Mi inestimable señor. Si es usted Manuel Guerín (ya no sé qué pensar), recordará tan bien como yo todo lo sucedido. Pero como «el horror siempre debe ser tenido en cuenta», pensaré que es otro quien me escribe (mi muñeca de trapo) y narraré los acontecimientos de ayer con absoluta sinceridad. Sin embargo, me dirigiré a ti, Manolo, porque aún sigo aferrándome a tu grandiosa burla. A fin de cuentas, me da iguaclass="underline" es usted tan poca cosa, señor mío, que me parece que hablo a solas. Llegué a la plaza abarrotada de sol y de máscaras, invadida de ojos dirigidos hacia el centro, donde giraban la «Reina» y los «Nobles» al son de clarines y tambores, y te divisé, Manolo, ocupando una de las mesitas de la terraza del bar Romeral. Levantaste una mano y me saludaste sin ganas, como diciendo: «No quiero que pienses que este gesto te obliga a sentarte conmigo. Llevabas uno de tus intemporales jerséis, esta vez rojo, pantalones mal planchados color crema y camisa de rayas. La nariz te destellaba como una luz de tráfico anunciando peligro. Sobre tu mesa se alineaban, como muñecas vudú, seis o siete botellines de cerveza vacíos. Me acerqué y dije:
– ¿Puedo sentarme?
– Tú verás lo que haces -replicaste, sonriendo sin ganas.
Parecías más serio que de costumbre, aunque la impresión que transmitías era, como siempre, doble: «Observa que sonrío, ya que no quiero que percibas mi seriedad, con lo cual te percatarás de que mi seriedad es muy importante y la notarás más». Acerqué una silla, porque ocupabas la única disponible y no te levantaste, y me puse a contemplar el estrépito. La «Reina» erguía su cabeza de monigote sobre la muchedumbre, dando tumbos; era una figura torpe, hecha a retazos, como el juguete de un gigantesco crío.
– Anda, que si tuvieras que pedirme permiso para compartir una mesa… -tu tono de voz era de paciencia etílica, aquella que tiene el enfado sujeto con débiles correas.
– Tienes razón.
Nos miramos. Sonreímos. Pensé: «¿Me hablarás ahora de las cartas?». Pero dijiste:
– ¿Y esa traducción? ¿Qué tal va?
– No va mal.
– ¿La terminas para el verano?
– Debo hacerlo.
Estrangulaste un paquete de cigarrillos después de salvar el último -enfermizo, curvo-: elaboraste todo un ritual para encenderlo con tu viejo mechero metálico; me preguntaste si había visto alguna vez la fiesta de los Reyes de Mayo de Roquedal; la respuesta era obvia; me aconsejaste presenciarla, porque podía ser «una experiencia curiosa para un escritor»; asentí; creamos un silencio a dúo; lo rompiste con una repentina intimidad:
– La verdad, quiero pedirte disculpas, Carmen del Mar.
‹‹Ahora confesarás», sonreí.
– ¿Por qué?
– Porque no te he dedicado mucho tiempo estos días, en la Trocha.
– No tenías que hacerlo.
Y de repente me recordaste a mi padre en instante de un obsequio: la misma sonrisa enigmática.
– Es que me has dado envidia, y me he puesto a escribir…
– ¿Ah, sí? ¿Y qué escribes? -¿Percibiste mi sarcasmo? Mi sarcasmo era como un clavel en la solapa, un signo que sólo reconocerías si eras quien debías ser.
– Lo de siempre, mujer. Poemas, Cuentos infantiles.
– Ya.
– ¿No te lo crees? -abriste un poco más los ojos, aunque con esfuerzo.
– Claro que sí.
Los clarines, de improviso, sonaron a grito de niña horrorizada. Se hizo un silencio tensome cogiste del brazo.
– ¿Quieres ver venir al «Rey»? Ven.
Rodeamos la plaza esquivando a la gente.| Yo me dejé conducir sin que tu brusquedad me molestara. Llegamos a la esquina de la iglesia donde se reunía el público en dos filas, la espalda contra la pared, mirando hacia la costana del fondo.
– Por ahí tiene que llegar -señalaste.
En aquel momento debí presentirlo: empleabas tu más lánguido tono paternal y me sonreías sin motivo aparente. Parecías querer decirme: «Hoy voy a complacerte en todo». Tenías bien calculado el tiempo, porque nada más hallar nuestros huecos entre la multitud escuchamos un fuerte redoble de tambores y aplauso? crecientes, como un circo que se acercara.
El Rey
Y por fin lo divisamos, encrespándose por la pendiente. Se movía al pesado ritmo de los mazos, acompañado de sus propios «Nobles››. Pasó frente a mí, a la distancia de mi brazo: su rostro blanco y deforme, de pómulos tumorales y mejillas de payaso, poseía una misteriosa dignidad, como las máscaras antiguas; las cejas, bien pintadas, enlazadas en el centro con arabescos venecianos; los labios, femeninos, sonriendo. Escoró la pesada cabeza y sus falsos ojos me abarcaron; me estremecí, aunque sabía que el individuo que hace de «Rey» -mucho más insignificante- se asomaba a unos orificios taladrados en el pecho. La expresión me pareció maligna. El golpe profundo de los tambores me resonó en las entrañas como un colosal embarazo.
– Impresiona, ¿eh? -dijiste.
– Un poco.
Transcurrió una alegre eternidad mientras las dos comitivas se reunían en la plaza. La se inclinó ante el «Rey» y sus extremidades, inflexibles, semejaron las patas de un gran insecto. Hubo un breve silencio -de esa clase que acontece siempre cuando el silencio es insoportable, y el monarca extendió uno de los brazos de palo por detrás de la cabeza de su consorte; la mano, aberrante, parecía ir a estrangularla. Alguien, no sé quién, una voz -después muchas-, gritó: «¡Arrastráaaaaa!» al tiempo que el «Rey» parecía propinarle un fuerte empujón a la «Reina» -se escuchó un choque de maderas: ¡ploc!-y ambos desataban una tumultuosa carrera por la costana. Los monigotes se deformaron con el ímpetu, los mantos volaron a sus espaldas, los brazos adoptaron posturas inhumanas; tras ellos corrían los «Nobles» -adolescentes con calzas negras y capas-, y la mayoría de la gente que nos rodeaba. Volviste a cogerme del brazo, esta vez con más fuerza, te oí gritar con los demás: «¡Arrastra!», y nos despeñamos pendiente abajo, siguiendo la monstruosa estela de los Reyes.
– ¡Manolo! -protesté.
– ¡A. la playa!
Fue una carrera absurda, confusa, salvaje, agotadora como todas las buenas carreras -las de la infancia-, inolvidable. Sólo recuerdo un defecto: haber apretado el bolso contra el costado, como mujer de ciudad que soy, mientras te gritaba, sin aliento:
– ¿Esta es la tradición?
Naturalmente que llegamos los últimos. Nuestra intención era de las mejores pero la edad se hizo notar. Nos detuvimos en la primera ‹‹Parada››, en la arena de la playa. Los muñecotes iniciaron un melancólico minueto estorbado por la algarabía. Había un puesto metálico de bebidas, de los que se montan y desmontan según la ocasión, asediado por la muchedumbre, y hacia él nos dirigimos. Atrapaste dos cervezas entre los brazos que se alzaban y las voces fuertes.
– Ahora a reposar un poco -dijiste-, y después a la siguiente «Parada». Así es la fiesta.
La cerveza me supo a cristal. Sólo dejé de beber para jadear; pensaba que el corazón me estallaría como un globo que se infla en exceso; me dolían el pecho y el vientre; creía que un simple pinchazo de alfiler en un dedo me dejaría exangüe: brotaría la espuma de mis arterias ¡orno una botella de champán muy agitada. Mi hipocondría se inquietó: «Dios mío, qué ridículo que me muriera ahora mismo. Realmente me habrías matado tú, Manolo», Pero reuní aquellas sensaciones en la cabeza y, tras un breve instante de reflexión, decidí que eran la definición más adecuada que una intelectual como yo pue-de dar de «ser feliz».
– Bueno -dijiste tras el primer buche de cerveza-, traspasados mis sesenta tacos, y aquí me tienes. ¡Aún en forma!
– ¡Y que lo digas!
Sin embargo, a pesar de tus palabras, te costaba esfuerzo incluso respirar y tomabas aire entre ellas. Porque hablar es arriesgarnos siempre a sufrir una pequeña asfixia. Hablar es como si no nos importara morirnos: palabras y palabras pronunciadas expeliendo el aire que nos alimenta, derrochando el oro del oxígeno. Por eso yo me callo siempre; temo morirme de un exceso de habla.
– Todos los años participo en «La Arrastrá». Bueno, no todos los años… Hay que tener pareja. A solas, como no arrastres las pulgas…
– Pero tú tendrás una pareja distinta cada año.
– No tantas. -Lograste beber sin dejar de mirarme; la nuez onduló en tu cuello sagrado. lleno de runas-. La de este año es especial.
– ¡Sí, porque corre menos!
Lo negaste entre risas, y me pareció que el milagro del rubor teñía tus mejillas agrietadas como si un ángel te lo hubiera regalado. No quise enfrentarme a aquella repentina floración de tu juventud y me apresuré hasta la «Parada» con la excusa de verlo todo en primera fila.