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Y cerramos ya esta epístola interminable. Reflexiona, querida, sobre lo que más arriba te expongo. Entiendo que nuestra relación epistolar, suficientemente prolongada, debe dar paso aun trato directo, asiduo y personal. ¿Qué opinión te merece mi sugerencia?

Fervorosamente tuyo,

E. S.

6 de agosto

Amor mío:

Me dejas anonadado. ¿Solamente dos años de tu fotografía en la playa? ¿Quieres decir que a los cincuenta y seis puede una mujer aparentar treinta? ¿Es posible conservar la lozanía juvenil hasta la sexta década de la vida? ¿Tengo derecho a pensar que un pobre desventurado como yo, apocado y mollejón, pueda acceder a ti, diosa adolescente de cincuenta y seis años, por la que el tiempo resbala sin dejar huella? Querida, tu caso deja chico al de mi difunta hermana Rafaela. Yo pensé que tu fotografía se remontaría, como poco, dos lustros atrás, siquiera en aquella época no fuese frecuente que una madre de familia se exhibiera en dos minúsculas piezas. Entiéndeme, no es que esto me escandalice, para estas licencias soy abierto y liberal, pero al no ser corriente entonces un dos piezas tan sucinto, lo juicioso era imaginar que tu fotografía fuese más reciente. ¡Una fotografía! ¿Quién me iba a decir a mi que una imagen, una cartulina insignificante, llegaría algún día a trastornarme el juicio? Y, sin embargo, ya me ves. Apenas dejo transcurrir una hora, esté donde esté, sin darme una vuelta por el despacho para abstraerme en su contemplación. Y, tras un examen tan reiterado y minucioso, estoy en condiciones de decirte que no sólo es la armonía y flexibilidad de tu cuerpo lo que me sorprende sino la fragante tersura de tu rostro. No hay arrugas en él, ni siquiera las obligadas (?) patas de gallo, ni los pliegues de las comisuras de la boca, inevitables a los cincuenta y, con mayor razón, en una criatura que, según propia confesión, «ha reído mucho». Reír y llorar marcan, querida, únicamente los dioses se libran de esta dura servidumbre. Y ¿qué decir de tus ojos, esos ojos azules como el mar, brillantes, incisivos? ¿Dónde se esconde la opacidad de la madurez? El ojo más vivo se torna traslúcido, primero, y, finalmente, mate con los años. Es como la boca. El rictus de la boca, generalmente grave, es el precio de la experiencia. Al parecer, cariño, tú careces de experiencia y esto me conmueve pues te veo inocente e ingenua como una criatura.

¿Dices que la fotografía está tomada en Punta Umbría? Una vez estuve en Punta Umbría, con ocasión de un congreso de periodistas celebrado en La Rábida. Una tarde fuimos en autocar, de excursión, a Punta Umbría. Hace años de esto, un montón de años, tal vez veinte, pero me ha quedado una vaga imagen tropical de este pueblo, unas casitas de madera montadas al aire, sobre puntales, en la arena y un calor tórrido, aplastante, con una invasión de mosquitos voraces al atardecer. ¿Se aproxima mi idea a la realidad? Desearía una evocación más inmediata para poder localizarte en un determinado lugar de la playa.

Esta mañana me encuentro indispuesto. He dudado si hablarte de estos temas prosaicos, pero al fin me he decidido pues no me parece noble iniciar nuestro trato con ocultaciones y reservas mentales. Padezco de estreñimiento, un estreñimiento pertinaz, inconmovible, ciclópeo, que me martiriza desde niño. Con los años mi padecimiento se ha acentuado, hasta el extremo de que si me abandono a mi aire, pueden transcurrir semanas sin experimentar esta necesidad. Mi vientre perezoso es, según el doctor Romero, otra manifestación de la distonía neurovegetativa que tantos trastornos me causa. A estas alturas, si no ingiero laxantes no deyecto y si los ingiero a diario irrito el colon. Terrible alternativa! El cuerpo humano es un delicado mecanismo y encontrar su puesta a punto, una tarea sin fin. Últimamente he optado por tomar cada dos noches, al acostarme, una cucharadita de Vaciol, más o menos veinticinco gotas. El doctor Romero me recetó esto con la pretensión de que comprobara qué número de gotas me hacían efecto para ir rebajando la dosis poco a poco, hasta regularme. Pero ocurre que hay días que con ocho gotas me disparo y otros que ni con cincuenta se conmueve mi intestino. En estos casos he de recurrir al supositorio como complemento. Ante este panorama, el doctor ha desistido de educar mi vientre, tan díscolo, medida a la que aspiraba en principio por más que me canse de decirle que la mala educación de mi intestino era congénita y, consecuentemente, irremediable.

Con estas perturbaciones de origen nervioso no hay reglas que valgan. Un viaje, un apremio, una mínima preocupación, bastan para que la acción del medicamento se vaya al traste, no obedezca, precisamente lo que me sucede ahora. Ante oclusión tan pertinaz no me queda otro remedio que ir aumentando progresivamente la dosis, hasta que un buen día, sin avisar, sobreviene el apretón y me voy de vareta, me descompongo. Mas, hasta que esto ocurre, experimento molestias constantes: cólicos de aire, carreras, gemidos intestinales (atiplados a veces, sordos, graves y prolongados como una tronada lejana, otras) que me avergüenzan y humillan. Tan grosera función ha llegado a obsesionarme, pero cuanto mayor es mi obsesión más se agrava el estreñimiento, más me cierro. El único consuelo es el de los tontos: la generalidad del mal. Según Amador Plaza, mi farmacéutico, la estiptiquez es mal de cabeza y no de vientre y más de la mitad de los hombres la padecen. La proporción no debe de ser exagerada ya que cada vez que en una reunión salta la conversación sobre el tema surge inevitablemente un cofrade dispuesto a brindarte un remedio.

Disculpa, querida, estas confidencias, desagradables sin duda, pero peor seria caer en la aberración de Manolo Puras, redactor deportivo del periódico, quien durante su noviazgo con la que luego fue su mujer (y fueron seis años) no se atrevió a separarse de ella para ir al urinario. Había noches, como es natural, que llegaba a casa reventado, pero prefería esto antes que poner de manifiesto tan ruin necesidad. ¿Qué pretendía este hombre? Evidentemente que ella pensara de él que era un espíritu puro, lo que me parece especioso por no decir deshonesto ¿Qué diría aquella mujer el día que descubriera al hombre en zapatillas en toda su miseria física, y la ilusión se desvaneciera?

Hace días que me atormenta la hiperclorhidria. En mi caso, las molestias de estómago y vientre suelen ir unidas.

Te piensa a toda hora,

E. S.

11 de agosto

Querida:

Dos letras para recordarte que vivo y que vivo pensando en ti. Anoche, en la verbena, mientras los músicos actuaban, no saliste de mi cabeza. ¿Te gusta bailar? ¡Qué pregunta!¿Cómo no va a gustarle bailar a una sevillana de pura cepa? Yo adolezco del sentido del ritmo y nunca me lancé a una pista. Miento, una noche, recuerdo, hace muchos años, mi difunta hermana Rafaela me sacó para marcarnos un pasodoble. Aquello me resultó fáciclass="underline" andar con música. En cualquier caso, si tú lo deseas aprenderé a bailar. Nunca se es demasiado viejo para aprender una cosa nueva.

Hoy, a mediodía, terminamos el Campeonato de Rana que se organiza en el pueblo con motivo de la Virgen de agosto. ¿Conoces el juego de la rana? Es muy simple, apenas cuentan el pulso y la destreza. El quid consiste en introducir el tostón (un pequeño disco de plomo) por la boca de una rana de metal. La boca no es grande, y como se lanza desde una distancia de cuatro o cinco metros, el blanco es meritorio. Yo, desde chiquito, mostré cierta habilidad y este año me clasifiqué en segundo lugar, detrás del Rogaciano, un tipo pintoresco que siempre anda de broma y hace las veces de secretario. Este Rogaciano finge radiar la final como si se tratara de un partido de fútbol, empleando un lenguaje figurado, hiperbólico, sumamente ingenioso. Dice, por ejemplo, con un énfasis típico de confrontación deportiva: «El plomo golpea el labio del batracio, señores, cuando ya la afición cantaba rana, pero los labios también juegan». Su jerga es tan divertida que es difícil no reír con él y, a menudo, he de suplicarle que calle para no perder el pulso con las carcajadas. Algún día, espero que no tardando, podrás conocer a estos amigos, estos pueblos y sus costumbres, tan distintos en todo de lo andaluz. Fervorosamente tuyo,

E. S.

15 de agosto

Amor:

De acuerdo. De acuerdo en todo, querida. También yo creo que en nuestro primer encuentro debemos eludir Sevilla. Preferible un terreno neutral. No soy esclavo del qué dirán, pero me fastidian, como a ti, las habladurías y el comadreo. Tal vez Madrid fuera el lugar adecuado. Madrid es una ciudad grande, donde uno se disuelve entre los cuatro millones de habitantes como una gota de agua en el mar. Uno pasa allí inadvertido, lo que, por un lado, es una ventaja, aunque, por otro, que ahora no es del caso, sobrecoja el anonimato, este no ser entre tantos, la soledad de la colmena. Estamos, pues, de acuerdo en principio, pero precisamos fecha. ¿Cómo te va setiembre, el día 10 por ejemplo? Digo el 10 por más redondo pero lo mismo daría el 9 que el 11. En esta época, Madrid viniendo un otoño normal, está hermoso y, por la tarde, después de almorzar juntos, podríamos dar un paseo por el Retiro o la Casa de Campo.

Lo que estropea un poco el plan es tu intención de ir con tu hijo. Lo comprendo si no sabes conducir, pero ¿por qué no el avión? El avión es un vehículo eficaz y aséptico, aunque yo lo utilice poco a causa de la claustrofobia. En una ocasión, regresando de Roma con un grupo de periodistas, en el momento de cerrarla puerta, pensé que me ahogaba y me dije:«Puedo ponerme enfermo». Y poco después: «Y si me pongo enfermo no dispongo de un catre donde tumbarme ni de un doctor que me atienda». Y, naturalmente, me puse enfermo. Menos mal que el trayecto es corto y todo pudo superarse, pero el número lo monté.

Si te sucede algo así, podrías utilizar el tren. Hay cómodos trenes a Andalucía y con esto de la electrificación van rápidos. ¿Seis, ocho horas? A mi me place viajar en tren, en especial en trenes tranvías o mixtos, de esos que caminan sin prisas y se detienen en todas las estaciones. El departamento de un tren crea un clima de comunicación difícil de hallar en otra parte. Hace unos meses, al regreso de un viaje a Madrid, tropecé en el mismo compartimiento con un viejo ferroviario, un muchacho que iba a Oviedo, a casarse, y una mocita liberada, muy lenguaraz, que pretendía sacar de la cabeza del muchacho la idea del matrimonio. En buenas palabras, le vino a decir que esa noche se acostaría con él (y perdona la expresión) sin la necesidad de bendiciones si renunciaba a la boda. El muchacho no se mordía la lengua, argumentaba inteligentemente y, al cabo, el ferroviario y yo, a instancias de los chicos, terminamos por exponer nuestras opiniones respectivas: el ferroviario estaba casado y lo lamentaba y yo estaba soltero y lo lamentaba también, con lo que se vino a demostrar que lo que el muchacho decía, que al elegir un rumbo en la vida y renunciar a los demás, uno piensa que en cualquiera de los excluidos hubiera encontrado lo que no encontró en aquél, lo que no deja de ser una quimera.