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Redactores y linotipistas me habían acogido bien y todos, incluso Hilario Diego, el regente, que después moriría absurdamente de una caída, desnucado en plena calle, y era hombre de carácter difícil, me estimaban. Al poco tiempo, don Juan Guereña, a petición mía, me asignó la plaza de ordenanza de noche, lo que me permitía asistir a la consumación de un proceso que desde el primer momento me había deslumbrado. Fui conociendo así el ajuste, la estereotipia, la confección de tejas y cartones, y, finalmente, ya de madrugada, el momento culminante, la tirada del periódico. Noche tras noche asistía, literalmente transportado, a aquella ceremonia y los domingos, que descansábamos, se diría que me faltaba algo. Yo necesitaba, como del aire, del olor a tinta fresca, del rodar de las bobinas, del bum-bum de la rotativa, de las timbradas intermitentes, de la excitación, en fin, que acompaña cada noche al alumbramiento. Hacia las cuatro de la madrugada me retiraba a casa con el periódico del día, la tinta aún fresca y olorosa, entre las manos. Pero, pese a las altas horas, mi difunta hermana Eloína me aguardaba levantada y, aunque ya no era yo ningún chiquito, me tomaba en brazos, me acunaba y me hacia contarle con pelos y señales las novedades del día.

A estas alturas me había ganado la confianza de los compañeros y raro era el día en que don Fernando Macias, el director, el señor Hernández o Baldomero Cerviño (tan cabal amigo mío, luego; tan fiel) no me encomendaban la redacción de alguna gacetilla. Una noche, el director elogió una breve glosa mía y aquello fue para mi como el espaldarazo, me envaneció, empecé a creerme alguien, de tal modo que, a partir de entonces, yo mismo, en cuanto disponía de un rato libre, solicitaba algún quehacer. Así me familiaricé con el «cajón de los tópicos», como decía agudamente el señor Hernández, y, en poco tiempo, asimilé cosas sustanciales, como, por ejemplo, que las muertes acaecidas antes de los cuarenta años eran «prematuras» y el difunto «malogrado»; las mujeres «virtuosas» a partir de los cincuenta; «bizarros», en cualquier caso, los militares y «probos», los jueces. La relación no era larga ni difícil y, como usted imaginará, a las pocas semanas distribuía aquellos adjetivos con propiedad y desenvoltura, como un auténtico profesional. Y por ahí vino mi primer tropiezo, experiencia que aún no he olvidado, a cuenta de la necrología de la dueña de una casa de trato a la que yo ingenuamente, por aquello de rebasar la cincuentena, califiqué de «virtuosa», lo que me valió una acerba reprimenda de don Fernando.

Este régimen de vida duró, más o menos, tres años, hasta 1936 que se produjo el Alzamiento Nacional y yo, como tantos otros, fui movilizado. A mi regreso, encontré la redacción de El Correo un tanto alterada. Durante la etapa republicana el diario se había manifestado no sólo acorde con su tradición liberal sino yo diría un poco de la cáscara amarga y la empresa temía, con cierto fundamento, su incautación. Sin embargo, a estas alturas, Madrid ya no necesitaba incautarse de El Correo, puesto que este periódico, como toda la prensa nacional, quedaba sometido a las consignas del Ministerio, convertido, de grado o por fuerza, en portavoz de los principios del Movimiento. Por lo demás, salvo mi anhelo por ingresar en la redacción, cada día más vivo y apremiante, las cosas no habían variado. Una noche, Baldomero Cerviño me animó a matricularme en un cursillo intensivo convocado en Madrid para profesionales que, trabajando en una redacción, carecieran aún de carné. Le respondí que el proyecto era inviable puesto que no tenia el grado, ni estaba en redacción, pero Baldomero, que no se arredra ante nada, recomendó el caso a un viejo conmilitón, Mamel López Artigas, hombre activo y muñidor, políticamente situado, quien hizo la vista gorda de mi condición subalterna, me dispensó de la asistencia al cursillo (que para mí suponía un desembolso económico considerable) y cuatro meses más tarde me remitía el carné, con el número de inscripción en el registro, por correo certificado. La jugada fue redonda y, sobre todo, oportuna pues según manifestó el propio Artigas, en lo sucesivo, para ser periodista no sólo se exigiría el grado sino una carrera de cinco años en una escuela especial, medida cauta y prudente para acceder a una profesión de tan alta responsabilidad.

Casualmente en los meses que mediaron entre mi solicitud y la obtención del carné, y acaso relacionado con ello, don Fernando Macias, el director, y tres redactores de El Correo fueron depurados por el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, ignoro si por comunistas o por masones. Total, que la redacción se quedó en cuadro y la Dirección General de Prensa, para evitar posibles desviaciones, impuso como nuevo director a un conocido botarate, Bernabé del Moral, personaje que se había distinguido mucho en la guerra pero cuyas dotes periodísticas eran nulas. Bernabé, consciente de sus limitaciones, me citó un día a tomar café y me propuso secundarle, ayudarle a enveredar ideológicamente el periódico, cometido que acepté de mil amores puesto que la línea reticente y solapada de El Correo no iba con mi carácter. Y así fue, amiga mía, como de golpe y porrazo me vi convertido en redactor del periódico, mi sueño de tantos años, objetivo por el que tanto había suspirado.

Pero advierto que me estoy extendiendo demasiado. Es posible que mis cartas le infundan a usted una sensación de serenidad pero tampoco debo abusar de su paciencia. Y el caso es que aquí, en esta atmósfera apacible, con el vallejo de frutales a mis pies, podría seguir escribiéndole durante horas sin fatiga.

Mañana, con harto sentimiento, regresar‚ a la capital. Contésteme pronto, no se emperece.

Besa sus pies,

E. S.

2 de junio

Apreciada amiga:

¿Dice usted que cómo me las apaño? Muy sencillo. Dispongo de una criada que me limpia el piso y me prepara las comidas. A la muerte de mi difunta hermana Eloína, pasé unas semanas desalentado pues aunque al anuncio del periódico acudieron aspirantes como moscas, ninguna era de recibo. Yo necesitaba una mujer de peso, con experiencia, cosa, por lo visto, nada fácil en estos tiempos. Al fin, la esposa de Arsenio, el tendero, me habló de una extremeña de media edad, responsable y de fiar, que precisamente buscaba una casa tranquila. Conecté así con la buena de Querubina, una mujer que frisará los cincuenta, fondona y trasojada, que todo lo que tiene de testaruda lo tiene de laboriosa. Para que me entienda usted, es una especie de ama de cura sin cura, que era propiamente lo que yo necesitaba.

No le oculto que el cambio de mi difunta hermana Eloína por esta mujer ha significado para mí un calvario. El celo, la intuición doméstica de Eloína no se pueden improvisar. Diríase que en vida de mi difunta hermana, las cosas se hacían solas, no se advertía que anduviera nadie tras ellas. A las siete, en invierno y en verano, ya andaba en danza, ventilando las habitaciones delanteras, cuidando de no despertarme, cosa harto sencilla pues desde hace qué sé yo los años, duermo con los oídos tapados, como creo le dije ya. A pesar de ello, en mi duermevela, percibía los discretos ecos de su actividad, pero eran tan tenues que, lejos de desasosegarme, me relajaban. A las once y media en punto entraba de puntillas en mi habitación, abría las contraventanas y me acercaba a la cama un té con limón y unas rebanadas de pan tostado con mermelada y mantequilla. Un desayuno frugal. Tras mi viaje a Estados Unidos, que realicé con otros periodistas, invitados por el Departamento de Estado, intenté adoptar el horario americano, más acorde con mi trabajo, pero pronto hube de desistir. A primera hora de la mañana, mi estómago está aún remiso y por mucho que le estimule es incapaz de digerir una palomita de maíz y no digamos un huevo frito. Un té y una pequeña tostada es lo único que acepta sin rechistar. No obstante, allí, en América, tal vez por la novedad, el cambio de horario, o la vida ociosa, me desayunaba un par de huevos con jamón, cereales y café con leche, sin acusar problemas de digestión. Con este remiendo y, sin emparedado por medio, podía tirar desahogadamente hasta las seis y media de la tarde, hora de la comida formal. Pues bien, esto que allí era norma, resulta impracticable aquí. ¿Por qué? No lo sé. Pero si a poco de levantarme ingiero un refrigerio de esta naturaleza es como si tabicara mi estómago con cemento; no hago vida de él.

Mientras me aseaba, mi difunta hermana hacía mi habitación. No vea usted el amor que ponía en ello. De siempre dormí en una gran cama de matrimonio, la vieja cama de mis difuntos padres que nos trajimos del pueblo, y Eloína, como desde un costado no alcanzaba el otro, alisaba la sábana bajera con una vara. Después remetía cuidadosamente la ropa de los pies procurando abolsarla a fin de que no tirara, ya que a mi no me molesta tanto el peso de las mantas como su presión. La misma meticulosa ternura ponía en el mullido del almohadón, cargando en los extremos de miraguano y dejando el centro, donde reposo la cabeza, más ligero y mollar. Eran, yo lo comprendo, concesiones al sibaritismo, detalles puntillosos que, por la fuerza de la costumbre, terminaron por parecerme naturales, pero que ahora, ante la impericia de mi bien intencionada pero ruda ama de cura, he de realizar yo personalmente cada noche antes de acostarme.

Mi piso no es grande ni pequeño, ni antiguo ni moderno. Fue la primera casa que se construyó en el Ensanche allá por los años cincuenta y, aunque entonces hablaron de una superficie habitable de ciento sesenta metros cuadrados, yo creo que en esas medidas incluyeron balcón, terraza y hasta el descansillo del montacargas. Aparte el despacho, y el living-comedor, cuenta con tres dormitorios, más que suficientes para mis necesidades actuales pero lo justo en vida de mis difuntas hermanas, puesto que ellas, dado su carácter y habituadas a la casona del pueblo, nunca quisieron compartir la habitación.

El edificio, por supuesto, no es tan sólido como los de principio de siglo, ni tan liviano como los actuales, pero con los años le ha salido un serio inconveniente, las goteras. En la época en que se construyó no existían los detergentes actuales que, a lo que se ve, corroen las viejas tuberías de plomo, con lo que, cada sábado y cada domingo, andamos a vueltas con los fontaneros. La deficiencia es de tal monta que pensé seriamente en la posibilidad de mudarme, ya que hoy me bastaría un apartamento con los servicios centralizados (en mi casa caliento el agua con termo y he electrificado la calefacción, con el precio que eso tiene). Con este fin miré algunos pisos por el Barrio Nuevo, pisitos coquetones de cincuenta a cien metros cuadrados, salón desahogado y un par de dormitorios pero, ¿imagina usted a qué precio? Tres millones y medio los más baratos que, naturalmente, son los más chicos y, en renta, no encuentra usted uno ni por casualidad.