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Querida:

¿Qué ha sucedido? ¿Por qué los hados maléficos se encarnizan con nosotros de este modo? No sé qué hacer ni qué pensar. ¿Qué te ocurre, amor? ¿Cuáles son los síntomas de esa indisposición? ¿Todavía no hay diagnóstico? Esta mañana, para aplacar mi ansiedad, me acerqué a la plaza a esperar el coche de línea. Me sorprendió el sobre inconfundible del telegrama. Aquí en Cremanes, no hay telégrafo y envían aquéllos desde la capital por correo, como una carta cualquiera. No tuve paciencia para regresar a casa y lo abrí en la misma plaza. ¿Me creerás si te digo que por unos instantes se me paralizó el corazón? Aquello escapaba a mis previsiones. A veces me sobresalto augurando accidentes pero nunca presagio enfermedades, no me preguntes por qué. De ahí mi desconcierto y mi consternación.

El aplazamiento de nuestra entrevista es lo menos importa. Lo esencial, ahora, es que la enfermedad no sea de cuidado. Esta dichosa impaciencia, que siempre he soportado mal, se me antoja, de pronto, una tortura indecible. ¿A santo de qué esa tozuda fobia de tu hijo político a el teléfono? Yo quisiera saber de ti a cada instante, pero ¿dónde llamar? ¿Cómo conectar contigo? Los niños de hoy, con el teléfono y la calculadora a mano, nunca sabrán escribir una carta ni sumar dos y dos, no le falta razón a tu hijo político. Mas, a la larga, ¿no será peor el remedio que la enfermedad? ¿No será más radical y traumático desconectar a los niños de un tiempo que, bueno o malo, es suyo? Mi situación es la de un pájaro aliquebrado, amor mío. ¿Qué cabe hacer? De alguna manera, yo quisiera aproximarme a ti, tratar de aliviarte. Me gustaría poder contarte largas historias y, cuando te fatigaras, velaría tu sueño, tu mano en la mía, sin separarme un momento de tu lado. Al despertar, te leería versos y jugaríamos a las cartas. A m¡ no me divierte. Prefiero el ajedrez especialmente, las damas. ¿Sabes jugar a las damas? He aquí un juego desprestigiado que apenas cultiva la juventud actual. Desconociéndolo, lo estiman pasatiempo infantil, cuando, en rigor, es uno de los juegos más intelectuales que conozco. Abrir brecha en las líneas enemigas hasta coronar una dama requiere denuedo un derroche de masa gris parejo al que exige el jaque mate en ajedrez. No, no es precisamente un pasatiempo de chicos el juego de damas.

La única objeción que cabría hacerle es la tenebrosidad del tablero. El blanco sobre negro o el negro sobre blanco, que tanto monta, es exactamente el símbolo del luto, del acabamiento. Lo mismo ocurre en el ajedrez. Un juego, por riguroso que sea, no debe inspirar ideas fúnebres, soy demasiado vitalista para admitirlo. Con el fin de evitarlo, de joven ideé un tablero en rojo y verde, con fichas de los mismos colores, que pensé patentar y luego, por una razón o por otra, lo fui demorando. Quizá te parezca una tontería pero el aspecto lúdico se potencia ante un tablero abigarrado que, por su solo aspecto, avente conceptos mortuorios. Pero me estoy enredando en disquisiciones inoportunas, querida mía, dada tu enfermedad. Yo me iría andando a Sevilla, con mi tablero rojo y verde bajo el brazo, si supiese que a mi llegada, podría disputar una partida contigo.

Como te iba diciendo, algo se me paralizó dentro al leer tu telegrama en la plaza. Y mi aspecto no debía de ser bueno cuando Ramón Nonato, el barruco, que subía en ese momento unos sacos de cemento a la ermita en la carretilla, se detuvo al verme y me preguntó: «¿Qué, malas noticias, Eugenio?». Le respondí con una evasiva y me metí en el bar a tomar un café, decisión insólita en mi. Me entusiasma el café pero me produce una excitación exagerada. Mi hipersensibilidad hacia ciertas drogas se contrapone a mi insensibilidad hacia otras, el tabaco, por ejemplo. Diariamente fumo tres cigarros, no de marca, que sería un presupuesto, sino humildes farias que saboreo con la misma delectación que si fueran Montecristos. A veces, el placer que me deparan es de tal monta que no acepto el fin y ensarto la colilla en un mondadientes o un alfiler para prolongar unos segundos mi deleite. El cigarro promueve en mi cabeza imágenes optimistas y el picorcillo del humo en las glándulas gustativas, es casi, casi un orgasmo. El tabaco me satisface sin dejar secuelas. Al poco rato de haber fumado es como si no lo hubiera hecho. Naturalmente no trago el humo. Tragar el humo es una grosería, una prueba de insensibilidad, pura glotonería. Los que tragan el humo presumen de expertos fumadores pero, en realidad, no lo son, no saben fumar. A falta de paladar habilitan otro órgano para degustar el tabaco, los bronquios, cuya misión es diferente. Sin embargo son incontables los fumadores que consideran que no tragar el humo es como no fumar, un triste remedo, una masturbación.

Yo aprendí a fumar aquí, en el pueblo, y el pueblo es sabio a la hora de proporcionar goces al cuerpo, esto no tiene duda. Después de comer, arrellanado en una butaca frente al televisor, con un chal sobre los muslos y un cigarro blando, discretamente aromado en anís, entre los dientes, soy una persona plena. El tabaco, si de alguna manera influye sobre mis nervios, es como sedante. Me amodorra, induce al sueño. Algunas tardes, mientras aspiro fumada tras fumada, las imágenes del televisor empiezan a desvanecerse, los diálogos pierden sentido e, inesperadamente, me sumerjo en un profundo y agradable sopor. La cabezada dura poco, minutos, pero duermo profundamente y con un regodeo tal que al despertar me doy cuenta deque he babeado. Babear durante el sueño es indicio de placidez y, si hago caso de Onésimo Navas, de felicidad, ya que, según él solamente babean dormidos los niños de pecho, únicos seres capaces de alcanzar la beatitud.

Lo cierto es que a mi el tabaco me proporciona un disfrute momentáneo, en tanto el café me hace el efecto de una droga estimulante, muy activa y prolongada. Esto me ha llevado, contra mi gusto, a sustituirlo por el té, que ignoro por qué razones, no produce en mi organismo tan viva excitación. Pero el día que necesito resistir, ver claro o abarcar mucho, me echo al coleto un café. Lo hago en contadas ocasiones, cada vez menos, pero cuanto más reduzco su ingestión más crecidos son sus efectos. De modo que esta mañana después del desfallecimiento de la plaza, entré en el bar y me tomé un cortado. Al momento se puso en orden mi cabeza y tomé una resolución, responder a tu telegrama con otro telegrama, pero como aquí no hay telégrafos, me llegué donde Cándido, telefoneé a Baldomero y, aunque él estaba ausente, se lo dicté a uno de los chicos para que lo cursara inmediatamente a Sevilla.

Sí, piensas bien, querida, Baldomero Cerviño está enterado de lo nuestro; yo no podía ocultárselo después de una amistad fraternal demás de cuarenta años. Baldomero, no te preocupes, es un hombre discreto y de buen sentido, la antítesis de un fantoche correveidile. Únicamente le he ocultado lo de La Correspondencia Sentimental, esto es, que establecimos contacto a través de esa revista, entre otras razones porque no es cierto, ya que yo, como bien sabes, tropecé con tu mensaje en La Correspondencia, por puro azar, como podía haber tropezado en una piedra. Tú me entiendes y yo me entiendo, pero ¿cabría esperar lo mismo del guasón de Baldomero? Créeme, mejor es así. Por otra parte, ¿a santo de qué tenemos que dar explicaciones a nadie de nuestros actos?

Y ahora, después de desahogarme contigo, queda lo más grave: esperar. ¿Cómo entretenerla espera? He aquí el drama.

Que tu indisposición no sea nada, querida mía, te desea con toda el alma,

E.S.

10 de setiembre

Amor, mi dulce amor:

Esta mañana llegó tu carta. No es un repique a gloria pero, al menos, he eliminado la incertidumbre. He pasado dos días amargos imaginando disparates. La sintomatología es típica: náuseas febrícula, ligero tono amarillento en la piel… Los comienzos suelen ser desconcertantes. Mi difunta hermana Rafaela padeció esta enfermedad por los años cincuenta. Los médicos hablaron primero de fiebres de Malta, luego de tifoideas, hasta que finalmente, emitieron el diagnóstico acertado. Hoy es más sencillo diagnosticar una hepatitis, pero no tanto determinar el cauce de penetración. ¿Te pusieron alguna inyección en las dos últimas semanas? Las inyecciones y las transfusiones de sangre son, con frecuencia, vehículo de contagio. Pero ya nada adelantaríamos averiguándolo.

Para combatir esta enfermedad, antes que medicamentos, has de armarte de paciencia. Reposo y una dieta adecuada curan la hepatitis, amor. Nada de guisos, nada de picantes, nada de grasas, y por el contrario, mucho arroz blanco, muchas carnes planchadas, mucha azúcar, mucha leche y derivados. La dieta no es muy apetitosa que digamos. Concretamente yo, que gusta halagar el estómago, haría un deficiente enfermo de hepatitis. Tú, por el contrario, que según me dices, no reparas en lo que comes, podrás sobrellevarlo dignamente. Más Temo por el reposo. De tus fotografías, jugando con tu nietecita la primera y, exultante en la playa la otra, así como de tus cartas, deduzco que eres un mujer dinámica. Comprendo que es una contrariedad, querida, pero ahora tendrás que dominar tu vitalidad. No es cuestión de vida o muerte, pero sí de que en lugar de pasar un mes en cama, requieras tres o cuatro. La cosa es seria. Con reposo escrupulosamente observando y un régimen de comidas adecuado, las transaminasas irán decreciendo gradualmente hasta volver a la normalidad.

¿Te importa someterte a periódicos análisis de sangre? Yo no podría soportarlo. No puedo ni siquiera pensar que mi cuerpo vive gracias a que toda su infraestructura existe una red de irrigación sanguínea que alcanza hasta la punta de los cabellos. Que las válvulas del sistema funcionen sin contratiempos, que los vasos (algunos delgados como hilos) no se obturen, me parece ya algo prodigioso. Pero que alguien, un extraño se inmiscuya en el proceso, abulte mi vena, estrangulándola con una goma, pinche en ella y absorba mi sangre como un insecto es algo que literalmente me descompone.

En lo concerniente a mis relaciones con Petri, debo aclararte que si yo no me casé con ella no fue porque mi difunta hermana Eloína se erigiera en gendarme inflexible de mi soltería. Tampoco por no pagar en mala moneda su abnegación (la de Eloína). Lo de la pequeña Petri fue un devaneo juvenil, frívolo e ingenuo, que si no llegó más lejos fue gracias a la experiencia de mi hermana. Matrimonio y celibato son hábitos, Rocío, ni más ni menos. De ahí que para mí, la única boda con garantías sea la del soltero recalcitrante. Que ¿por qué? Muy sencillo. Las razones para romper una inveterada costumbre han de ser muy poderosas. Si el célibe impenitente ha organizado su vida sobre las bases de la independencia y el egoísmo, el hecho de abandonarlas de pronto, de abandonar estas bases, demuestra que ha puesto a otro ser por delante de todas las cosas, incluso de sí mismo. ¿Comprendes ahora las razones que me asisten para hablarte de la intensidad de mi amor? Petri, aquella muñeca dentona y vivaracha, jamás despertó en mí los sentimientos que hoy me embargan, lo que equivale a reconocer que nunca hasta hoy estuve realmente enamorado.