Tampoco sé si fue pensar esto, querido, inestimable señor, usted me entiende. Puede que fuera llorar como lo hice, así de maquillada, frente al espejo del cuarto de baño, así de guapa, frente al espejo, con mi muñeca izquierda levantada y apoyada en mi pecho -una muñeca acunada en mi regazo-, la pluma a punto de arañar la última palabra.
Ahora que lo pienso, quizá fuera llorar. ¿Desde cuándo no había llorado? ¿Desde cuándo me había limitado a traducir mi veneno en esta triste novela epistolar en vez de verterlo, derramarlo hacia la realidad? ¿Sería, quizá, la posición de mi rostro, mi boca absurdamente abierta como si gritara «auxilio, me matan», aunque en silencio? ¿Quizá, querido señor fue el llanto?
Posiblemente fuera la risa. A veces la ridiculez es salvadora. Verme llorar así, maquillada, el pañuelo blanco al cuello, desnuda bajo el vestido que compré para la boda de Eloísa, la muñeca izquierda dispuesta como un papel y la pluma a punto de escribir sobre ella, lo transformó todo en lo que realmente era -porque las actividades solitarias siempre nos hacen reír, por graves que sean-; y mi llanto se deshizo en risa sin transición. De igual manera el odio se vuelve amor; la desesperación, esperanza; la muerte, vida. «Mírame», pensé. «Oh, por favor, mírame. Mírame de nuevo renacida, mi cuerpo desnudo y vestido, mis facciones estropeadas, pero el calor de nuevo conmigo, porque llorar es volver a ser joven, el tibio calor de las lágrimas y de la risa otra vez conmigo.»
Y en lugar de rubricar sobre mis arterias, he dirigido la pluma hacia el papel y le he escrito, señor mío, la última carta.
Última carta a mi asesino
Mi inestimable señor. Sus amenazas nunca me asustaron, pero ahora ni siquiera me preocupan. Usted sigue siendo anónimo e insignificante como los malos recuerdos o el naipe de la muerte. Sé que me visitará algún día (la certeza de este hecho es incuestionable, como a usted le gusta decir), pero advierta que yo no lo llamaré. Deberá invitarse a sí mismo cuando le
plazca. Me hallará tranquila, casi feliz, probablemente escribiendo (pero no a usted, se lo aseguro). Su insignificancia es tal, señor mío, que ni siquiera voy a despedirme ahora: bastará un punto final, un leve punto final, el gesto de alzar la pluma en este momento, y usted desaparecerá. Porque el único remedio que encuentro ante su insistencia es ignorarle. Se merece usted algo mucho peor que mi desprecio: se merece, estimado señor, mi aburrimiento. Ya no quiero escribir más sobre usted.
La pluma
Levanto la pluma del papel y finalizo.
Nota final del editor
Carmen del Mar Poveda me entregó estas cartas, así como su brillante traducción de Light in August, a su regreso de Roquedal Una lectura preliminar me reveló que no se trataba de una correspondencia sino de un monólogo. Sé que la autora -a quien conozco desde hace varios años- ha exorcizado muchos fantasmas gracias a este juego de espejos.
Los lectores, sin duda, se complacerán en saber que Carmen del Mar Poveda se halla preparando una nueva novela. Yo le escribo con cierta regularidad y ella nunca me contesta. Entre nosotros eso es buena señal.