Y a propósito de palabras, ¿qué oiré al final, cuando venga? ¿Su voz? ¿Y cómo es su voz?
La voz
Ahora que lo pienso, quizá sí sentí anoche, mientras regresaba a casa, un pequeño ruido entre las piedras de la torre, pero el mar lo disimuló: ¡ploc! ¿Esa es su voz? ¿Suena usted a piedra pequeña al caer? Lamento desilusionarlo: cualquier niño grita más.
La visitaré este sábado. He elegido el momento al azar, porque no importa realmente cuándo. La ventaja para usted es que ya tiene algo en qué pensar: le quedan tres días de vida. Mi ventaja es la misma, saber que usted lo sabe, pero habría dado igual de todas formas. Naturalmente que no se trata de una promesa: su muerte es un hecho cierto; mi visita, sólo un acontecimiento, y, como tal, fortuito, postergable, impredecible (pero existe una bala en la recámara, se lo aseguro: dispárese todas las veces posibles y la hallará). Sin embargo, ya posee la seguridad que buscaba: un plazo. ¿En qué lo empleará? Cualquiera se halla en peor situación que usted, aunque no lo perciba. La gente debería despertarse siempre pensando que puede morir hoy. Pero usted, con la certeza de mi crimen dentro, ¿acaso no se siente más inmortal? Reconozca que, gracias a este plazo arbitrario, le concedo tres días eternos. Durante ellos no morirá. Invierta, pues, los términos: comience cada mañana planeando lo que hará, no se anticipe al final. La seguridad de su muerte le ha otorgado la seguridad de su vida. Reconozca, no obstante, que adjudicarle límites estrictos a su existencia, señorita, ha extendido los de la mía: soy algo más real que antes. Por el contrario, ¿no se siente usted un poco más ficticia?
Mi inestimable señor. Gracias. Saber que ha decidido matarme dentro de setenta y dos horas ha cambiado mucho mis puntos de vista. De hecho, nunca he llegado a dudar de usted en el fondo de mi corazón. ¡Pero ahora, además, tener ganas de vivir!… He aquí cómo esta especie de broma en serio ha llegado a ser tan maravillosa. Y es que jamás pensé, señor, que el anuncio conciso de mi muerte iba a obligarme a aferrar la vida con las dos manos. Con uñas y dientes, se dice.
El dragón
Contemplo, mientras escribo esto, un hermoso dragón de porcelana azul que imita el arte de alguna dinastía perdida de los chinos (una bisutería que ni siquiera me pertenece: estaba aquí cuando alquilé la casa). Es una máscara grotesca: ojos de sapo, lengua bífida, boca descomunal, bigotes de barbero italiano y zarpas de león. Observo el jade enorme de sus fauces, su hambre tersa de porcelana, y fantaseo con poseer el tamaño de uno de sus dientes y habitar en el glaciar ondulante de su paladar, dedicada a esquivar sus preciosas dentelladas. Ale hallo sometida a la esperanza de un inminente peligro, y ello me obliga a desear eludirlo. Quiero decir (es un pensamiento complejo, pero lo trituraré en su honor) que acabo de descubrir el gran secreto de la existencia, observe mi presunción: la vida es una consecuencia retroactiva de la muerte, de igual manera que la salvación lo es del peligro. Cartesianamente hablando:
Si no supiéramos que vamos a morir, no viviríamos.
Yo muero, luego existo.
¿En qué he empleado el primer día de mi vida, el primero de este plazo que ya constituye mi única vida? Pues en ser fuerte y feliz. ¿Qué importancia puede tener que sólo me queden cuarenta y ocho horas? Siempre he preferido la cualidad a la cantidad, debo decírselo. Y eso de gozar de las nubes que se han agolpado en el pedazo de cielo azul de mis ventanas, deleitarme con el runruneo bobo del mar, mirar el reloj con alegría de enamorada, tocar en mi propio cuerpo como si hiciera música, sentirme siempre frente a un espejo que me agracia… ¿No es un regalo único? He querido decírselo: el primer día inútil y feliz de mi existencia. Esta breve e inútil carta (pero igual de intensa) es de agradecimiento.
Será mañana, señorita.
El mar -¡si lo estuviera usted viendo ahora!- es muy azul y rompe pronto, incluso antes de la orilla, como un niño que aprendiera a caminar. En el espigón, a lo lejos, resuenan las olas. El pedazo de papel en el que escribo parece un pájaro: el viento no lo deja en paz y le hace batir las alas.
Aquí, en la playa, no sueño con usted. Conforme se acerca el final, usted se pierde para mí. Me hallo alejado de mi propio tiempo, contemplando con tranquilidad el juego de la espuma. Esta carta, que debería ser de amor, es casi una nota de despedida, una página de diario para recordar todo aquello que olvidaré pronto. Incluso la violencia cede en mi interior, estalla antes, como esas olas improductivas. ¡Y usted, que me cuenta lo fuerte que se hace!… Pues aquí ve mi debilidad: el momento de la
muerte es mi propia mutilación. Mi aguijón arranca mis entrañas al clavarse.
Sucedió así.
Tras pensarlo un instante, me quité el sujetador y las bragas y decidí no llevar ninguna clase de ropa interior. Desempolvé los únicos zapatos de tacón que podían soportar mis pies en verano y el vestido estampado en azul y blanco que compré para la boda de mi hermana y que había olvidado olvidar en Madrid. Me maquillé: finas curvas negras en el borde de los párpados, un poco de rojo en los labios, el rostro más pálido que de costumbre, manchas de vergüenza en las mejillas. Descubrí algo durante este último proceso; odio maquillarme. Detalle final e imprescindible: me quité las gafas sometiéndome al dictado normal de mis dioptrías. Me contemplé en el espejo del armario. Se me olvidaba otra cosa. Pañuelos totalmente blancos no tengo, de modo que tuve que improvisar con tijeras y una vieja sábana. El conjunto final era grotesco, con o sin pañuelo, así que daba igual. De lejos, en el caos de mi vista mediocre, me pareció que en el espejo había una mujer ahorcada. Me había atado el pañuelo como si fuera un nudo corredizo, con los extremos ocultos, envolviéndome todo el cuello.
Salí temprano, a eso de las diez, con el viento favorable para todo aquél interesado en contemplar mis piernas desde la altura de los muslos, tambaleándome por la novedad de los zapatos, incómoda por el besuqueo del vestido en mis zonas íntimas, perfumada como una novia y tan ciega que parecía un verdadero símbolo de la imbecilidad, y me dirigí a la Cuesta de la Trocha riéndome por dentro. ¿Qué dirían al verme con esta pinta? Pero también pensaba en usted. Ale imaginaba que sonreiría, lleno de burla, en la falsa creencia de que lo había hecho para su exclusivo deleite. Todo hombre piensa siempre que toda mujer se viste o se desnuda sólo para él, ya sabe.
El bar de Joaquín se hallaba vacío, exceptuando -porque nunca hay soledad en Roquedal- la presencia exacta de la peña de mus de pescadores jubilados, que, aprovechando el fresco matinal y el ligero insomnio que perturba la noche, se instalan muy temprano en una mesita de la terraza. A pesar de la miopía, percibí que adoptaban pose de retrato familiar. Sólo movieron ojos y cuellos, pero a la vez, como si yo fuera una jugadora más y ellos aguardasen mi turno.
– Buenos días -dije.
– Buenos días.
– Buenos días, señorita.
– Buenos días.
Me saludaron en diversos tonos, a diversos tiempos; algunos iniciaron el gesto cortés de levantarse. Las cartas que sostenían me parecieron -desde la distancia de mi artística ceguera- las del Tarot.
Entré en el bar taconeando con fuerza en las baldosas, las piernas temblonas y la dirección insegura, contemplando la Trocha habitual con ojos turbios y oyendo tan sólo el rumor de mis zapatos, que resonaban por encima del murmullo de voces del televisor; escogí una mesa apartada de la barra. Fue un verdadero alivio sentarme: me dolían los pies, desacostumbrados a tanta altura, me lloraban los ojos y me sentía frágil, poco duradera, como si todo a mi alrededor se hubiera vuelto afilado y pudiera dañarme.