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Cese de reír riéndose.

* * *

Estimada señorita. Debo confesárselo: mi identidad es tan liviana que podría decirse que no existo, pero usted, que me ha discernido en el inextricable tapiz del pueblo, ya no puede dejar de percibirme. A fuerza de no ser nada, soy inevitable. Un asesino es un ser levísimo. Matar es aún más tenue que morir, porque ni siquiera es el destino sino su cumplimiento. Le adjunto un modesto poema en prosa que, confío, será de su agrado. Siendo, como es, escritora, no me enfadará que lo plagie: firme usted, si quiere, mis creaciones, a cambio de cederme la autoría de su destrucción.

Poema

Un día, Roquedal amanecerá silencioso y blanco como un pueblo amortajado. Habrá olor a flores de funeraria por las calles. Despertaremos como lápidas, nos erguiremos rígidos y alabastrinos en las sillas, los balcones, las camas, las cunas, las mecedoras. Los perros vagabundos se alzarán petrificados como ángeles custodios. Las paredes de cal se esponjarán de nichos negros. El mar, ya viejo, perderá los dientes de las olas.

No desperdicie su tiempo en buscarme. La identidad de un precipicio consiste en caer.

* * *

Mi inestimable ángel caído. Voy a exorcizarle.

He urdido el método preciso: demostrarle que soy la cocinera y usted la receta, el manjar que, por ahora, sólo existe en los papeles, aunque pueda ser saboreado en un futuro próximo.

Método de exorcismo

Ayer salí temprano de casa por cumplir con el ritual del café de los sábados, olvidando que éste era Santo y el bar de la Trocha se hallaba cerrado debido a la muerte de Dios. Deambulé entonces por las calles empinadas, percibiendo una confusa simbiosis de olas y campanas y comprobando, como siempre, que en Roquedal no existe la soledad exacta pues sobra siempre un resto de presencias: un ladrido suelto de perro invisible desde un patio, el maternal desorden de unas gallinas o las sombras aristadas y fugaces de las palomas. Remontaba una costanilla sin nombre, un trayecto que da a los solares por un lado y a las ruinas por otro y que en su misma cúspide no parece sino que alcanza la cima absoluta de la nada, cuando vi venir desde su altura al mago adolescente de mi tarde anterior.

Huelga decir que lo reconocí de inmediato: melena azabache de gitana; chaleco cuajado de pins pantalones ceñidos como calzas renacentistas de un raro color calostro; botas polvorientas de soldado. Llevaba aún la delgada rama con la que había dispensado alegría el día previo. Al pasar junto a mí, se detuvo y me sonrió: la brisa le embozó aquella sonrisa artera con su propio pelo. Extendió la mano izquierda abierta.

– ¿Me das algo? -dijo.

– ¿Cómo te llamas? -indagué con cautela.

– Como tú quieras. -Se azuzaba el muslo con la vara.

Por extraño que le parezca, su respuesta no me intrigó. En la ciudad he podido comprobar que la gente vende cosas más íntimas que el nombre. Decidí no bautizarlo en aquel momento.

– ¿Vives en Roquedal?

– No.

– ¿De dónde eres?

– Del lugar que más te guste.

Sonreí. Apenas le veía el rostro: él no se apartaba el antifaz vivo del pelo,

– ¿Y por qué te voy a dar algo? ¿Qué es lo que sabes hacer?

– Soy mago. -Y repitió, con honda gravedad-: Mago.

Una repentina ráfaga de escalofríos fusiló mi espalda.

– ¿Y qué trucos conoces? -dije, azorada por la coincidencia.

– Me hago invisible. Tú dame algo y ya verás.

Me brotó la espadañada de una risa nerviosa.

– Seguro que sí. ¡Seguro que te harás invisible en cuanto te dé algo!

Hizo refulgir una hilera de sorprendentes y compactos dientes blancos. Saqué unas monedas de mis tejanos.

– Pues venga. Aquí tienes.

Las guardó en el chaleco y se despejó la cara por primera vez.

– Cuando sea mayor -dijo con otra voz y otro acento que me helaron la sangre-, aprenderé a tocar la flauta y pintaré cuadros muy raros. Después me mataré con mi moto en la carretera.

Y desapareció en el aire.

La hierba alta del solar frontero -hendida un momento antes por el obstáculo de su cuerpo- osciló como un péndulo de reloj de pared contando los segundos que estuve paralizada. Cuando pude moverme y reanudé mi camino, esta vez de regreso a casa, pensé: «Era un recuerdo de Luis. Los fantasmas no existen, pero los recuerdos sí, y poseen idéntica apariencia. He venido a este pueblo a olvidar cosas muertas, pero sólo he conseguido resucitarlas». Usted opinará, sin embargo: «Como buena escritora, ha inventado esta historia para inquietarme». Yo le respondo: «Es cierto en parte (sólo en parte, porque lo que se escribe pertenece por derecho propio a la realidad; de lo contrario, ¿cómo podría creer en usted, si sólo lo conozco a través de lo que escribe?), pero no pretendo inquietarle sino exorcizarle, porque si usted es únicamente sus palabras, entonces es que puede ser borrado. Una palabra no posee más peso que un papel, y cuando se abre la ventana la brisa del mar hace volar los papeles. Así ocurre con mi Mago Negro, que vuela y desaparece de la misma forma que ciertos recuerdos. Nada pueden las hojas frente a

* * *

Estimada señorita. Jugamos un juego infinito que carece de ganadores. Yo podría decirle que

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Bueno, basta. Hasta aquí llegó mi paciencia. Ya me aburre inventarme, con nocturnidad y alevosía, las respuestas atormentadas de un misterioso «señor» que busca mi muerte, abandonarlas en el muro que rodea mi casa y fingir sorpresa cuando «encuentro», por la mañana, una carta sin remite en el lugar de siempre. El juego ha tenido su motivo y su deleite, pero cuando un juego cansa, deja de serlo.

La idea se me ocurrió hace cuatro meses, paseando solitaria por el pueblo mientras pensaba en el argumento de mi próxima novela: una solterona recibe misivas anónimas de un individuo que amenaza con matarla. Lo intrigante es que la protagonista no denuncia al psicópata; por el contrario, inaugura con él una especie de epistolario surrealista. Imaginé entonces el aparente desatino de escribirme cartas a mí misma imitando ambas voces, verdugo y víctima, y experimentar en carne propia lo que la solitaria mujer de mi historia tendría neesariamente que sentir. ¿Cómo sería esa correspondencia? ¿Qué cosas podría contarle a un desconocido que quisiera matarme? Pensé que equivaldría a dialogar con mi propio miedo, una especie de descabellado psicoanálisis: Bellow dice en Herzog (cuyo protagonista, por cierto, también inventa cartas) que un asesinato mental diario lo libra a uno del psiquiatra; habría que inferir de ello que el suicidio mental nos cura por completo. Sin embargo, escrúpulos de cordura me impidieron hacer realidad el proyecto hasta dos días después, una noche como la de hoy aunque mucho más fría, encandilada por un Faulkner seductor que se me acercaba con pasos de Negro.