yo. Es… -y buscó la palabra.
Vivió varios años muy bien. Se convirtió en una niña de voz dulce. Vendió el hostal y se retiró a una residencia geriátrica que pagó con su propio dinero. Él la visitó allí dos veces. La primera, ella no lo reconoció: jugaba con una muñeca y le cantaba canciones de cuna. La segunda ocasión, una empleada le dijo que había muerto. No le dijeron si había muerto con una sonrisa, o llorando, o durmiendo. Le dijeron que no había sufrido, eso sí. Y aquella misma noche Manolo soñó con la muñeca que Paca había estado acunando en su visita anterior. La vio vestida como una novia y flotando en el mar. Era muy hermosa: su semblante parecía imposible de bonito que era y sus bracitos se abrían tenues como la brisa. Entonces se hundía. Pero su sonrisa era tal que Manolo quería hundirse con ella. Despertó y escribió un poema. Ahora no recordaba dónde guardaba aquel poema, pero sí que su título era una sola palabra: la misma que le había ofrecido a Paca durante la última conversación que mantuvieron sobre las cartas:
– «Insignificante».
Y esto es todo lo que se sabe sobre Francisca Cruz,
– Un asesino insignificante -murmuré.
– ¿Cómo dices?
– La muerte, en Roquedal, es un asesino como los que nos inventamos los escritores en las novelas, que sólo existe si tú te lo crees. Un personaje que sólo es capaz de dar miedo en tu fantasía, mientras lo lees en la oscuridad y la soledad de tu casa.
– Algo parecido al loco que le escribe cartas a la protagonista de tu novela…
– Sí. Algo parecido. La gente de Roquedal cree que los seres humanos hemos inventado la muerte, y puede que tengan razón.
Me levanté y contemplé la noche del mar a través de las ventanas; los redondeles negros de los cristales, en contraste con las paredes blancas, me hacían pensar que me hallaba encerrada en el interior de una calavera. Pero rne sentía mejor, mucho más estable dentro de mi eje.
– ¿Quieres tomar otra cosa? -me tentó Manolo-. Tengo whisky, si es que te gusta esa mierda…
– No, ya rebasé mi límite semanal.
Volvió a llenar su vaso y lo alzó como si fuera a brindar. De pie tras la luz de las velas, con el cabello blanco revuelto y el jersey negro, parecía una especie de extraño sacerdote sin fe en el momento de la consagración,
– ¿Sabes lo que creo? -dijo con voz átona-. Supongamos por un momento que la leyenda de la muerte que escribe cartas y enamora es cierta. Creo que habría que ser una
Paca Cruz para rechazarla. Yo, desde luego, no podría. Cuando llegue mi novia a pedirme la mano, me casaré. -Hizo el gesto del brindis y bebió un trago muy largo.
Lo contemplé mientras bebía. A mi memoria acudieron como perros dóciles, perros a los que ni siquiera es necesario llamar porque te olfatean y se acercan, varias frases extrañas: ¿ Quién soy? Soy tu consorte real. Ven, que visto mi desnudo blanco. Ven, que la boda es en el bosque.
No hubo más noche. Nos despedimos con escasas palabras, le agradecí la velada y rechacé su cortés ofrecimiento de acompañarme hasta casa por la playa negra. El alcohol, de alguna forma, te hace inmortal durante horas, y crucé en ese estado indestructible la oscuridad inmensa de la torre y las piedras sin percibir su presencia, señor mío. Sólo escuché el intento perenne de las olas, su batalla sísifa.
¿Qué debo deducir? ¿Se halla usted en el destino del pueblo -una carta anónima- y yo también -la sacerdotisa-, y nos hemos barajado? ¿Esta es la conclusión que debo extraer de la historia de Paca Cruz? Le dejó la última palabra.