En la tertulia de los domingos, en el único café superviviente del barrio antiguo, a la que concurren varios doctores, he oído comentar que el más reciente descubrimiento de la medicina social es el médico de familia, aquel médico, hoy olvidado, que lo mismo se sentaba un rato de cháchara con el enfermo que le ponía una cataplasma o le trataba unas paratíficas; esta figura es la que se pretende resucitar ahora con objeto de establecer un tamiz al ingreso en residencias y hospitales, hoy abarrotados. Y ¿sabe usted lo que cuesta diariamente una cama de hospital en nuestra ciudad? ¡Diez mil pesetas! Imagine usted las cosas que pueden hacerse con diez mil pesetas.
En las afueras del pueblecito donde nací, en la comarca de Villarcayo, adquirí hace tiempo una vieja casa de piedra de dos plantas donde he pasado siempre las vacaciones y, ahora, ya retirado, proyecto refugiarme parte del año. Pues bien, en la titular de ese término, como en tantas otras, el médico ha quedado relegado a la condición de un expendedor de volantes para la Residencia de la capital. Como es lógico, el doctor se siente disminuido pero no se atreve a nadar contra corriente y arrogarse una responsabilidad que nadie le reclama. Si dispone de una ambulancia, ¿para qué correr el riesgo de que el enfermo se agrave y se le muera entre las manos? ¿Qué explicación podría dar, en este caso, a la familia del difunto? La actual organización de la medicina social en nuestro país es mala por varias razones pero fundamentalmente por una: al médico se le priva del derecho de curar.
Yo recuerdo antiguamente, en mi pueblo, a mi difunto tío Fermín Baruque, ¡qué ductilidad! Aquel hombre hacía de todo, atendía a partos, remendaba cabezas descalabradas, aplicaba sanguijuelas… cierto que su responsabilidad era muy crecida pero quedaba compensada por la posibilidad de devolver la salud, de sentirse médico en toda la extensión de la palabra. Y había que verle, que le estoy hablando de cuando yo era chiquito, y el tío Baruque, como un dios omnipotente, recorría el término en su caballo alazán, nevase o apedrease. Ésta es, según rumores, la gran revolución que se cuece ahora en Madrid para resolver los problemas de la Seguridad Sociaclass="underline" inventar a mi tío Fermín Baruque.
Pero a lo que iba, señora. Yo soy un enfermo saludable o, si lo prefiere, un enfermo que nunca se muere ni acaba de sanar del todo. En la tertulia me tienen por un maniático. Mis hermanas, que gloria hayan, también me tenían por un maniático, pero yo creo que lo mío, antes que manías, son alifafes, las goteras propias de la edad, si bien la edad de las goteras se ha manifestado temprano en mi caso. Como contrapartida puedo asegurarle que no recuerdo haber guardado cama por causa de enfermedad desde que era chiquito, allá en el pueblo, cuando mi difunta hermana Eloína me llevaba un ponche a la cama y una aspirina para combatir las fiebres. ¡Cómo recuerdo aquella vieja cama de hierro, con laterales de finos barrotes negros, y un colchón de muelles, que chirriaba cada vez que yo me daba media vuelta! Junto ala cabecera había una mesita de noche de nogal veteado y, encima, un vaso de agua cubierto con un pañito y la palmatoria y, en el compartimiento bajo, un orinal blanco, de loza, con los bordes desportillados.
Las visiones de infancia, señora, no se esfuman, perduran a través del tiempo. Yo no olvido las misas dominicales en la ermita de abajo, durante el verano, cuando mi difunta hermana Eloína me enrollaba al cuello una gruesa bufanda de lana, aun en los días más cálidos, para preservar mi garganta de los cambios bruscos de temperatura. Desde niño he sido muy sensible al frío, o, por mejor decir, al frío y al calor. Aunque de constitución pícnica, soy hipotenso y las temperaturas extremas me afectan mucho. A partir de octubre los pies se me enfrían y no reaccionan ya hasta bien entrado mayo. Y ¿qué decirle del calor? La canícula me muele, literalmente me hace polvo y, por las noches, en la cama, no puedo soportar la ropa. La alternativa es irresoluble: el calor de la colcha me impide conciliar el sueño, pero, si prescindo de ella, me enfrío. En todo caso, mi difunta hermana Eloína se equivocaba al arrebujarme la bufanda, porque mi garganta aunque pagase las consecuencias, no era la puerta de acceso al frío. En un principio pensé que el frío entraba en mi cuerpo por los pies, fue cuando resolví ponerme calcetines altos de lana, pantorrilleras de las que usaban los pastores de mi pueblo. Más tarde que por la cabeza y aunque conservo un cabello fuerte y abundante, si que entrecano, me aficioné a la gorra de visera y con ella sigo. Éste es otro de mis muchos defectos. Remedio que adopto ya no sé dejarlo, se incorpora a mi modo de ser con carácter vitalicio, aunque los hechos evidencien su ineficacia.
Pero a lo que iba, con los años descubrí que por donde yo me enfriaba, ¡pásmese usted!, era por los muslos, por la cara anterior de los muslos. Me enfriaba, por supuesto, sin sentir frío, lo que me obligó a ser prevenido y llevar en el bolsillo del gabán un chal con el que me arropaba los muslos cada vez que me sentaba. Esto originó no sólo una servidumbre sino un nuevo riesgo ya que si en alguna ocasión, por fas o por nefas, no podía apelar al chal, inevitablemente cogía un resfriado, lo que, a su vez, me indujo a improvisar sobre la marcha nuevos procedimientos de abrigo, cosa que me ponía, con frecuencia, en situaciones embarazosas. Ahora recuerdo que almorzando en una ocasión en un restaurante de lujo con don José Miguel Ostos, presidente del Consejo, en los días que me escamotearon la dirección del periódico, sentí un cierto repeluzno, y aprovechando que don José Miguel estaba en los lavabos, me puse las dos servilletas, la suya y la mía, sobre los muslos. Cuando empezamos a comer, el maître se disculpó y trajo otras, pero yo pasé la comida más pendiente de ocultar las tres servilletas que de las palabras del presidente. ¡Y tantas situaciones semejantes como podría referirle!
Mi difunta hermana Rafaela, la menor, que era maestra de escuela y una mujer excepcionalmente bonita, siempre que venía por casa me aconsejaba lo mismo: «Uge, eso lo resolvías de una vez con unos calzoncillos largos, de felpa, como los que usaban padre y el abuelo». Pero todos tenemos prejuicios, señora, y uno de los míos es el de declinar una senectud prematura y los hábitos lamentables que ello comporta. Y no por presunción, como pudiera pensarse, sino por un principio estético elemental. Incluso ahora que estoy en el umbral de eso que llaman tercera edad, que yo sospecho que es la misma vejez de antes, me resisto a ello. Si claudico en estas cosas a los sesenta, ¿quiere decirme, señora, qué dejo para los ochenta? Esta actitud mía, dilatoria, abriendo perspectivas al tiempo, me infunde cierta seguridad. De modo que rehusé el consejo de mi hermana, lo cual no quiere decir, y usted perdone, señora, si desciendo a estas intimidades, que yo gaste esos calzoncillos esquemáticos, como braguitas, que ahora se llevan, sino calzoncillos de perniles, blancos, holgados, a medio muslo, de los que se usaban antes de la guerra.
Una de mis fijaciones es, pues, la de cerrarle puertas al frío. El frío es alevoso y yo me sublevo cada vez que oigo decir al ministro del ramo, con esto de la crisis de energía, que es preciso ahorrar calefacción, que la temperatura en centros oficiales no debe sobrepasar los dieciocho grados, que, por añadidura, es más saludable. Y yo pregunto, ¿saludable, para quién? Hay quien genera calor dentro de sí y lo expande y quienes precisan recibirlo de fuera. Yo soy de estos últimos, hasta tal extremo que si, al acabar de comer, no coloco la palma de la mano durante media hora sobre mi estómago, éste se paraliza, no inicia la digestión. Una vez comenzada, el mismo proceso digestivo genera la temperatura necesaria para concluirla. Mas la puesta en marcha hay que aplicarla desde fuera, lo tengo comprobado.
Otro día le hablaré de otros achaques de este su bien amigo que la saluda con afecto,
E.S.
9 de mayo
Distinguida amiga:
Dice usted que el campo, por sí solo, no le procura felicidad, que únicamente le resulta alegre si trae usted la alegría dentro y que, en resumidas cuentas, el campo no le parece un sitio para estar sino simplemente para pasar. Tal vez tenga razón, aunque sospecho que usted no ama al campo porque no lo conoce, porque se le ha hurtado la oportunidad, pongo por caso, de escuchar el rumor de una nogala mecida por el viento en tanto el ruiseñor le pone el debido contrapunto desde la fronda del arroyo. En el campo no debe usted buscar la alegría tanto como la serenidad, esto es, la posibilidad de ordenarse por dentro. Para ello, lo único que el campo nos exige es acomodar la vida a su ritmo. Si cada cual tira por su lado no hay nada que hacer, la armonía quiebra. Usted es probable que haya pasado en el campo uno o dos días y en ese plazo es imposible el acoplamiento. Uno arrastra el apremio urbano y la pausa del campo, en principio, le irrita, el tiempo le cuelga y no acierta a sustituir una actividad por otra, ni a sacar provecho del silencio y la soledad. Esto se va aprendiendo gradualmente, sin más que dejarse estar. Lo que me resisto a admitir es que usted que ama la música, que en sus cartas demuestra una fina sensibilidad, no comprenda al campo, no haya llegado nunca a una identificación con él.
Mi pueblo, contra lo que usted supone, no es Villlarcayo, sino Cremanes, quince kilómetros arriba, hacia la montaña, un acceso fácil y cómodo, pues la carretera, aunque angosta y sinuosa, está recién pavimentada. En este pueblo nací y en él me crié. A los quince años, por exigencias de la vida, hube de abandonarlo y me instalé en la capital con mis hermanas, que gloria hayan. Con los años, cuando mis medios de fortuna mejoraron, adquirí una casa arruinada a media ladera y la fui reconstruyendo con amor, piedra a piedra, con la ayuda de Ramón Nonato, el barruco del pueblo, un muchacho repolludo, silencioso y tardo, pero sumamente eficaz. Cabe la casa, a mano derecha, se yerguen dos olmas gigantescas, a cuya sombra construí una mesa con un ruejo que me vendió el Aquilino Fernández, el molinero, un tipo avispado que hizo dinero con la maquila en la posguerra, cuando los años del hambre. Ahí, en esa mesa, paso las horas muertas, como, leo, hago crucigramas, escucho el transistor, incluso en los días serenos escribo alguna cuartilla, pero, sobre todo, observo. Cada verano el petirrojo saca sus pollos del nido del cerezo silvestre y, torpes aún para cazar insectos, bajan a picotear las migas de pan a mis pies. No tienen todavía el pecho pintado y mediante sus frágiles patitas de alambre se desplazan a saltos con increíble rapidez. Las tardes sofocantes, infrecuentes en mi pueblo, suben a sestear a los olmos desde los pobos del soto las tórtolas y los arrendajos. Y muy rara vez, cuando me quedo traspuesto en la hamaca, siento gallear insolentemente a la picaza en la copa.